La vuelta al mundo

El perro se rascó cansada y dificultosamente tras las orejas y volvió a tenderse adormilado; estaba muy gordo y tenía mal pelo. Los dados en el cristal del parchís producían sonidos agudos y vibrantes acompañados del agraz trino de las fichas al ser corridas. Sobre la mesa de camilla una lámpara de porcelana, con los bordes rizados y fileteados de oro, recogía la luz. Las manos y los rostros de los dos jugadores se movían, empastados en la rósea claridad, lentamente, y se confundían en manchas luminosas de carnal serenidad. Fuera llovía, y el tacto de noviembre en la ventana acariciaba la sensibilidad cruel de los protegidos. La casa, el juego, la cálida penumbra, la modorra crujiente de los muebles vivificados por los años, el respirar sosegado del perro y la vela tránsfuga del pez rojo de aguas templadas contando, segundo a segundo, zigzag a zigzag, la paz en su bombona, desvaían la existencia de los dos jugadores comenzando su ostrario anochecer.

—En este momento han soltado amarras. Ahora pita. El primer oficial es el que lleva la maniobra. Bien, nos esperan quince días de mar.

La voz de Eusebio era poco más que un fuerte respirar. Había hablado como entre sueños, sin esperar respuesta, pero no para sí.

—¿Qué hora es? —preguntó Clara, y su tono doméstico, suave y fatigado, suponía una aceptación de la aventura.

—Las seis y media. A las siete en mar libre. A las siete y tres cuartos con el faro de Chester.

Clara jugaba con las fichas amarillas y verdes; Eusebio lo hacía con las rojas y azules. Clara refugió sus manos en las faldas de la mesa.

—No es un buen cargamento —afirmó Clara.

—No lo es. Un capitán viejo sólo tiene buenos cargamentos de vez en cuando. Pero prefiero éste que ninguno. Juegas tú...

—Me parece que te toca a ti. ¿Cambiará el tiempo?

—No, hasta doblar Finisterre, o puede que más adelante.

Balanceaba el cubilete entre los dedos esperando que su mujer terminara de contar la jugada. La bombilla, al reflejarse en el cristal, borraba las cuatro flechas de colores, unidas y mellizas.

—Este viaje no quiero que me traigas cosas raras – dijo—. El mono me destrozó los colchones.

—Ya, ya, pero comprende, Clara... En los puertos de África no hay almacenes ni bazares que vendan las cosas que a ti te interesan.

El perro inició un viaje sonámbulo hacia la rendija de la puerta. Husmeó y no pudo regresar. Se tendió y fue una sombra densa, mate, blanca, que latía en la transparente oscuridad.

—Alberta me dijo que estaría aquí a las seis y media —advirtió Clara.

—No vendrá. Juega.

—¿Por qué no vendrá?

—Se aburre.

—¿Tú crees?

—Juega, juega.

Eusebio liaba los cigarrillos ayudándose de una esterica. Fue una pausa que sirvió a Clara para entornar los párpados, heridos los ojos del reflejo de la bombilla. Tuvo treinta segundos de ensimismamiento y la voz de Eusebio la arrancó dolorosamente de su regazo mental.

—Mariano es todo un carácter —dijo Eusebio—. ¿Qué te parece que hizo en San Francisco?

—¿Mariano, el que estuvo de segundo en el Isla de Panay, o Mariano el de cabotaje?

—¡Quién va a ser! En el cabotaje... bueno, en el cabotaje no tiene un hombre que enseñar las agallas.

—Mariano el del Isla de Panay —concedió suspiradamente Clara.

—El del Isla de Panay —afirmó con furia Eusebio— y el del Libertad y de otros veinte barcos más. Bueno, pues tiró al contramaestre por la borda. ¿Qué te parece?

—No sé.

—Siempre ha sido así, vivo de genio, con un carácter muy duro. Ha cambiado de compañía muchas veces.

—¿En qué barco va ahora?

