VI

Entre tanto, Pío, con dos de sus amigos, bebe de una botella con caña a pequeños tragos y charla a retazos. Casa de Floro es una taberna desamparada con un mostradorcillo, una anaquelería de botellas vacías y un banco que corre toda la pared, pintada al temple. Floro es amigo hasta cierto punto de Pío. El punto donde la amistad necesita pasaporte es el de las consumiciones. Sin pasaporte no hay amistad. No hay consumiciones y hay o puede haber altercado. Floro es así y ¡qué se le va a hacer! Pero Pío tiene sus trucos.

Trucos de pasamelrío se llaman los que emplea Pío. Se llega sonriente a la taberna y pide vino. Floro lo examina a conciencia. Continúa la sonrisa inocente de Pío y frotándose las manos, como no dándole importancia, viene a decir: «Hoy estoy contento. Acabo de hacer un trabajillo y le he quitado dos durejos.» Inmediatamente añade, porque luego será ella si esos dos dichos durejos no aparecen: «Esta tarde tengo que pasar a cobrarlos, así que sácame medio litro a cuenta hasta luego.» Floro refunfuña, pero ya no hay caso. El punto fronterizo está pasado. Pío gana terreno al tabernero. Pío ha pasado el río, sin mojarse siquiera las suelas de su dignidad.

Ahora Pío charla con sus amigos, y Floro, con los codos apoyados en el mostrador y la cabeza sostenida entre las manos escucha atentamente, casi con unción. Pío, como lo tenía estudiado, corre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha por las mejillas recién afeitadas.

—Pues sí, uno cumple hoy cincuenta y nueve..., uno va ya para Villavieja... Si uno fuera más joven, quién sabe lo que haría uno.

El tono impersonal gusta tanto a Pío, cuando se siente escuchado, que parece desprenderse de sí, o irse a distancia, hacerse tertulia y aun celebrarse.

—Hoy me dije, Pío, digo ¿a que no sabes lo que haría en tu caso para festejar tu cumpleaños? Iría a casa de Floro, convidaría a una botella a los amigos, que bien se lo merecen porque son amigos de verdad. Amigos de los que se encuentran pocos, y después, a comer. ¿Qué tal una ensalada para empezar? Pues una ensaladita con sus cosas, y, en fin, su aliño como está mandado. Y luego a trajelar un guisado de cordero. Pan, vino, fruta, y a vivir.

Los amigos de Pío asienten, segregando ácidos. Floro se pone en trance. Pío continúa.

—Y para terminar, un cafetito, una copita, y, si se tercia, pues, dos o tres o las que hagan falta, un purito y ancha es Castilla.

Pío enmudece repentinamente. Hay una pausa terrible. Los pensamientos de todos se refugian en el menú tan soberanamente descrito. Un tentáculo de tristeza les aprieta por la cintura. El orador se palmea primeramente los muslos para luego apoderarse de la botella de vino. Echa un trago, se pasa el dorso de la mano por los labios, y, a continuación, se duele aquí del tiempo que le ha tocado vivir.

—Eso cuesta un trigal —mueve la cabeza—. Hace falta ser ministro. Hoy por hoy se tiene uno que contentar con la ensalada sin demasiadas cosas y su cocidito. Y que no falte.

Ceremoniosamente los amigos colocan su amén a la brillante oración.

—Y que no falte.

La conversación va a coger otros derroteros. Se va a hablar de trabajo.

Antes se podía hablar de toros, pero hace ya tanto tiempo que ellos no pisan una plaza, que hablar por lo que dicen los periódicos —todo es propaganda y nada más que propaganda— es tonto, absurdo. Y en tal caso preferible es charlar de trabajo.

Para hablar de trabajo hay que fumar. Uno de los amigos saca un sobre azul, con el membrete de una oficina del Estado. En el sobre diversas especies de tabaco intercambian aromas.

—¿Un cigarrito?

—Bienvenido sea. Estoy sin echar humo toda la mañana.

Floro no desea fumar. Es un fumador delicado y el tabaco del sobre azul no le causa ninguna buena impresión. Se abstiene.

—¿Tú, Floro?

—Ahora no. Muchas gracias.

—Es bueno, hombre, aquí hay de todo.

—No, muchas gracias.

Pío y sus amigos no son precisamente unos cochinos escrupulosos. Saben que muchos señoritos de esos que compran el tabaco manufacturado en los cafés fuman lo que ellos, y para fumar lo que ellos, sabiendo prepararlo, es preferible fumar del que uno se apaña. Pío y sus amigos elaboran los cigarrillos con una sombra de taciturnidad por los ojos, porque hacer un pitillo es como resolver una cuenta: necesita seriedad, meditación y saliva.

Las primeras bocanadas suelen transportar a Pío lejos de donde se encuentra. Su lenguaje, aunque no muy escogido, sí es expresivo, porque dice:

—Tras un trago, un pitillo, teta pura.

Y se pasa la lengua por los labios y vuelve el inferior, dejando al descubierto las pocas piezas dentales —piezas dentales o simplemente huesos las llama él, que es un hombre a ratos instruido, según sus amigos —que le quedan en la mandíbula inferior. Dientes altos, solitarios, musgueados como monolitos.

La conversación estalla en un galimatías debido a la inexorable dialéctica de Pío.

—Se debe trabajar. Uno debe trabajar porque la vida es eso y no otra cosa. Y el que no trabaja, no come, ni puede vivir. Porque el que no trabaja no tiene derecho a la vida.

Y proclama con un cinismo arrebatador:

—Si uno no trabajara, ¿qué sería de uno? ¿Que se anda mal de trabajo? Esto es otro cantar. Esto no quiere decir nada. Se busca, que para eso son los hombres. Uno se busca la vida porque es su derecho, y el que tiene su derecho puede ir con la frente muy alta, porque es muy hombre y muy honrado.

A Floro no le interesaba demasiado la disertación sobre los valores espirituales y de toda índole que el trabajo aumenta en el hombre.

Floro prefería la conversación intrascendente, amable y distraída.

Los amigos de Pío y aun el mismo Pío parecían ser de su misma opinión, por lo que el tema trabajo dio paso rápidamente al más interesante tema meteorológico. Ya uno de los amigos había dicho la frase que arrojaría, al hacerse espada llameante, a Pío y su familia del solar donde sus tres nietecitos, en este momento, han descuartizado de común acuerdo la rana.

La frase fue: «Creo que van a comenzar a construir por este barrio.» Luego alguien susurró: «A cincuenta kilómetros de aquí, en los saltos de la Cañada, he oído que están pagando jornales muy altos y además dan casa.»

El susurro se introdujo en el pabellón auditivo derecho de Pío como un mosquito y le empezó a molestar y a profundizarle, tal que un berbiquí, hasta el cerebro.

Hablaron del bochorno, de las tormentas, de cosechas arrasadas, de cosechas grandes y maravillosas.

El día 27 de abril, cumpleaños cincuenta y nueve de Pío, una frase, al parecer sin importancia, y un susurro sin duda ninguna diabólico, sirvió de fermento para la decisión exodista de los habitantes del Paraíso.

Cuentos 1949-1969
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