IX
Don Matías Cerro, después de dos semanas de intensos debates familiares, no se sentía con suficiente fuerza moral para discutir detalles de la boda de Leonorcita. Había entrado en conocimiento de los antecedentes gracias a la habilidad oratoria de su hija, que zigzagueaba entre los denuestos maternos, culpando de todo a doña Leonor. Don Matías fue un testigo imparcial, porque tanto le dolía la reprobable conducta de la madre como la culpable inconsciencia de la hija. Pero don Matías no llegó a ser jurado porque nadie le pidió su opinión y tampoco alcanzó los laureles del heroísmo más abnegado porque huyó siempre que pudo del campo de batalla. Mas don Matías estuvo durante las dos semanas al borde del mareo, de la náusea y de la deserción definitiva de sus deberes de padre de familia, mal avenida, pero familia al fin. A don Matías Cerro el sastre acabó de marearlo y confundirlo. Doña Leonor le había comunicado que a la boda asistiría de chaqué. Don Matías no hizo la menor tentativa de rebelión. Pensó que si su mujer había dicho chaqué, iría de chaqué. No entendía de tales pompas y vanidades. Sospechaba su aire carnavalesco. Escribió una carta a José María, ausente desde hacía una temporada por cuestiones de negocios, en un tono que, queriendo ser alegre y despreocupado, resultaba de amargo y desesperado humorismo. «Voy a ir de chaqué —decía—. Si me ordenan que de monosabio, pues de monosabio, con tal que me dejen en paz... Tras de lo que ha ocurrido y hemos propalado a través de tabiques y patios de vecindad con estúpidas discusiones, no creo que sea lo más a propósito, pero las mujeres de esta casa son así.»
El sastre de don Matías no era un sastre de la antigua usanza. Más bien se encontraba con que la Providencia le había concedido un alma de artista sensible y pundonorosa. Don Matías prefería un sencillo sastre, que de vez en vez se equivocaba y le hacía el bolsillo superior de la chaqueta debajo de la axila, a aquel verdugo, para quien él no era otra cosa que un motivo para la creación y, también, una brizna sin importancia, que a un soplido, una voz, giraba y adoptaba posiciones raras.
—Gire usted, don Matías, a la derecha...; un poco..., un poco más...; ahora a la izquierda...; menos, hombre. Aquí... Alce el brazo; téngalo bien levantado.
Luego de tres minutos en posición de saludo, don Matías decía:
—Oiga, que me canso.
A don Matías el sastre le parecía un clown, y cuando se veía en el triple espejo con el chaqué sin una manga, los faldones informes todavía, tenía la impresión de que a tal clown correspondía él como un augusto. Las payasadas del sastre y su propio aspecto estrafalario le trasladaban a una sesión de circo, donde él mismo era público espectador desde el espejo. «Las payasadas —pensó— irán sumándose hasta que acabe todo este asunto de la boda y Leonorcita se entregue a la nostalgia y a la contemplación de fotografías del acontecimiento.»
Doña Leonor derrochaba un auténtico caudal de energías preparando la boda. Ya había olvidado en parte el mal paso de Leonorcita. Únicamente le preocupaba que la ceremonia resultase muy vistosa y que los asistentes quedasen deslumbrados y aun más que deslumbrados: tiritantes de envidia. Doña Leonor montó el estado mayor en el comedor de la casa. La familia comía en la cocina desde hacía cinco días. Todo se podía manchar, todo se podía quebrar. El comedor, en cuanto salía de él doña Leonor, era cerrado con llave. En el comedor había un maremágnum de papeles de seda, de bandeja de plata y metal imitando plata, de cajas con cubiertos, de lámparas barrocas, de lámparas con luces de adulterio. La imaginación de los invitados a la boda culminaba en una caja de cigarrillos con música.
Doña Leonor era avara de tanto tesoro. Pensaba exponerlos, cada uno con la tarjeta de la persona que había hecho el regalo. La hija tenía casi vedada la entrada. A don Matías no le era permitido más que asomarse a la puerta. A Pedrolas ni se le permitía andar por el pasillo, por miedo a que las vibraciones de sus pasos ocasionaran alguna catástrofe.
—Tú, Pedrolas —ordenó doña Leonor—, te estarás sentado en la cocina hablando con Anuncia o en tu cuarto estudiando. No quiero verte rondar el comedor. Con esas patazas...
—Ni que fuera a jugar al fútbol con los regalos —intervenía don Matías.
—Yo ya sé lo que me digo.
Pedrolas y su padre salían a pasear juntos.
—Si quieres, hijo, nos tomamos una cerveza por ahí.
—Yo, un vermut.
—Bueno, tú un vermut.
Callaba un momento el padre. Luego le recomendaba:
—No le hagas caso a tu madre cuando te riña. Con esto de la boda está desatada.
—¿También Leonorcita?
—También, hijo.