Eusebio miró a su mujer de hito en hito, apretó los labios y silabeadamente dijo:

—En ninguno. Murió hace treinta años, en marzo de mil novecientos veintiuno. Murió en Buenos Aires; lo cazaron en una borrachera.

El humo del cigarrillo envolvía a los dos. Jugaban sin interés, pero no mecánicamente. Jugar al parchís era una función natural que cumplían al mismo tiempo que se concentraban en su segundo Juego.

—¿Por qué no dices algo? —preguntó Eusebio.

—¿Qué quieres que diga?

—Dime una mentira. Dime con admiración: ¡Fue un eran tipo!

—Fue un gran tipo ese Mariano.

—Sí, un gran tipo. Pegaba a su mujer, ¿lo sabías?

—No.

—Pues sí, la pegaba. Brutalmente. Luego nos lo contaba en el bar. También contaba otras cosas.

—Te toca a ti.

—Seis y vuelvo a tirar.

Se oyeron pasos en la escalera y crujió el barandado; el perro levantó un instante la cabeza. Los pasos resonaron en la habitación como si alguien caminara por el aire de ella sobre una invisible tarima, y ascendieron por las paredes al techo y allí se reposaron. Luego los dos jugadores movieron al mismo tiempo los cubiletes, y Clara dijo:

—¿Qué hora será?

—No vendrá.

—Dijo que a las seis y media.

—Se aburre.

—Todavía puede venir.

—No.

Clara agitó las manos y el dado saltó del cubilete y cayó al suelo.

—Voy yo —dijo Eusebio.

Y mientras recogía el dado caído preguntó:

—¿Un río muy profundo, muy largo y muy ancho?

—No tengo ganas.

—En América.

—Por favor, Eusebio.

—En América del Sur. Piénsalo.

—El Amazonas.

—No. Piénsalo.

—El Orinoco.

—Bien. Un vasco llamado Urriz se perdió en él y se lo comieron las pirañas. Su esqueleto apareció en un cañaveral.

—¿Era un hombre alto y fuerte?

—No. Era fuerte y bajo. Algo rubio. Estaba casado con una muchacha de Zamora y se marchó con ella a América.

—Ella lo dejó, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? Sí, le dejó y él se fue Orinoco arriba y se lo comieron las pirañas. Una historia ridícula. ¿Te la cuento?

—No, Eusebio.

Clara tomó un súbito interés por la partida de parchís.

—Ésta la tengo ganada.

—Puedes no sacar un cinco en varias tiradas.

Clara agitó el cubilete. Un cinco. Se levantó de la mesa y fue la cocina.

Eusebio estuvo unos momentos contemplando las fichas. Las ordenó y las desordenó; las colocó por colores e intentó construir un pequeño arco. Al fin las echó en los cubiletes.

—Clara —llamó—, ¿qué te parece ir al cine?

—Prefiero el café.

—Es pronto para el café.

—Con el mal tiempo es preferible ir un rato al café y acostarnos temprano.

—Bueno.

Sonó el timbre del teléfono. Era Alberta. Eusebio habló con ella hasta que llegó Clara de la cocina y le arrebató el aparato.

—Vamos a ir al café —dijo Clara— y si quieres te esperamos allí... Bien, entonces te esperamos... ¿Cómo no has venido esta tarde? Podías haber cenado con nosotros... Entonces en el café dentro de tres cuartos de hora... ¿Qué hora es, Eusebio?

—Las siete y media.

—Entonces de ocho y cuarto a ocho y media... Hasta luego, Alberta.

—Voy a comprarme el periódico —dijo Eusebio— y en seguida subo.

—¿Para qué? Lo compras cuando salgamos.

—Quiero enterarme de lo que sucede mientras haces la cena.

—¿Para qué? Lo que interesa te lo contarán en la tertulia.

Clara desapareció hacia la cocina. Eusebio se acercó al perro y le dio ligeramente con el pie.

—Vete.

