La nostalgia de Lorenza Ríos
Decían que de América traía más dinero que el pecado. Vino a morir mirando a su bahía. Con él llegaron Lorenza Ríos y sus dos hijas. No hubo parientes en el muelle.
Murió un día negro, en que silbaba en la alta mar el pájaro agorero de la galerna. Las gaviotas no abandonaron sus nidos de las rocas cuando entraron los barcos de pesca, con las tripulaciones temerosas y adustas. Estaba el mar sucio y tranquilo, y era misteriosa su serenidad, adivinándosele como vientre terso, de ahogado, con las entrañas hirvientes. Se movían lentamente los hombres por el puerto, el oído atento, auscultando el chapoteo débil, que producía un airecillo cálido en el agua de las machinas. Olía a tormenta, y el humo de los mercantes se pegaba a los techos de los tinglados. De vez en vez el aire se aceleraba en ráfagas, que hacían flamear las banderas marinas y llenaba los carriles de las grúas del polvo de la estiba, hecho de carbonilla, de arena, de granos de cereal, de hilachas de arpillera... Polvo triste, que no sorprende, como el de la dársena de los pesqueros, con un pececillo seco, con un trozo de red, con una mina de escamas. Sonaba una sirena, y su voz de loba se extendía por cima de los tamarindos y las casas del paseo hasta las pequeñas ventanas del barrio viejo de la ciudad.
Al atardecer, la primera ola de los naufragios entró en la bahía, golpeó los costados de las embarcaciones, hizo crujir las amarras y volar a las gaviotas, chillonas, altas, asustadas. El faro de la bocana se encendió. Se encendió la casa de Lorenza Ríos. Batieron las persianas. La menor de las hijas se miró en el espejo del armario de su habitación abierta a un patio; el espejo reflejaba una luz profunda, nacarada, como la valva de una ostra. La menor de las hijas se vio pálida, con los ojos brillantes. Frente a su ventana, sábanas tendidas se agrisaban en un tono mortecino de leche aguada. Salió al pasillo.
Lorenza Ríos lloraba. Lorenza Ríos le abrazó. Así supo que su padre había sentido por última vez el olor ácido de su bahía, el ardor de su postrera fiebre de partida en el viento caliente, el sonido final de las olas, golpeándole violentamente en las sienes. Y él, que no fue bueno, tuvo rezos. Luego empezó a llover.
Lorenza nació en Progreso del Yucatán, donde los marineros pescan tiburones en sus ratos de ocio para hacer bastoncillos con las vértebras, que asombran al regreso a los que quedaron en los pueblos. Lorenza tenía la piel morena; la boca grande y sabrosa; los ojos, cansados y garzos. Lorenza tuvo con él tres hijos sin casarse porque él no lo quiso, y su pecho era como una ola grande y dormida, y su corazón, grande también, como un campo de maíz.
Andaba Pablo —el hijo— en los trabajos del mar. Quería olvidar a su padre. Cuando volvía de sus viajes traía regalos y contaba cosas bonitas y decía que se iba a hacer rico. Pero de Pablo nada sabía desde que vinieron a España. Pablo estaba en la mar, esto era todo
María y Emilia aguardaban novio. María era mayor que Emilia cerca de dos años. María y Emilia, al morir él, contuvieron las lágrimas; luego lloraron con el llanto de Lorenza Ríos.
Al día siguiente estaba el cielo azul, y el mar, híspido; las gaviotas volaban bajas, y los pesqueros, en la lejanía, ponían interminables puntos suspensivos a lo que se avizoraba; el paseo se encontraba lleno de gente alegre, y las hojas de los tamarindos, caídos sobre el asfalto, corrían hacia el muelle, limpio por la galerna, sin polvo de estiba en los carriles de las grúas. Al día siguiente hubo parientes en el entierro.
Cambiaron de casa. Fueron a vivir al barrio viejo, en el que se despierta a la madrugada con las voces de la llamada a la mar y se siente el placer de arrebujarse en las sábanas hasta que el sol entra por las ventanas.
