Un día brumoso
Amaneció un día brumoso; con las nubes formando una cúpula que cerraba la perspectiva marina, cubría las colinas y encapsulaba la casa y el paisaje en torno a la casa. Las olas golpeaban sosegadamente en las rocas y había calma en el mar. Las sabinas eran borrones de un verde apagado y los cipreses se alargaban negros en el vial.
Canturreaba el caballero, después de sus ejercicios gimnásticos, envuelto el cuerpo en un suave albornoz anaranjado. Genoveva, el cabello suelto, casi licor, la piel fresca, casi agua, se movía silenciosa, ágil y alegre.
—Un gran negocio —dijo el caballero—. Nunca pensé que el dinero se pudiera doblar tan fácilmente. Y acaso triplicar.
—Eres muy listo, Amadís.
—La suerte de la mina de oro. Tantos años buscándola y por fin me la encuentro en esta isla. Porque esto es como una mina o lo va a ser por algún tiempo. Hay que explotar inteligentemente el negocio.
—¿Y el yate? —preguntó con candor Genoveva.
—Y el yate y más cosas. Podemos ser muy felices.
El podenco se desperezaba en la terraza y corrió a husmear el verdor perenne de las plantas cactosas del pequeño talud. Algo se había movido allí: drago o lagartija. Regresó con los ojos, de desvanecido azul, semicerrados y la cola larga y fina, interrogante entre las patas.
El ruido de un motor de automóvil sonaba sordo por el camino de los algarrobos y los almendros.
—Tienes que darte prisa —dijo Genoveva.
—Saben esperar —respondió con picardía el caballero.
El caballero desapareció y Genoveva salió a la terraza para contemplar la llegada del automóvil.
—Buenos días —dijo el hombre del pelo planchado, apeándose—. Pero no es un buen día, Genoveva. Hoy lloverá.
—Suban y pasen —requirió Genoveva.
El hombre del pelo planchado y su compañero, el hombre de las manos aleteantes, subieron la breve escalinata. El podenco se acercó a ellos.
—Otra, adquisición —dijo el hombre del pelo planchado, observando el perro—. Antes había hordas y eran en su mayoría vagabundos. Ahora estos podencos fenicios valen mucho dinero. Casi todos han desaparecido. Se los han llevado. Son una de las pocas razas puras que quedan. Se ve que ustedes son personas entendidas.
—¿Amadís? —preguntó el hombre de las manos aleteantes.
—Bajará en seguida.
Genoveva dio conversación a los dos hombres. Les habló de cosas lejanas que si existían eran solamente para ellos como un humo o un rumor. Habló de los barrios de su ciudad...
—En días brumosos, como el de hoy, las nubes se van acercando como dos manos —hacía el ademán— y se aprietan hasta que todo queda aplastado en una masa gris, en la que brillan manchas luminosas...
—¿Y el sol? ¿Le gusta el sol, Genoveva? —preguntó uno de los hombres.
—Claro que sí. Es lo que más me gusta —dijo infantilmente—, pero lo otro tiene un extraño encanto —añadió meditabunda.
Amadís entró en el saloncito retocando su fular.
—Cuando quieran —dijo.
—Listos —se pronunció el hombre del pelo planchado, y recomendó a continuación—: Lleve impermeable o paraguas. Antes de mediodía lloverá.
—No tiene tan mal aspecto. No creo que llueva —pronosticó Amadís.
—Sí, lloverá.
—Correré el pequeño riesgo de equivocarme —replicó con un ligero tono impertinente.
Los dos hombres subieron en su automóvil y Amadís en su descapotable.
Partieron hacia la cala del norte, donde se recortaban los sueños de fortuna de Amadís. Genoveva acarició al perro y miró al mar. Jirones de bruma avanzaban rápidamente hacia la costa. Llamó al perro.
—¡Roldán!
Genoveva, desde la cristalera del saloncito, la mirada perdida, no contemplaba todavía el lejano bullir del mar sobre el que comenzaba a llover.
Aventura en la mar
—... el torrente de agua y la maldita capota del coche —dijo gangueando el caballero, mientras se enjugaba, desvalido y femenino, la nariz.
—Descansa y no hables —las manos de Genoveva corrieron el embozo—. Te ha bajado la fiebre y no tienes por qué preocuparte.
—En dos días estarás bien —dijo el joven amigo de Amadís— y yo revisaré la capota y la arreglaré.
—Gracias, muchacho —suspiró el caballero.
—Y ahora a sudar y a dormir un poquitito —añadió Genoveva con mimo.