El perro se arrastró hacia la cocina y Eusebio entró en una pequeña habitación en la que apenas cabía una mesa de despacho y un armario de chabacano estilo Renacimiento. Encendió la luz. Las paredes estaban cubiertas de fotografías que daban un espejeo de charol. Eusebio se contempló en ellas. «Un capitán viejo sólo tiene buenos cargamentos de vez en cuando. Pero prefiero éste que ninguno... No hasta doblar Finisterre o puede que más adelante.» Vestido de frac y con capa y espada y de campesino con chaleco y faja, y de gomoso con monóculo y de mayordomo y... Recordó las palabras de ayer que le gustaba decir. Pensó en el regusto de vivir trágicamente sin peligro y como en un sueño, de manera que todo se pudiera arreglar de inmediato y todo se pudiera borrar despertando. Y el gozo de ser cruel puerilmente, ser el eco de la crueldad. Se pasó las manos por el rostro incapaz ya de sostener un gesto, terriblemente fatigado y marchito pero donde había estado el mundo: la malicia cuando sonreía a medias; la más repugnante lascivia cuando se humedecía los labios con la punta de la lengua y los fingía bembones, conteniendo un poco el aire; las cejas de la seducción, casi diabólicas, con sólo enarcarlas; la voluntad y la ambición en su mentón. Y en la mirada la dulzura y la ansiedad, el gozo y la furia, la obediencia y el odio... Pidió agua caliente a Clara. Fue al pequeño cuarto de baño para afeitarse.

En el espejo su rostro era una mancha conocida y maleable en la que ensayó a modelar los gestos de ayer.

«—En ninguno. Murió hace treinta años, en marzo de mil novecientos veintiuno. Murió en Buenos Aires; lo cazaron en una borrachera.»

—¿Qué dices? —gritó Clara.

—Nada, nada.

Eusebio bajó la voz.

«—Pues sí, la pegaba brutalmente. Luego nos lo contaba en el bar...»

Le dolían los músculos de la frente y la ceja enarcada cayó a su posición de melancolía. Se afeitó cuidadosamente con la navaja de cachas de hueso, amarillas y resquebrajadas. Se palmeó con una loción la cara, blanda, suave, distendida como una bolsa vieja.

—Ya está la cena —gritó Clara.

Volvió la cabeza y por la puerta vio caminar a pasos cortos, los pies en zapatillas de fieltro, a su mujer, que llevaba la cena a la habitación, al último escenario.

—Voy —dijo.

Clara le parecía cada día más pequeña. Ya no recordaba a Clara ni cuando miraba a las fotografías de la juventud. Ya no recordaba a Alberta ni toda su historia mágica, porque hacía mucho tiempo, y su rostro había cambiado y era otra mujer. Una mujer con un gato eunuco y viejo como su propio perro, que vivía sola e iba al café o llegaba tiritando en los anocheceres de invierno.

—La cena está servida, Eusebio. Date prisa que nos esperan para ir al teatro —dijo Clara, y se fue arrastrando los pies hacia la cocina en busca del salero.

—No, por favor, Clara —se quejó Eusebio.

—Podrás ver a Alberta en su palco. En fin, te perdono y te comprendo.

—No.

Se sentaron frente a frente.

—¿No tienes apetito? —preguntó Clara.

—No.

—Debes comer. A nuestra edad hay que comer mucho.

—¿A nuestra edad?

—El cuerpo no tiene reservas.

Pensó que la memoria tampoco tenía reservas. Nadie vivía de recuerdos. Tenía que aceptar la comida, como los escalofríos del mal tiempo y el rostro impasible de Clara y la cabeza blanca y la mirada húmeda de Alberta.

—No tiene reservas —dijo.

El perro dormitaba esperando su turno. El pez rojo de aguas templadas daba vueltas en su bombona. La lluvia de noviembre había cesado.

—Hoy hará frío —dijo Clara— y conviene que nos acostemos pronto.

—Tienes razón.

—Debes abrigarte la garganta y fumar menos.

—Sí.

—Recuerda el catarro del invierno pasado.

Era de las pocas cosas que podía recordar, con cierta intensidad, de los últimos años.

(1961)
Cuentos 1949-1969
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