Un artista llamado Faisán
Tenía cara alargada y grave de payaso listo.
Pajareaba en el verano por las ferias del Ebro, y volvía a la ciudad con los primeros chubascos de octubre, misterioso de trapisondas y con el ojo opaco y lelo del que ha corrido mucho mundo. Desde las chiribitas a la vendimia, el artista se fichaba de feriante, y la Guardia Civil le maltrataba con su desprecio cuando, caminera y sonámbula, le pedía los papeles y le hacía alguna advertencia de ordenanza.
Era retórico para gallofear y para peinarse de caracoles, con lo que levantaba sospechas y duendes por donde pasaba. Transformaba las simples corbatas en floripondios, pasmando sus alborotos de almidones y las llevaba despreocupadamente en un cuello verde, azul, rojo, siguiendo la teoría del arco iris y los días de la semana. Camisa no usaba y se cubría las carnes con una chaqueta vieja, lustrosa y negra. El artista componía versos y zapatos, cantaba ópera y se deshacía en virguerías con un cepillo entre las manos. El artista era limpiabotas, honesto y andarín; le llamaban Faisán.
Faisán había nacido de padres titiriteros, en una covachuela de las cercas bajas de la ciudad, junto al río. En invierno se humedecían las paredes y todos los habitantes se acatarraban. A Faisán le quedaba de su infancia una gran hambre de mal mamado y una tos triste, rugosa, que no le dejaba dormir en paz ni en el campo, bajo las estrellas, ni en los catres de las pensiones, que eran para él lujos de invernada. Su industria de limpiabotas le llevaba a conocer tipos muy raros y sabía, desde luego, lo que da de sí la vida y lo mucho y lo poco que hay que trabajar para comer. La afición al arte le venía de raza, como queda dicho; su padre fue un gran alambrista, y su madre daba saltos mortales.
El artista solía salir retratado en los periódicos festivos de la ciudad; recortaba cuidadosamente las fotografías y las caricaturas y las pegaba con esmero en el interior de una maleta de madera, de la flor de su caudal. Un dejo, heredado y social, de degustador, amén de su oficio, le llevaba a las tabernas, donde los clientes le gastaban bromas harto pesadas, que, con buen criterio benedictino, soportaba hasta la exasperación de los chanceros. Faisán nunca perdía su seriedad: ni cuando salía por las calles de hombre anuncio, ni cuando se exhibió, con el rostro tiznado, en una barraca del pim-pam-pum, en el real de la feria; ni siquiera cuando en una becerrada lo sacaron de banderillero con el único y exclusivo fin de que el torillo le moliera a golpes.
Faisán era, desde luego, muy consecuente con sus aficiones: inventaba versos mientras limpiaba zapatos, si se lo pedían; cantaba ópera, si el cliente estaba de buen humor, y tiraba el cepillo al aire, para recogerlo hábilmente, siempre que necesitaba dar garbo a su trabajo. Todo lo cual le valía algunas buenas propinas, que él se apresuraba a cambiar en vino.
Una mala noche lo adobaron a palos. Parecía un viejo hidalgo, tan sereno en su desgracia, con un ojo morado, torcido y perniquebrado, pregonando sus servicios.
Cuando se le preguntaba el porqué de aquello, contestaba como sin darle importancia:
—Envidias profesionales.
El artista contaba con la animadversión de dos rufos de su oficio: Mencía y Lavoz. Lavoz era un mal bicho; fue vendedor de periódicos, y de aquí su remoquete; medio enanorro, medio jorobeta, no tenía meollo más que para hacer daño. Mencía era un gaita.
Faisán no se cansaba de repetir, entre golpe y golpe de bayeta, que Lavoz rebajaba la profesión con labores de tercería. En las polémicas que se suscitaban entre ambos, el concurso de espectadores era numeroso. Lavoz era más directo; Faisán, más elocuente. Los triunfos dialécticos de Faisán reprochando al otro sus alcahueterías y tapujos, se cantaban en bastos sobre sus espaldas en las primeras horas de la madrugada. Mencía y Lavoz, de consuno, le aplicaron el duélete dómine de sus pecados, y el artista se quedaba sin aliento para unos días. Pero ninguna de estas zurras tuvo la importancia de la referida; existían diferencias de matiz y de expresión, de instrumento y de dolor. A Faisán lo baldaron, y de tal hazaña cargaron culpas Mencía y Lavoz. Tuvo necesidad el artista de abogar por ellos delante del dueño de un café y delante también del cabo de municipales, que no se conformaba con la pobre explicación de las tinieblas, que alegaba, caritativo y ridículo. Faisán, con un ojo morado y el otro tuno, pálido, despeinado y el floripondio arrugado como la cresta de los gallos viejos, se sostenía de pie por un prodigio de dignidad. Lavoz disculpó su parte como pudo: él no había sido; la parienta le metió en la cama temprano para no gastar; él era incapaz, y sobre todo tratándose de un compañero, mucho más incapaz. Mentía se hacía el lerdo. Faisán les salvó de la cárcel.
Entre que su salud era poca y el quebranto mucho, Faisán enfermó. En el hospital de San Julián tuvo una cama.
