1. Año mil ochocientos

Alguna vez, cuando el mar se salía de tono, las olas acariciaban las respetables barbas del mascarón. Normalmente viajaba como un tripulante más, cansado de navegar y, también, de que le dieran colorete en cualquier puerto para adecentarlo y para rejuvenecerlo. El mascarón era viejo, tan viejo que contaba trescientos años en un bosque de Francia y llevaba ya sesenta de deambular por los cinco océanos. Tenía unos ojos overos que daban miedo a las gaviotas y una nariz espléndida en la que se paraban las borrascas ennegreciéndola. El mascarón hablaba mecánicamente con los tiburones. El mascarón era el alma del barco.

El agua, las ventiscas y hasta un abordaje en la niebla le habían abierto brechas, arrugas indisimulables con los afeites, ya que la masilla se le secaba en los trópicos y se le caía a los peces. El mascarón había conocido cuatro capitanes, muchos marineros y la travesura circense de multitud de grumetes irrespetuosos que le hacían monerías desde el bauprés, colgándose como trapos y hurgándole la nariz, con los pies, los más valientes. Andaba algo harto de navegar y de meterse en negocios sucios. ¡Había visto tantas cosas! Había visto, con sus propios ojos huevones, contrabandear a todos: a los capitanes, a los marineros y a los grumetes. Había visto asesinar a un pobre hombre; llegar borrachos a los tripulantes; embarcar negros. Su moral de roble no le permitía dar el parabién a todo aquello. Y ahora para colmo le había tocado en suerte un capitán sin freno, capaz de ahorcar de una verga, por un quítame allá esas pajas, a cualquiera de sus subordinados. Todo lo contemplaba y lo seguiría contemplando con sus propios ojos, asustados y asustadores.

El maestro carpintero que le dio forma era un buen hombre, pero le había hecho la pascua. Él hubiera preferido estar integrando una viga en una buena taberna del norte de Francia y oír las aventuras de las gentes, que andar metido en aquellos trotes. No tenía alma aventurera y él que era la cabeza del bergantín no podía ir contra las leyes siendo más marinero de lo que era, cuando le perseguían los barcos de guerra. Era un burgués que había pasado por muchos trances, como que una vez estuvo detenido en La Habana por negocio ilícito de armas. Así no podía continuar y estaba dispuesto, aprovechando cualquier coyuntura, a desprenderse y a irse en las olas para no ver más aquel escarnio continuado que se le hacía en las propias barbas.

El capitán, que mandaba la nave, era un hombre de armas tomar, como antes queda dicho, no se andaba en chiquitas y se metía en toda clase de negocios que le pudieran dar buen resultado económico. En mil ochocientos los capitanes eran unos vivalavirgen, ya que desde esta categoría marinera habían ascendido, y todo se les importaba poco con tal de ganar dinero. Si además de ser marino se es del golfo de Vizcaya, entonces la cosa se complica y el resultado suele ser detonante. Así el bergantín se dedicaba a costear Venezuela y andar entre las salpicaduras de las Pequeñas Antillas, medio dedicado al cabotaje y a la piratería.

La única cosa que al mascarón gustaba era la buena maña que tenía la furia capitana al ordenar las maniobras. Nunca se pudo quejar de un roce brusco con el muelle o de una vela suelta por desidia. La limpieza, además, no era ni descuidada ni tenida en menos.

En la costa continental, frente a la isla Tortuga —Malta de los piratas y alcanfor de los sueños más divertidos— tuvieron un serio tropiezo. Un temporal, mofletudo y malasangre, les envió contra la playa haciéndoles embarrancar. El mascarón creyó llegada su última hora, parecía que la nariz se le iba a disgregar, y los ojos los tenía cocidos de un miedo insuperable. Se partió un palo y arrastró con él al capitán y a dos marineros. La rueda del timón daba vueltas anotando las muertes de aquella gran verbena. Arriba y abajo, el agua cegaba la nave. El mascarón se abufandó en una ola. Con otra como aquella se acababa el navegar, el existir, los colores y las quejas. A las cuatro de la madrugada el barco entraba en agonía. A las cuatro y cincuenta moría partiéndose por todas partes. El mascarón flotaba de aquí para allá, herborizándose de algas, mascarilla de sí mismo. Al medio día calmó la tormenta y mudo, sin fuerzas, con las barbas abiertas, llegó a la playa de la baja marea con despojos del naufragio. Los supervivientes pasaban cachazudos ante él, que ni siquiera les veía de salados que tenía los ojos.

Dos meses angustiosos y traumáticos tuvo que soportar en aquella playa. ¡Cómo recordaba al viejo padre de copa florida de hacía sesenta años! ¡Aquel bosque, aquella gran familia de árboles centenarios! Y luego las cosquillas de la gubia, los cachetes del mazo. Había llegado su última hora. Los cangrejos le recorrían el rostro brutalmente, jugueteando de ladillo, a dos patas, a una, y regalándose de un modo poco honesto por entre sus barbas de apóstol del mar.

Una mañana en que el sol le taladraba un año, se sintió ser sorprendido de dos manos que lo intentaron levantar. Él se hizo la tortuga; después le sorprendió una voz gutural; luego nada. A la tarde fueron y se lo llevaron.

Lo pintaron de almagre mientras esbozaba un rictus de desprecio por aquellos maquilladores del tres al cuarto. Le dieron unos toques de blanco en la nariz y le colocaron en los ojos dos hermosísimas piedras de color verde. Debía estar realmente carnavalesco; se figuraba, un currutaco, un imbécil, un ser repelente. ¿A su edad con tonterías? En fin, en fin...

Lo que más le asombró a la mañana siguiente, con la salida del sol, fue el encontrarse sobre una especie de altar en una plaza extrañísima. Rodeábale una multitud de gente, asquerosamente desnuda, que de rodillas hacían flexiones de cintura, mirándole seriamente. Después se acercaron dos tipos con las caras tatuadas y encendieron una hoguerilla debajo mismo de sus narices. La verdad es que se asustó un poco. Pensó que lo querían quemar. Después estornudó no estando acostumbrado a aquellos olores fuertes y picantes. La multitud se daba puñadas vigorosas entre sí y armaba un ruido de catástrofe con sus gritos. El sol le hería horriblemente en las piedras verdes.

A mediodía le trajeron gallinas y unos gordos animalitos que despedían un fuerte hedor. Una gallina alborotada saltó sobre su nariz y casi le derribó del susto. La gallina fue ejecutada por uno de los tipos de la hoguerita, en el mismo momento.

Con la caída de la tarde volvió a rodearle la multitud y a dar fuertes berridos, capaces de dejar sordo a cualquiera que no estuviera acostumbrado, como él, a los ruidos del mar.

Luego se durmió plácidamente...

Cuentos 1949-1969
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