La víspera de la boda, doña Leonor riñó con su hija. Cuando llegó don Matías de la calle, salió a abrirle Pedrolas. Éste le anunció medio riéndose:
—Papá, ya puedes estar tranquilo. No hay boda.
—¿Qué dices?
—Que mamá y Leonorcita han reñido y ya no hay boda.
Don Matías no se intranquilizó; pasó frente a la puerta del comedor, vislumbró a su hija empaquetando de forma aparatosa y violenta los regalos; siguió adelante. En la cocina preguntó a Anuncia:
—¿Y la señora?
—En la habitación de ustedes.
—Gracias.
Pedrolas le seguía regocijado, esperando ver lo que pasaba. Don Matías llamó a la puerta:
—¿Se puede, Leonorcita?
La contestación llegó entre hipidos. Don Matías empujó a Pedrolas hacia el pasillo, mientras le susurraba:
—Vete, luego te lo cuento.
—¿Todo, papá?
—Todo.
Entró don Matías en la habitación y se quedó de pie, sin saber qué hacer, con las manos en los bolsillos.
—¿Qué ha pasado, Leonorcita?
—Esa hija, ese monstruo, que ni es hija ni es nada.
Doña Leonor lloraba como una actriz de teatro antiguo, dando grandes gritos, alzando los brazos al cielo.
—Cálmate, mujer.
—Ya no hay remedio. No hay boda.
—¿Y quién ha decidido eso?
Se quedó perpleja. Cesó en el llanto.
—Yo, no, por supuesto.
—Entonces, espérate un momento.
Don Matías salió de la habitación. Pedrolas no tuvo tiempo de apartarse discretamente de la puerta y corrió delante de don Matías por el pasillo.
Don Matías entró en el comedor aparentando una gran tranquilidad.
—¿Qué haces, hija?
Leonorcita dejaba que le corriesen las lágrimas por sus mejillas. No le contestó. Don Matías dio a su voz matices de mucho amor.
—Sois las dos unas chiquillas. ¿A que sé por qué habéis reñido? ¿A que alguna ha roto alguna de esas baratijas y habéis armado el conflicto culpándoos la una a la otra? Anda, mujer, no te preocupes; todo está arreglado.
Leonorcita se abrazó a su padre y lo llenó de besos, de lágrimas y de maquillaje.
—¡Qué bueno eres, papá!
—Anda, ve donde tu madre y la pides perdón. Te está esperando.
Al salir del comedor, Leonorcita apartó a Pedrolas. Este preguntó a su padre:
—¿Hay o no hay boda?
—Claro que la hay.
—Pues vaya fastidio, ¿verdad?
—Sí; vaya fastidio.
Al poco tiempo oyó don Matías desde la cocina, donde estaba con Pedrolas intentando jugar a las damas, un nuevo altercado. Se presentó en seguida.
—¿Qué es lo que os pasa ahora?
—Mamá —comenzó a decir muy de prisa Leonorcita—, que me quiere coger un volante en el traje de novia.
Doña Leonor se desgañifó:
—Se lo quiero coger porque así, como está, queda hecha un verdadero mamarracho.
La madre y la hija se enzarzaron en una discusión de tonos tremendos y acres. Antes de que acabaran insultándose y haciendo escenas, intervino don Matías:
—¡Silencio!
Las dos callaron y quedaron a la expectativa.
—Estáis muy nerviosas, lo comprendo; pero no es para que llevéis las cosas a esos extremos. Tú, mujer, tienes que tener en cuenta que la novia es ella, y lo lógico es que vaya vestida a su gusto. Si crees que ese volante la sienta mejor que... que lo que sea, pues se lo recomiendas, pero no se lo impongas; y en cuanto a ti, hija, tienes que tener más respeto a tu madre. Aparte de que estáis enterando a toda la vecindad de lo que aquí ocurre; se os oye desde el portal. Y ahora dejáis esto y os venís a cenar.
Durante la cena, madre e hija se pusieron de acuerdo en que la boda iba a ser deslumbrante.
—Desde luego —dijo doña Leonor—, en este barrio no han visto cosa igual.
Leonorcita recapituló:
—Papá, ¿a qué hora va a venir el coche?
—Le he dicho que esté aquí a las once y media.
—¿Es grande?
—Sí; un haiga tremendo. Oye, ¿y a qué hora os pensáis marchar?
—No sé. Antonio se ha encargado de todo eso. Pregúntaselo a él mañana.
Doña Leonor y su hija, acabada la cena, se fueron en amigable compañía a contemplar el traje de novia.
—Es un sol —afirmó Leonorcita.
—¡Quién lo hubiera tenido en su momento! Tu padre y yo nos casamos de paisano.
Don Matías, metido en la cama, leía el periódico. Le interesaba, aparte de la política internacional, las multas de la Fiscalía de Tasas. Pedrolas dormía ya.
