El caballero desciende a los infiernos

Bajaron las escaleras disputando el equilibrio con hombros, codos y manos a los derviches danzantes (derviches había estimado el caballero despectivamente cuando Genoveva le propuso el club). En invierno no funcionaba el aire acondicionado, aunque era necesario, y un tufo acre, espeso, tibio, de establo humano azotó el delicado olfato del caballero (guarida suburbial había replicado el caballero a la invitación de Genoveva para revisitar el antro). Las luces de colores corrían como serpientes por la sala enmascarándolo todo, obsesionándolo todo (procedimientos torturantes de la Gestapo, musitó el caballero recordando inquisiciones).

En el salón los derviches formaban un solo y total monstruo, uniformemente acelerado, multitudinariamente copulativo (observación debida al caballero), ciegamente rítmico como una estampida.

—Bien, sentémonos en este amparado lugar —propuso el caballero.

—¿Por qué tan lejos? —preguntó Genoveva.

—Temo que nos ataquen —respondió con humor el caballero.

El hombre del pelo planchado como un cantador de tangos se sentó a la derecha de Genoveva y el caballero lo hizo muy ceremonioso a su izquierda. Fuera, en la bahía, las luces del pueblo rielaban en las aguas y existía una especial serenidad nacida de la noche estrenada —un firmamento alto— y de la desolación del invierno —acaso perceptiblemente conventual en un lugar de veraneo. El caballero añoró el privilegio.

—Esta isla es un oasis excepto los domingos, amigo mío —dijo dirigiéndose al hombre del pelo planchado—. Los domingos en los búnkers de los pueblos y en el de la capital se inauguran los infiernos.

—Ya no somos jóvenes —titubeó el hombre del pelo planchado, inoportuno.

La mirada del caballero destelló iracunda a medida que las luces de los focos le asaltaban. Se calmó y filosofó:

—El caos no es juvenil. Es viejo.

El joven amigo de Amadís se acercó desde la barra, preservando con las dos manos su bebida.

—¡Hola! —dijo.

—¿Tú por aquí? —preguntó el caballero.

—Sí, por aquí —dijo con vaguedad—. ¿Bailamos? —propuso a Genoveva.

Genoveva sonrió al caballero. Los jóvenes partieron al combate con la sonrisa en los labios y se taracearon primero en la masa y después se confundieron en ella.

—¿Cómo va la sociedad? —interrogó el hombre del pelo planchado.

—Un verdadero éxito. Ampliación de capital y nuevas inversiones.

—Me alegro de que sus asuntos vayan bien.

—Viento en popa, a toda vela.

Luego el caballero, con satisfacción insolente, recalcó:

—Así es. Mejor que nunca, mejor que nunca.

Genoveva y su derviche bailaban en trance, apenas separados por los escasos centímetros que les permitía el engranaje de la multitud.

—¿Todo va bien? —preguntó el joven amigo de Amadís, aprovechando una contorsión y pegando los labios a la oreja descubierta por el oleaje de la melena.

Genoveva afirmó con la cabeza y, aprovechando a su vez en una finta, dijo:

—Y te quiero como no te puedes imaginar.

El susurro llegó a los oídos del joven amigo de Amadís, que cerró los ojos y abrió las manos en ademán pontifical, volviéndolas un poco.

—Todo va perfectamente bien —habló moviendo apenas los labios, como en una bendición.

Las bebidas del club no gustaban al caballero.

—Es repulsivo, mi buen amigo. Sólo con cocacola, otro bebedizo, se puede pasar esta pócima.

—Cómo se divierten —el hombre del pelo planchado escrutaba entre los danzantes hasta que descubrió a Genoveva y a su compañero.

—¿Se divierten? Quién puede divertirse en el infierno. Puro masoquismo.

La orquesta varió el ritmo y las parejas se abrazaron, comenzando a moverse con suavidad en vaivén.

—¿No ha aprendido usted a bailar esto? —preguntó el hombre del pelo planchado.

—No —respondió, áspero, el caballero—. ¿Para qué?

—¿Para qué? No sé. Hoy es necesario, aunque no sé para qué es necesario, realmente necesario...

Regresaron Genoveva y el joven amigo de Amadís.

—Ya es hora de irse —dijo el caballero.

—Un poquitito más —pidió Genoveva.

El caballero la miró con los ojos húmedos y heridos de las luces y el humo, paternales al capricho.

—Sólo un poco más.

Genoveva y su compañero volvieron a la confusión. El caballero reinició su charla, entrecortada por las guitarras eléctricas, y apuró su bebida con evidencias de asco.

—Es inútil tratar de comprender esta extraña diversión, por otra parte tan ingenua.

—¿Usted cree? —preguntó el hombre del pelo planchado, suspicaz.

Cuentos 1949-1969
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