IV

—Abuela, abuela.

—¿Qué quieres, tú?

—Emilio se ha bajado al río y está pescando ranas con la Casi.

—Diles que suban inmediatamente.

—Ya se lo he dicho. Es que no quieren.

—Diles que ahora voy yo para allá.

María entra en el chamizo y comienza a revolver con un cazo, que descuelga de una tosca espetera, en el puchero que está en el fogón. El fogón, situado a ras del suelo, tiene encima una campana de humos hecha con hojalata, debida al ingenio artesano de Pío. El niño se queda en la puerta un poco asustado por la denuncia que acaba de hacer de las aventuras de sus hermanos. Se apoya en la pared buscando con los dedos una juntura de la que desprender arenilla y termina por, angustiado, echarse a llorar. María sale a consolarle.

—¿Qué te pasa ahora, Mariano?

El niño aumenta su llanto y corre a refugiarse entre las faldas.

—No llores, hombre, no tienes que llorar.

Como si no fuera suficiente el tono empleado en su lagrimeo, lo aumenta. Sus dos hermanos regresan del río. Emilio con los pantalones remangados y la Casi descalza, llevando las alpargatas de la mano. Emilio enseña triunfante la cabeza de una enorme rana asomando de un sucio pañuelo hecho un hatillo.

—Mira, abuela, lo que hemos cogido.

Mariano, llevado de su curiosidad, deja de llorar, y con lágrimas y mucosidades corriéndole libremente, contempla la presa. La abuela regaña débilmente.

—No os he dicho que no os metáis en el río. ¿Cuántas veces tendré que repetíroslo? Desde luego ya os arreglará vuestra madre.

Mariano se siente más culpable que nunca y recomienza su penitencia.

Emilio se dirige a la abuela mientras la Casi insulta, molesta, define, por lo bajo, a su hermano.

—Pero, abuela, sí la hemos cogido desde la orilla.

—¿Y esas alpargatas de Casi?

—Es que se ha estado lavando los pies.

La Casi pellizca a Mariano, que grita como si le estuvieran dando tormento.

—Chivato, asqueroso. Vas a ver tú.

La abuela, enfadada, defiende al pequeño.

—Déjale en paz, so bruja, chicazo. Metiéndose la muy... —no sabe qué apropiado calificativo aplicarle, y duda—. La muy... perdida, que eso eres.

La Casi enfurruña el gesto y vase a sentar, enfadada y altiva, bajo el árbol chaparro. Emilio se le acerca.

—Ya verá ése la que se va a llevar.

Al poco rato Emilio y la Casi juegan con la rana. Sentado en la piedra de los llantos el pequeño Mariano les mira con envidia. Por fin, tímidamente, con cuidado, caminando casi de puntillas, llega hasta sus hermanos. Les clava sus ojos azules y peticionarios. Se decide.

—¿Me dejáis jugar?

La Casi contesta con un «no» rotundo, y Mariano se queda allí triste, arrepentido y un poco iracundo. Pero ya suenan las sirenas de las fábricas. Ya son las doce.

Cuentos 1949-1969
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