Para los restos
Título inicial: «Arqueología», Guía, octubre de 1951.
El campo de los alrededores de la ciudad huele a leche agria. Crecen en los linderos de las tierras cultivadas la avena mala, los cardos y las amapolas. Blanquean por las colinas senderos de amor ilícito, cortados por titubeantes convoyes de hormigas que transportan granos, pajitas, cadáveres de gusanillos. La tarde oscurece en las últimas fachadas. Sangran, en el recorte de las lejanas montañas, viñas de uva negra. Fatigan el paisaje nubes de tormenta parpadeantes de relámpagos. Relevan los murciélagos a las golondrinas. Viento solano, mareante, que ruboriza las mejillas y dicen que apresura estados críticos femeninos, adelanta por la carretera de oriente. Cantan mal los grillos y en una acequia eructa un sapo. La tarde se acaba con un apagado toque de campanas, de campanas enfundadas en el almohadillado presagio de la tronada. Las abuelas y las tías solteras ronzan la letanía. Un cura, sentado en una sillita baja, en el mirador de su casa, ha cerrado el breviario. Se infla el visillo en la ventana abierta. Entra el cura en su modesto comedor y enciende la lámpara, con flecos verdes, que da una luz de hace treinta años. Abre el periódico y comienza a leer: «La guerra de Laos ha entrado en su fase final.» Le repican en la cabeza los pensamientos de domingo: «En correos recogen a las ocho y media; en el Suizo bailan las sirvientas; en la taberna de Bolín no hay formalidad.» Don Francisco José Daimiel es vecino del presbítero. Don Francisco José se asoma a su balcón que da sobre el campo. Un rumor le llega, a veces descompuesto en ruido de automóviles, en el bufar de un tren en maniobras, en canciones con sordina de excursionistas, en voces de ciclistas retornando a la ciudad, en el sonido faldero de las hojas de los árboles movidas por el viento. Hay focos por el campo.
Don Francisco José tose y se descuelga elegantemente, doctamente, las gafas. Una mucosidad le brilla en la punta de la nariz. Hace un momento ha dejado de trabajar. Melancólico, se retira, para sentarse en un sillón. La Arqueología le aburre, su señora hermana le martiriza. Sopla.
El sillón tiene un muelle roto. Don Francisco José siente el muelle casquivano en sus posaderas. Procura acomodarse lo mejor posible. Escucha las despedidas de las amigas de su hermana: besos sonoros como bofetadas. El sillón tiene un muelle roto. Lo rompió, hace no sé cuánto tiempo, un sobrinito travieso, juguetón, inaguantable, hijo de otra hermana, doña Segunda, casada con un señor de la Renfe. El sobrinito puede que haya entrado en quintas. El sillón tiene un muelle roto.
Las nueve es buena hora para cenar. La hermana viuda y sin hijos que vive con don Francisco José ha despedido la tertulia de amigas de la infancia. Se llama Engracia. Su altura, su delgadez, su fealdad, su manía de chismorrear la hacen antipática. Habla de un modo cortante, mandón, pedagógico. Su voz latiguea por el pasillo:
—Francisco, Francisco.
—¿Qué, Engracia?
—La cena.
—Ya voy.
Don Francisco José se levanta del sillón; el muelle cruje. Don Francisco José es alto, orejudo, afilado de cara. Tiene algo de esquina. Viste de negro tirando a verde, como del color de las aceitunas a punto de madurar. El poco pelo que le queda le hace un remolino, de un blanco grisáceo de cal mojada, sobre la frente en martillo. Don Francisco José está de profesor en el Instituto. Se le echó la edad encima antes de poder ganar una cátedra. Por otra parte, temió siempre tener que abandonar su ciudad. Anda zanquilargo, inclinado, despacio. Entra en el comedor como un fantasma. Colgados en el comedor hay unos cromos de unos molinos franceses. El aparador no hace juego con la mesa. Don Francisco José toma todas las noches sopa de ajo, que le arregla el vientre y le hace andar como un reloj. Entre cucharada y cucharada la conversación deviene trascendente.
—He visto a Segunda con sus hijos —dice doña Engracia.