En el barrio viejo las calles están en cuesta y tienen nombres de santos antiguos: San Simón, San Prudencio, San Manahén, o de oficios; de los atalayeros, de los toneleros, de los saladores, o de explicación necesaria y erudita: de la invocación y el proel, del contramaestre Mendiola, de la tripulación del Ama Begoñakoa.
En el barrio viejo hay tabernas, en las que se venden alpargatas, cuerdas, anzuelos, estropajos, botijos, escobas y alimentos. En las tabernas hay borrachos profesionales, marinos retirados, mujeres de las que se murmura, y tristeza, alegría y salud, según el tiempo.
Al anochecer, en las rinconadas, con borrosas advertencias municipales amenazando multas pequeñas, el amor encuentra su refugio.
Fueron a vivir al barrio viejo. Lorenza y sus dos hijas pasaron un mal tiempo hasta que comenzaron a trabajar. El difunto no había traído de América más dinero que el pecado. Hicieron amistades.
Solía ir Lorenza algunos días a pasearse por el puerto. Contemplaba los barcos, deletreaba los nombres de las embarcaciones, anidaba su mirada nostálgica en la mar, pasada la bocana. Al volver a su casa llevaba la luz del Yucatán templándole los ojos.
María y Emilia se daban cierta maña como modistas. La madre cortaba las prendas; las dos hermanas las cosían; las dos hermanas las llevaban recién terminadas a las casas de sus clientes, envueltas con todo cuidado en papeles de periódico. Tenían una clientela con mal gusto y poco dinero, pero les ayudaba a salir adelante.
María conoció a un pescador; al único pescador que volvía del mar cantando e iba desde el puerto a su casa descalzo, con los pantalones de mahón remangados y los pies con escamas adheridas, que iban perdiendo brillo, luminosidad, con el polvo de las calles a medida que caminaba. María salía los domingos por la tarde con él, porque en la mañana las gentes del mar se ocupan de hacer la ronda del vino blanco por las tabernas y de hablar de las cuentas, de los montos mayores y menores del pescado de la semana. María y el pescador iban al cine a las localidades altas; él pasaba su brazo por la espalda de ella y la apretaba mucho, hasta dejarla casi sin respiración. En el descanso compraban cacahuetes o caramelos baratos.
Emilia era a medias feliz. Alguna vez la llegaba a buscar un muchacho que estaba empleado en el dique y que manejaba algún dinero. Un día le regaló una polvera con un faro pintado a mano en la tapa; blanco el torreón, y rojo el haz luminoso de la linterna sobre el mar, verde y encrespado. Dos o tres manchas simulaban las gaviotas. Emilia era a medias feliz porque se enteró por unas vecinas que el muchacho andaba en malos pasos de una calle paralela. Emilia leía en sus ratos libres novelas de amor y de aventuras.
Lorenza Ríos ahorraba poco e inútilmente, pensando en su regreso. Soñaba con los atardeceres amarillos, de un agrio amarillo alimonando las fachadas de las casas, endureciendo el mar, aquilatando de oro las velas de las barcas yuteras. Lorenza no volvió a ver a los parientes del muerto. Le contaban —María o Emilia— que se habían encontrado con ellos, que se pararon un momento —un momento siempre— a preguntarles qué tal andaban las cosas y si les iba bien. Lorenza acabó por creer que ellos tenían razón, suficiente razón.
En el mes de octubre del año siguiente se casó María y se recibió una carta de Pablo. Luego llegó algún dinero.
La boda de María fue alegre, y el viaje de novios, corto. Fueron a una ciudad de la costa; pasearon por el muelle de los pesqueros; comieron en un restaurante y durmieron en la habitación de un hotel de segunda categoría, con cama de matrimonio y lavabo de agua corriente. María se fue con su marido a casa de la madre de éste. Emilia tuvo una temporada de lloros continuos. Acabó por decirle a Lorenza que estaba embarazada. Lorenza la miró fija, callada, tiernamente y la acarició.