En el hospital hacía las delicias de los enfermos y de las monjas. Contaba triquiñuelas de hambrón y ratonerías golfantes, con voz de bombo roto; contaba anécdotas de su padre y sinvergüenzadas de sus amigos, hasta que las palabras se le tornaban crepusculares, débiles, y una tos cachazuda le traía sangre a los labios y brillos extraños a los ojos. Comía poco y se desahuciaba él mismo invocando la muerte. La muerte era su digna pareja; pero una muerte vieja y fuera de uso.
Mencía y Lavoz fueron a visitar a su colega. Mencía iba de punta en blanco, con el traje de los domingos y camisa azul cerrada, sin cuello; en las manos el oficio no dejaba ver sus huellas más que en la periferia de las uñas. Lavoz llevaba un paquetito con media docena de pasteles. Habíase peinado y afeitado de barbería. El enfermo les sonrió amustiado.
—¿Cómo va la vida, compañero?
Lavoz se derretía:
—Aquí traernos esto —le alargaba los pasteles—. Hay que volver a los ruedos —animaba bronco—. Me ha preguntado don Cipriano por ti, que cuando sanes te pases por su casa, que tiene un no sé para darte.
Faisán estaba ya en el palomar. Mencía y Lavoz andaban remisos al acercarse, porque tenían un miedo atávico y sano de su tisis. El palomar era la estación de espera para el coche de la muerte; los que estaban en él —la buhardilla del hospital— abandonaban toda esperanza de salvación y de recibir visitas. Sin embargo, Faisán tuvo suerte en lo segundo.
Lavoz y Mencía se escaparon en cuanto pudieron. Faisán les vio irse, sin dejar por eso de hablarles y de darles las gracias. Ya habían cerrado la puerta de su diminuta habitación y todavía parloteaba su discurso de condenado que necesita oírse para no morir antes de tiempo de soledad, de tristeza, de mirarse las manos. Luego quedó grave, con la barbilla hundida en el pecho, los ojos como dos estanques vacíos; sin decir nada, sin transparentar nada. Y comenzó a cantar con todas sus fuerzas, energuménicamente.
El médico habíale recomendado que no se fatigara hablando. Cuando entró la monja lo encontró medio incorporado, con una sonrisa estúpida en los labios y un gran floripondio que le nacía en el pecho y se extendía por el embozo de la sábana, por la colcha; sin duda ninguna, el floripondio más hermoso de su vida, que ya era el de su muerte.
Por el ventanuco huía la primavera de la luz, y la habitación se le iba llenando de sombras, de personajes. A Faisán le parecía que toda su existencia estaba resumida allí, y no se engañaba: los arrieros navarros, los afiladores de Galicia, los amigos, los cafés, las tabernas, la Guardia Civil. Entonces volvió a echarse tranquilamente, para dialogar con ellos, para que se riesen de su floripondio, para contarles aventuras, mentiras hermosas, que cuando se dicen dan serenidad.
El buen cura del hospital llegó tarde.
Al entierro del artista asistió mucha gente; unos por tipismo ciudadano; quien, arrastrado por el espectáculo; muchos, por nada. Fue a las doce y media de la mañana. Lucía un sol espléndido. La ciudad estaba alegre, inexplicablemente alegre. Se charlaba animadamente en la comitiva, desperezándose el concurso de preocupaciones. En la presidencia del duelo, a ambos lados del capellán de San Julián, figuraban Mencía y Lavoz, los más allegados. De la familia de Faisán no se encontró ni rastro, bien porque se hubieran muerto antes, bien porque hubieran mejorado de posición, que todo es posible en la vida. Mencía y Lavoz se habían teñido los zapatos de negro y los llevaban brillantes, bailarines y propaganderos; iban muy compuestos y ensimismados.
Quedaron de a pie el cura y los tunantes, y en el coche —un viejo Renault carrozado barrocamente—, el difunto, y el conductor y su ayudante: dos rostros siniestros y encerados.
Largo se les hizo a Mencía y Lavoz el camino al cementerio, y acabaron por decirle al cura que a ellos les cumplía un vasito y que se paraban a tomarlo en una taberna que les pillaba de paso. Y nunca pilló mejor el vino a dos amigos que en aquella ocasión. Remolonearon algo en torno de los vasos, con la conciencia dando campanadas de que el abandonar a un compañero estaba mal del todo. Y después de un buen rato salieron hacia el campo santo. Para entonces ya había dicho el cura su responso, y cuatro disciplinados sepultureros bajaban el cajón con Faisán, por medio de cuerdas, hasta el fondo de una tumba cavada en húmeda tierra llena de lombrices.
Después, los cuatro sepultureros, con las manos sucias, se comieron una tortilla de patatas, un pan tremendo y se bebieron dos botellas de mostagán, porque se les pasaba la hora de almorzar. Aquellos cuatro hombres parecían gusanos gigantes nacidos de la tumba de Faisán.
Por la carretera se acercaban hacia el cementerio Mencía y Lavoz; se encontraron con el padre, que volvía a la ciudad, y les dio la noticia de la terminación del enterramiento. Mencía y Lavoz se pusieron de acuerdo en llegarse hasta un pueblecillo cercano, del que corría fama de tener los mejores y más picantes platos de callos de los contornos. Y así lo hicieron.
Cuando al atardecer regresaron, al aire de sus pecados, cantaron al pasar el cementerio unas coplas en honor del amigo, del artista llamado Faisán.