—¿Y qué?
—Nada, que el mayor parece que acabará la carrera este año.
—Ya era hora. ¡Ese chico!
—Claro, le han consentido tanto. ¡Como su padre no se preocupa, pues ella, la pobre, no puede meterlos en vereda!
Doña Segunda y doña Dolores (ausente) son las hermanas que han hecho tío a don Francisco José. Doña Dolores vive en Canarias, casada con un militar. Don Francisco José se pasa la servilleta por los descoloridos labios y pregunta:
—¿Por qué no viene por aquí Segunda?
—Mira: la familia, cuanto más lejos, mejor.
—Mujer, pero de vez en cuando...
—Déjalos. Allá ellos. Ya viste, cuando murió papá, cómo se descolgaron todos.
—Sí, sí, pero alguna vez no estaría mal que se dieran una vuelta, ¿no te parece?
Doña Engracia no se digna contestarle. Hay un silencio en que se oye el vuelo de un mosquito que, insistentemente, busca las manos, largas y anchas como peinetas de fiesta, de doña Engracia. Plaf, plaf. Mas el mosquito se ha salvado y se posa cerca de don Francisco José, que no gusta de la caza.
—Dale con la servilleta, Francisco.
—Se escapó.
—¡Qué torpeza! Todo esto es por dejar las ventanas abiertas.
—Engracia, es el verano que se aproxima.
Don Francisco José come poco. Está a régimen. Tiene que cuidarse, porque padece dos extrañas enfermedades. Además, don Francisco José no es un chaval. La cena termina con un café con leche y algunos comentarios hechos desmadejadamente.
Doña Engracia revienta de noticias; de noticias envenenadas, exageradas, dadas en tono bajo y confesional, que el coro de amigas ha empollado, brujas cluecas, en el aquelarre dominguero. Doña Engracia ha esperado a estar sentada, con las gafas en la punta de la nariz, bajo la lámpara zancuda, tejiendo un jersey con destino a la Sociedad de Damas en pro de la Caridad, para empañar de horrores el alma sencilla de su hermano. Doña Engracia, con siniestra alegría, comienza su retahíla de cuenticos y calamidades. Don Francisco José siente una araña en la boca del estómago.
—La hija de Úrsula ha tenido el quinto niño, y su marido sigue con el sueldo de hambre que le da don Cayetano. En esa casa no sé qué van a comer, estando como está la vida.
Don Francisco José siente que la araña le corre por el estómago. Su señora hermana se repantiga, feliz.
—Parece que los Carranza ya no tienen nada que vender. Anteayer llevaron a empeñar las arras. Me lo ha dicho Conchita. Desde luego, bien merecido lo tienen. Tanto tirar de la manta. Pero qué se creían, ¿que su padre era un Rochil?
Don Francisco José sufre el subir y bajar de la araña desde la garganta hasta el fondo de su estómago. Su hermana le desazona. Para compensarse enciende un cigarrillo. De la calle llegan algodonados gritos de borrachos. Doña Engracia cuenta los puntos: «Cincuenta y cinco y treinta y dos al bies.» Se encocora con el humo:
—¡Uf, qué humazo!
—No me voy a ir a fumar a la calle.
—No, si no digo nada.
Hay una pausa. Suenan las diez y media. Don Francisco José mira cariñosamente el reloj, pensando que al acabar el cigarrillo se irá a dormir. La hermana destila veneno.
—El que ya no tiene remedio es Elizondo, el sastre. Dicen que se muere. Ayer le dieron el viático. Lo que habrá sufrido ese hombre. Lo ha matado su mujer, lo ha matado. ¡Ésa es más mala! (Aprieta doña Engracia los dientes sintiendo no tenerla allí para devorarla.) ¡Fíjate si será, que...!
Don Francisco José no la escucha. La cena le ha sentado incomprensiblemente mal. Una náusea espantosa le invade. Don Francisco José se escapa del comedor. En el campo, los grillos afilan la noche. El sapo, en la acequia seca, hincha los papos de trombón mayor. Se oye el claxon de un automóvil fantasma. Se derrumba como una piedra por un terraplén el primer trueno. En la ciudad hay silencio. Mañana es día de trabajo.