La primavera alborotaba las nubes con sus vientos cambiantes. Al fondo de la bahía, el alto horno del pueblo cercano era, en la noche, un gigantesco fuego fatuo, que rielaba en el agua. Los pesqueros fueron pintados de blanco, corriéndoles por la borda una raya verde o azul. Repasaban los pescadores las letras y las matrículas de sus botes. Las mujeres zurcieron las redes sentadas en cestos, porque el suelo del muelle estaba todavía frío. Entraron más cargos que nunca.
Con la primavera, los pescadores salieron al mar.
María besó a su marido y se quedó en el portal de la casa viendo cómo bajaba la cuesta con el cestillo en la mano y el traje de aguas sobre el hombro.
—Ve con Dios, Pancho.
Aún los faroles estaban encendidos; aún en la madrugada la luz diurna era una lívida claridad. De las ventanas, abiertas, asomaban rostros soñolientos de mujeres despeinadas viendo partir a los hombres.
—Ve con Dios, Ricardo... Ve con Dios, Manuel... Ve con Dios...
En el barrio viejo, la alegría y la tristeza ponían la vida en el fiel. Alegría de trabajo y tristeza de peligros. Las mujeres de los pescadores no pueden dormir después de la madrugada hasta los finales del otoño. Ha empezado la pesca.
Se levantó la primera galerna una mañana lluviosa, en que pocos vaporcitos dejaron el abrigo de la dársena. Primero fue un jirón de azul, que abrió el viento en las nubes y que se cerró de golpe, a impulsos de una fuerte ráfaga. Después el horizonte se fue acercando paulatinamente, y en las olas la espuma puso baba de rabia. El cabeceo de los barcos pesqueros se transformó en un giro de rueda engranada con el mecanismo misterioso del mar. La bocana del puerto estaba lejos.
Refugiadas en los soportales cercanos al muelle, las mujeres, en silencio, observaban la bahía.
—Ahí llega el de Artola —anunció un viejo.
El de Artola era el barco en que estaba de sotopatrón el marido de María. Ésta corrió con otras dos mujeres hacia el atraque. Cuando amarraron firmemente el vaporcito, Pancho saltó a tierra. Le corrían a su mujer lágrimas y lluvia por el rostro.
—Vete a los soportales.
Mientras esperaba la llegada de otros pesqueros, María, feliz, se estrechaba contra su marido.
María era ya carne de la carne, sangre de la sangre de Pancho Ruano, pescador cantábrico.
Con la primavera a Emilia se le hizo insoportable el embarazo. No salía de casa, y se le descarnaban las mejillas. Los ojos se le perdían cuando se miraba en el espejo pequeño del probador, junto a la habitación donde su madre cortaba los vestidos. Emilia no encontraba reposo en las novelas de amor y de aventuras.
Emilia pensaba en que él le había prometido casarse. Esperaba que se presentase de nuevo —como hacía dos semanas— a reafirmarle que lo haría.
Y no pasó mucho tiempo.
La boda fue muy de mañana, a la misma hora en que los pescadores bajan por las calles en cuesta al muelle de la dársena.
Lorenza Ríos se quedó sola.
Con la primavera llegó la segunda carta de Pablo, anunciando dinero, mucho dinero. Lorenza lo recibió a poco.
En el cementerio el viento del mar ha desconchado la tapia del Noroeste; las lagartijas corren, dejando una invisible estela en espiral; huele a algas; dormita un tordo, y el Sol ilumina la hierba con una fría luz de laboratorio. En el cementerio dejó Lorenza Ríos sus últimas lágrimas, sus postreras flores.
Lorenza Ríos besó a sus dos hijas y dijo adiós.
Lorenza se fue a morir mirando su bahía, donde el Sol aquilata de oro las velas de las barcas yuteras, y de las barcas yuteras nacen canciones que anclan en el corazón. Se fue a morir donde la muerte duele más, y el alma vuela mucho tiempo a ras de tierra, sin quererse despegar hasta que remonta el vuelo. Al pasar la bocana del puerto entornó los párpados, contempló las primeras luces eléctricas encendiéndose en la tarde, y sintió el viento del mar en su pecho.