III

Pío, hoy día veintisiete de abril, ha cumplido cincuenta y nueve años. Pío está lamentablemente preocupado por su cumpleaños. Son las diez y media de la mañana y ha decidido irse a la barbería. Lo menos que debe hacer un hombre cuando acaba de cumplir los cincuenta y nueve es afeitarse, adecentarse un poco para poder decir a los amigos, limpio y reluciente como una patena, al llegar a la taberna: «Hoy convido yo.» Y cuando ellos pongan gesto de extrañeza o gasten alguna broma al respecto, pasarse la mano callosa por la mejilla añadiendo suficientemente: «Que hoy son cincuenta y nueve.» Luego, es cuestión de esperar las felicitaciones sonriendo con bonachonería.

Pío se sienta en el pedrusco de los llantos acariciándose su barba de días, de muchos días, con el pulgar y el índice de la mano derecha. Es un hondo gesto de meditación el que aparece en su frente, ya que si Pío se afeita no podrá invitar a los amigos, y si no se afeita los amigos juzgarán, con mucha razón, que un hombre que no va a la barbería el importante día en que hace los cincuenta y nueve y convida, no es un hombre como Dios manda (y no es un decir). De pronto Pío se pone de pie y grita. Pío es bajo de estatura, combado de piernas, ancho de caderas y espaldas, largo de cuello y cabezón. El cuello, que debiera ser corto, por ser largo y sostener el inmenso volumen de su cabeza, le da un aspecto grotesco que hace gracia a todo el mundo. A todo el mundo que no ha mirado a Pío cara a cara y que se hubiera sentido vencido al percatarse de su mirada, apostólica y socarrona, de perro perdiguero y de loro guasón, lo mismo capaz de conquistar un amigo que de poner en guardia de burla o de sentimiento al más pintado. Mas Pío se ha puesto de pie y grita.

—María, María.

María es su mujer. Aquí, remangada, se encuentra frente a él. Es demasiado poca cosa; tan pequeña y gastada, tan dulce y a un mismo tiempo tan amarga como un fruto silvestre, da la impresión de haber sufrido mucho. Es una mujer sin características personales. Existen millones igual que ella. Es una mujer que no debiera tener ni nombre para ser del todo anónima. Pío la llama a voces sin saber por qué, grita acaso de preocupación y de contento.

—María, hoy es mi cumpleaños.

—¿Pues qué es hoy?

—Veintisiete de abril, mujer, mi cumpleaños. Me tengo que afeitar. Me tengo que dar un paseo sano. Me tengo que tomar algunas copas con los amigos.

Pío corta su discurso. Hace una pausa. Al cabo susurra tenuemente.

—¿Hay dinero, María?

—No, no hay dinero. Luego vendrá Ramón, que hoy cobra; hoy es sábado.

—¡Ah! —se asombra Pío.

A María le importa que sea sábado; a Pío que sea veintisiete de abril. A María no le interesan más que los sábados; a Pío las fechas festivas y hace cálculos mentales: veintisiete de abril, fiesta..., veintiocho de abril, domingo..., tal día, fiesta nacional. Fiesta es vino con los amigos, comentarios con los amigos, alegría con los amigos que santifican todas las fiestas, en reunión, con seriedad y honestidad, ya sean religiosas, ya paganas.

Pío se decide por la barbería.

—Puede que Ramón venga antes de la una, ¿verdad?

—Puede.

—¿No se le ocurrirá retrasarse?

—No sé.

—Es que así me iba a afeitar y luego tú le pedías un pequeño préstamo y me lo dabas.

—¿Y para qué quieres tú dinero?

—Hoy es mi cumpleaños. Hay que convidar a los amigos.

—Para convidar a esos vagos no necesitas dinero. ¡Que se conviden solos...!

Pío se indigna porque cree saber perfectamente sus derechos y obligaciones.

—Tú a callar. Le pides a Ramón...

María corta la orden.

—Yo no le pido nada. Si tú quieres dinero, se lo pides tú.

Pío cambia el tono, suplica, se hace meloso.

—Pero tú ya sabes que uno debe corresponder. No hace mucho tiempo me invitó Pascual porque se casó su hija. Tú ya sabes que uno tiene que alternar.

María se ríe de su marido.

—Uno lo que tiene es que trabajar. Y cuando no trabaja y no tiene perras, uno se aguanta. Eso es lo que uno tiene que hacer.

Pío, descorazonado, se aúpa los pantalones y camina hacia la plataforma de las lechugas. Su mujer le mira fijamente, intentando sorprender la maniobra. Él hace como que olvida la discusión en infantil estratagema.

—Oye, María, estas lechugas ya están buenas y las vamos a tener que arrancar si no queremos que crezcan.

—Ten paciencia.

—¿Has visto qué bien está este cuadro?

—Sí, lo he visto.

Pío calla y vuelve lentamente a la puerta de la casa. María observa la marcha de su marido.

—Me voy a ir al barbero.

—Bien.

—Si tú quieres y ves que Ramón está de buenas, le pides cuatro pesetas para mí; le dices que se las devolveré mañana, ¿eh?

—Bueno, tal vez se las pida. Pero luego tú te entiendes con él. No vaya yo a cargar con el muerto.

Pío sonríe triunfalmente. Un remusgo de alegría le recorre el cuerpo.

—Sí, sí, no te preocupes. Le dices que para mí, que ya se las devolveré.

—Se las devolverás como sea, pero se las devolverás. Aquí no entra más que un jornal y hay que defenderlo.

Pío cierra herméticamente sus oídos y tarareando se marcha camino de la barbería.

Cuentos 1949-1969
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