Doña Segunda y sus tres hijos han venido a visitar a don Francisco José. Son las cinco de la tarde. El sol se filtra por la persiana, chorreando polvillo. Don Francisco José está lleno de piedras: lleno el cerebro de piedras antiguas, llena la piel de piedras. Don Francisco José, profesor de Historia de España en el Instituto y arqueólogo notable de la ciudad, es una verdadera ruina.
Los hijos de doña Segunda hablan con su tío, que cabecea febril. El mayor se llama Luis, es soldado y casi perito mecánico. El segundo se llama Alfonso, y le faltan un diente y la reválida. El tercero estudia la práctica carrera de Comercio, y es algo bruto. Se llama Pepito, aunque en su casa le dicen Modreguito.
Doña Segunda y doña Engracia, en una habitación pared por medio, riñen escandalosamente. Luis hace preguntas necias a su tío.
—Tío, tú, cuando serviste, ¿a qué Arma te mandaron?
—A ingenieros.
—Oye, ¿y lo pasaste mal?
—Psch.
Alfonso interviene. Le ronca la voz adolescente:
—Yo quiero ser militar, como el tío Pedro. No se gana mucho, pero se vive bien.
Modreguito se mete un dedo en la nariz y luego lo pasa por la colcha de la cama:
—Pues a mí me gustaría ser aviador.
Don Francisco José le mira con sus ojos acuosos; luego ironiza:
—¿Chófer de avión, Pepito?
Luis desprecia las profesiones nacidas de la infantilidad de sus hermanos. No les hace caso. Quiere a todo trance que el tío se ocupe de su conversación sobre la vida de cuartel.
—El otro día hicimos una marcha de lo menos cuarenta kilómetros.
—¿Y adonde fuisteis?
—Fuimos hasta el pueblo de Lema.
—Pues si a ese pueblo no hay diez kilómetros...
—Bueno; diez de ida y diez de vuelta, veinte. Y luego que nos perdimos porque fuimos a campo traviesa.
Doña Segunda entra seguida de doña Engracia. Sonríen falsamente disimulando ambas el altercado que han tenido.
—Dejad al tío, que está cansado. ¿Cómo te encuentras, Francisco?
Don Francisco José hace un vago gesto, queriendo significar que se encuentra peor de lo que suponen sus hermanas.
—Y el médico, ¿qué te ha dicho?
—Poca cosa.
—¿Y por qué no llamas a otro?
Don Francisco José tuerce la boca.
—Todos son iguales. Esto me parece que no tiene remedio.
—¡Qué tontería, Francisco! Siempre con tu pesimismo.
—Sí, sí...
Modreguito revuelve en unas piedras que hay en una repisa. Doña Engracia le llama:
—Pepito, deja eso.
Doña Segunda vuelve la cabeza.
—Pepito, deja eso, que lo puedes romper.
Doña Segunda tiene metida en la cabeza la idea de que sus hijos son como los bárbaros. «Lo mismo da un vaso que una piedra; todo lo destrozan», añade:
—Estáte formal o se lo diré a tu padre.
Modreguito se sienta aburrido y comienza de nuevo su delicada labor de zapa y mina en la nariz. Doña Engracia frunce el entrecejo y estira la boca de asco.
—Bueno, Francisco —dice doña Segunda—, nosotros nos vamos. Vendré pasado mañana.
—Bueno.
—Pues adiós, y a ver si levantas esos ánimos. Que lo que tú necesitas es eso, levantar los ánimos.
Don Francisco José inclina la cabeza.
—Puede, Segunda.
Doña Segunda reclama a sus hijos:
—Chicos, despediros de vuestro tío.
Luis le da la mano a don Francisco José. Alfonso le da la mano y un beso. Modreguito le besa apasionadamente, echándose casi sobre él. Doña Segunda le besa con remilgo en las dos ex mejillas, ahora profundísimos pozos. Y salen todos de la habitación.
—Adiós, Francisco.
El enfermo levanta la mano en última despedida. Se cierra la puerta.