Tarde, muy tarde, después de despedirse con un sonoro par de besos, se retiraron doña Leonor y su hija. Doña Leonor, antes de apagar la luz, dijo a su marido en duermevela:
—Leonorcita va a estar mañana hecha una reina.
—Duerme, que mañana nos espera buena —fue la respuesta de don Matías.
Tras de la ceremonia de la boda, en la que doña Leonor lloró tradicionalmente y asombró a don Matías por su discreción, los invitados acudieron a un restaurante de estimable renombre en esta clase de festejos. La recién desposada destrozó un ramo de flores entre las jóvenes asistentes en estado de merecer. Antonio palmeó las espaldas de todos sus amigos e hizo chistes incongruentes sobre el matrimonio.
—A ver cuándo te suicidas tú —le dijo a uno—. Esto es como sentar plaza de santo —afirmó a otro.
Y a uno que tenía el proyecto de casarse mediada la primavera le soltó:
—Tú casi estás ya dentro del gremio.
Los invitados se comportaron como invitados. El lunch —cuando doña Leonor decía el lunch, decía algo menos, muy poco menos, que las bodas de Canaán— fue una hermosa batalla...
Antonio partió con Leonorcita, no sin cantar desde la puerta, como una despedida: «Adiós muchachos, compañeros de mi vida...» La partida y la canción tuvo un colofón de aplausos desesperados y de inarticulados gritos de algazara.
Entrada la tarde, don Matías, doña Leonor y Pedrolas volvieron a casa. Don Matías se encontraba triste y cansado. Doña Leonor le preguntó a su marido si se había enterado de dónde iban a ir los novios de viaje.
—Antonio me ha dicho —respondió don Matías— que primero iban a Aranjuez y después a Andalucía.
Don Matías se sentó en su habitual butaca del comedor, entre los tenderetes de la exposición de regalos. Anuncia comentaba con doña Leonor:
—La señorita iba preciosísima.
—Ha sido algo inolvidable.
—Si hubiera visto usted, señora, las caras de las vecinas que fueron a hociconear.
—Me las imagino. Doña Sonsoles, la del tercero, habrá quedado bien fastidiada. ¡Pues qué se creía! Los demás lo sabemos hacer tan bien como ella, y sin dárnoslas tanto de que nuestro padre fue así o asá.
Pedrolas se quitó los zapatos porque le apretaban demasiado, y estuvo andando por la casa descalzo hasta que estornudó y doña Leonor se dio cuenta.
—¡Pedrolas, ponte las zapatillas!
—No sé dónde están.
—Pues ponte las de tu padre.
Don Matías repasaba la ceremonia de la boda. La plática del sacerdote le había gustado mucho, pero creía que todo aquello de ayudarse el uno al otro no rezaba con Antonio. Le amargaba pensar en Antonio. Un tipo tan banal como él, seguro que no haría un hogar feliz. Leonorcita necesitaba mano dura, era todavía una niña, y lo que resultaba peor, una niña consentida. Si a Leonorcita se la descuidaba, no sabía lo que llegaría a pasar.
Pedrolas interrumpió la meditación de don Matías:
—Papá, ahora que nos quedamos solos, me llevarás mucho por ahí.
—Si estudias y eres bueno, sí.
—Pero si a mí no me gusta estudiar. Y bueno..., fíjate si lo soy.
Don Matías cerró los ojos. Pedrolas era demasiado bueno.
—Papá, este verano quiero aprender a montar en bicicleta.
—Bueno.
—¿Me comprarás una de manillar de carreras?
—Ya veremos.
Don Matías se acercó al radiador de la calefacción. Sentía el cuerpo frío. Los pies le dolían.
—Dile a tu madre que me haga una taza de manzanilla.
—¿Te duele la tripa?
—No.
—Entonces, ¿qué te duele?
—Anda. Anda, díselo.
Pedrolas entró en la cocina.
—Dice papá que le hagáis una taza de manzanilla.
—Ahora mismo.
Doña Leonor y Anuncia seguían haciendo comentarios de la boda. En el comedor, don Matías oía el runruneo de la conversación. Pensó: «Ya tenemos boda para rato.»
—Estoy deseando que traigan las fotografías —dijo doña Leonor—. Hemos debido salir muy bien.
—La señora estaba guapísima de madrina. Hay que ver aquella mantilla lo bien que le sentaba.
—¿Sí?
—Sí, señora. Lo que le digo, guapísima.
Pedrolas charlaba de nuevo con su padre:
—¿Tienes pena de que se haya marchado Leonorcita?
—Algún día tenía que ser.
—Pues no tengas pena. Yo me quedo, y te prometo que me quedaré siempre.
—¿Qué decías, hijo?
—No decía nada, papá.
Pedrolas continuó jugando a hincar su cortaplumas en el suelo, hasta que entró doña Leonor. Entonces don Matías pidió el periódico.