El caballero se propuso una rigidez de cadáver y pareció amortajado por la sobrecama, las alas de la almohada y el embozo que casi le cubría la boca. Volvió los ojos hacia la pareja.
—Cuidado con el mar —dijo con sordina.
—Ir y volver hasta la caleta. Nada más —aclaró el joven amigo de Amadís—. La mar está como una balsa y el motor va muy bien. No tienes que pensar en desastres.
—Chao —quiso decir el caballero, pero tosió y asintió su aliento húmedo y cálido en la sábana.
—Chao, chao —repitieron los jóvenes, y salieron huidos, ágiles y fulgentes. Bajaron las escaleras con rapidez y de pronto fueron fantasmas, cuando se acercaron a las rocas, reflejados en el techo del dormitorio. Luego el ruido del motor, monocorde y alegre, resultó ser un insecto gigante dando vueltas por la habitación hasta que partió por la ventana. El caballero volvió un poco la cabeza para ver el mar y la canoa, pero la baranda estaba iluminada, sus espacios ciegos y nada se veía.
El joven amigo de Amadís se quitó el jersey y la camisa. Genoveva se sujetaba el cabello con las manos. La canoa corría sin dirección y los jóvenes se sentaron en las bordas.
Ambos eran demasiado perfectos, como un anuncio de una bebida de verano, para ser verdaderos. El aire penetrando les amordazaba las bocas y estaban ensordecidos por el ruido. Pero hablaban y reían. Y creían entenderse. Pusieron rumbo a la caleta.
La caleta estaba formada por dos promontorios de rocas rojas, rosadas, blanquecinas y negras, y una playa de arena ensuciada de petróleo, con basura de cañas, plásticos y maderos náufragos. Desde la mar la playita parecía un retal de arena, menos virgen y salvaje de lo que hubieran deseado. El cantil del fondo tenía una cenefa de sabinas pequeñas y desflecadas, derramantes, cácteas.
Vararon la embarcación y saltaron a la arena, con los pantalones atornillando las piernas bajo las rodillas. Se abrazaron y se desabrazaron, lo volvieron a hacer y lo repitieron muchas veces, besándose hasta que, cansados del juego, cogidos de la mano, comenzaron a pasear por el borde de la playa, donde el agua espumeante efervescía como soda y trazaba delicados arcos muy abiertos. Lejana volaba una gaviota, dibujada en la transparencia de la mañana por dos cejillas párvulas.
Acordaron regresar y la caleta fue una cueva resonante donde el ruido del motor desencantaba la silenciosa soledad de la pareja. Se hicieron a la mar. Tras de ellos quedaba la arena húmeda con las huellas de su andar confundidas, desapareciendo en la marea. En la arena seca y mancillada negreaban los grumos de petróleo, y los maderos y cañas —casi blancos—, los botes —azulinos, malvas, alimonados— de los líquidos bronceadores y los envases de aceite de oliva —rojos y lechosos— daban al rincón un envilecimiento de vertedero.
Amadís alzó la cabeza cuando oyó el ruido del motor. Estaba sudando y sintió frescor en la nuca. Luego esperó oír las voces del atraque, pero sólo escuchó risas. Genoveva y el joven amigo de Amadís subieron muy de prisa las escaleras. Lo encontraron intentando incorporarse.
—No, querido. No hagas eso —dijo Genoveva—. Descansa, descansa. Ya hemos llegado. Ya ha llegado tu enfermera. Eres muy desobediente —afirmó, haciendo un delicado mohín de enojo.
Amadís se deslizó por su propio sudor hasta quedar sucio, fatigado y preso en la celdilla. Genoveva le rozó la frente con los labios
—No es necesario este martirio, estas caldas —dijo desvaídamente Amadís, quejándose con los ojos cerrados.
—Sí es necesario para que te quites ese horroroso —silabeó la palabra— resfriado —respondió Genoveva.
—¿Cómo habéis tardado tanto? —preguntó Amadís.
—Una aventura —Genoveva rió plena de inocencia—. El motor ha hecho «fachs» y se ha parado. La corriente ha empezado a arrastrarnos. Tal vez hacia Francia, tal vez hacia África. No sé.
—El tubo del agua sucio —dijo el joven amigo de Amadís, quitando importancia a la accidencia—. Un soplido y todo listo, pero nos ha llevado un rato dar con ello.
—En el invierno es muy peligroso salir a la mar. Nadie os ha visto partir —dijo Amadís bajando la voz—. Tal vez para cuando yo avisase hubiera sido tarde.
—No me asustes. No seas cruel —dijo Genoveva, falsificando un gesto de temor.