Doña Segunda da consejos a su hermana.
—Está muy malo. Si pasa algo nos llamas al instante. No creo que dure mucho. Esa úlcera en los intestinos no tiene remedio. Además, está todo hinchado. ¡Qué horror esas piedras en las piernas!
—Ayer le sacamos tres.
—¡Qué barbaridad! De no verlo, no se cree. Cuídale mucho, Engracia, cuídale mucho.
Rozan sus caras. Los muchachos se despiden, correctos, y un poco atemorizados de lo que oyen.
—Adiós, Engracia... Adiós, tía.
—Adiós, Segunda... Adiós, chicos.
Por la noche, don Francisco José empeora. Acaba de entrar el médico en la casa. Por el pasillo habla, sin esperanzas, a doña Engracia.
—Mire usted, se hará lo que se pueda; hasta donde la ciencia alcance. Pero me parece que ya no hay remedio. Es un organismo muy gastado. El corazón, como le dije el otro día, no le responde bien.
—¡Ay, pobre Francisco!
—¡Cálmese! Se hará lo que se pueda.
—¿Y será conveniente llamar a un sacerdote?
—Hágalo. Porque esté preparado no se pierde nada.
En la habitación, don Francisco José está como desmayado. El doctor le coge la muñeca. La mano de don Francisco José aparece llena de verrugas. El doctor se vuelve a doña Engracia.
—Esto se acaba. Llame pronto a un sacerdote. Nerviosa, doña Engracia pregunta sin ton ni son:
—¿A quién?
—A un sacerdote, de prisa.
—Voy a llamar a nuestro vecino.
—Mejor será.
En la cocina, la sirvienta prepara café, cuando entra doña Engracia.
—Vaya a casa de mi hermana y que vengan en seguida.
—Voy, señora.
—Yo paso a avisar a don Andrés.
Salen. La cocina queda sola, a oscuras. El hornillo arroja un espectro de llamas sobre el suelo de baldosas. El puchero del café tamborilea, hirviendo. Una cucaracha corretea alocada por la mesa blanca. Después, una tras otra, va apareciendo el ejército negro. Suben y bajan por las patas de la mesa, por la cocina, por los vasares. Un rayo de luz eléctrica se cuela, fisgón, por la rendija de la puerta. En la ventana que da al patio hay claridad de luna, de la última luna de julio. En la habitación de don Francisco José, la lámpara, velada con un pañuelo rojo, entenebrece los rincones.
Se acabaron las misas gregorianas. Se acabó todo. Es domingo y doña Engracia está con sus amigas cotorreando. Las amigas se preguntan y se responden ilógicamente. Doña Engracia habla de su hermano.
—Francisco era muy bueno. Nos entendíamos muy bien. Si no hubiera sido por el amor que tenía a esta ciudad y por la dichosa Arqueología, que lo traía loco, hubiera sido en la vida algo importante.
Una amiga intervenía:
—Fue una pena.
Doña Engracia seguía:
—Y luego, su muerte. Lo que sufrió el pobre. Todo el cuerpo lleno de piedras. Cuando le amortajamos le sacamos más de una docena de los pies. Las tengo guardadas.
Un como geiser de curiosidad brota impetuoso.
—¡Qué horror...! ¡Qué cosas ocurren...! De las cosas que puede morirse una.
Doña Engracia abre su buró.
—Aquí las tengo.
Las piedrecillas, grises, llenan un tubo de aspirina. Se lo pasan de mano en mano. Se enseñan el alma de don Francisco José. Un alma arqueológica. Un alma sencilla. Un alma prisionera en un tubo de vidrio, entre las manos terribles, largas, como de bieldo infernal de doña Engracia. Las amigas se asombran, se escalofrían, se espeluznan. Una alegría interior, demoníaca, les baila en los ojos. Gozan sufriendo, temiendo. El alma de don Francisco José, al que la Arqueología le aburría y doña Engracia martirizaba, pasa de mano en mano. En el tubo de aspirina hay doce piedras, doce piedras como doce campanadas, que sirven en este aquelarre dominguero para principiar conversaciones de brujas.