Dos corazones y una sombra
Por la mañana se habían enterado de la noticia: María se iba a casar en los primeros días de junio. A la hora de comer hablaron de ello. Y hablaron mientras tomaban café; y más tarde, a las cuatro, cuando entraba por el balcón la luz de la primavera, argentada en el tamiz de las nubes. Fue Luisa la que interrumpió la conversación sobre el matrimonio de María cuando se ausentó para fregar los cubiertos y los cacharros de la comida, porque era miércoles y alternaban las faenas de la casa.
Carmen hubiera querido abrir el balcón de par en par, pero tuvo miedo al viento norte de abril; un miedo como una vieja costumbre: el norte de abril era viento de enfermedades, y recordaba cataplasmas de la infancia y lucisombras transeúntes por el techo de la alcoba. Esperó a que terminara su hermana con la labor de punto abandonada en el regazo y la mirada perdida en el azucarero de plata dejado sobre la mesa, que era el objeto simbólico de todas las tardes de su vida. Se escalofrió al volver la vista al balcón, cuyos cristales eran como espejos muertos y lechosos en la apacibilidad del ocaso. La habitación estaba bañada de una penumbra azulina y se envolvió, para preservarse de la ceguedad y blancor esclerótico del balcón y para encontrar su propio calor, en su toquilla negra. Con los brazos cruzados permaneció con los sentidos amortiguados, con sólo el oído vigilante al último rumor de la cocina, el familiar andar digitígrado de Luisa, que siempre entrañaba una sorpresa, un fallo auditivo y una reconvención.
—Me asustas —dijo Carmen.
—No quiero hacer rayas en el suelo —respondió Luisa—. Luego me rindo de frotar.
Luisa se sentó en un sillón frente a su hermana. Y hablaron del matrimonio de María, que había cumplido cuarenta y tres años el quince de enero y se había conservado bien hasta el principio del invierno, en el que había desmejorado mucho y ya no podía disimular sus arrugas, aunque era probable que el casamiento le devolviera la lozanía.
—¿Enciendo la luz? —preguntó Luisa.
—Sí; y cierra las puertaventanas.
Sigilosamente anduvo por la habitación. Unos segundos de oscuridad y de silencio. Después, la lámpara de flecuda pantalla roja inundó la habitación de una perversa luz, que en los rincones y bajo los muebles hacía sombras que se descomponían y se ayuntaban. Volvieron a hablar de María, la amiga que durante algunos meses de la guerra —exactamente cinco— tuvo un novio que era oficial del ejército, que había sido herido en el frente, al que hizo muy amable su convalecencia, y que como no era de la ciudad, desapareció, sin que se hubiera vuelto a saber de él. Se decían cosas que no eran creíbles, aunque tal vez, aunque no, puesto que María...; porque se hubiera sabido o no se hubiera sabido; pero de todas maneras, el novio con el que se iba a casar no era tonto, y en el café, en el casino, en la oficina, en la calle, en los vestíbulos de los cines o del teatro, a la salida y entrada del partido de fútbol dominical, después de la misa de doce o yendo de caza, hubiera tenido ocasión de enterarse.
Llamaron a la puerta. El sostenido sonar del timbre instauró en el sosiego de la casa su temida y medular desazón. Carmen y Luisa se levantaron sobresaltadas. La bola de lana de la labor de Carmen rodó hasta las sombras de bajo la mesa y las disolvió con su negrura.
—¿Quién será?
—¿Vas tú?
—Vete tú.
—Ya sabes.
—¿Esperabas a alguien?
—No.
—Mira por la mirilla.
—Hay que poner cadena, siempre te lo estoy diciendo.
—No sirve para nada.
—¿Vas tú?
Luisa salió al pasillo frotándose las manos nerviosamente. Era su día. Fue encendiendo luces. Al llegar a la puerta comprobó que todo estaba en orden, que en el perchero colgaba una gabardina de nombre, que sobre el sillón renacimiento estaba un sombrero negro de hombre, que en el cubo de los paraguas había dos bastones y un paraguas de hombre. Abrió el postiguillo y miró.
—¿Quién es? —preguntó.
La respuesta nada decía y la luz de la escalera estaba apagada.
—Servidor.
—¿Qué quiere usted?
—¿Señoritas Luisa y Carmen Fernández? Un paquete.
Abrió la puerta lentamente. Frente a ella estaba un mozo veinteañero que sonreía, mientras le ofrecía con las dos manos un voluminoso paquete.
—Tiene que firmar —dijo el mozo.
Luisa se volvió y llamó:
—Papá, papá, que tienes que firmar.
Carmen, en la habitación, corrió un sillón.
—No, señorita, no es necesario, si usted es una de las dos a cuyo nombre viene el paquete; es usted la que tiene que firmar.
El mozo le ofreció un bolígrafo. Luisa firmó.
—Muchas gracias y buenas tardes —dijo el mozo.
Luisa, azorada, balbució la despedida. Cerró la puerta y corrió el cerrojo.
—¿Quién era? —preguntó Carmen.
—Un recadero con este paquete.
—¡Hija, qué susto! No me acostumbraré nunca.
—Ni yo. En cuanto oigo el timbre me descompongo.
—Allí nunca tuve miedo, pero aquí, en Madrid...
Carmen recogió su bola de lana.
—Parece ropa o algo así... El timbre es lo que me saca de quicio. Además, en estas casas tan grandes, como una no conoce a nadie...
—Y están sucediendo cosas todos los días. ¿Has leído lo de hoy?
—No... Esto es ropa; ya te lo decía yo.
Terminó de abrir el paquete. Eran dos combinaciones negras.
—Son muy finas —dijo Carmen.
—Pero son de nylon, que a mí me irrita la piel.
—¿Cuál es la más grande? Mídelas.
—No es necesario. Se ve a ojo.
—Esa es la tuya.
Carmen continuó haciendo punto.
—¿Quieres dejármela encima de mi cama? —le dijo.
Luisa salió de la habitación, pero no hubo silencio y espera. Carmen hablaba de María y su boda.
—Muchas veces pienso que hemos hecho mal en venirnos a Madrid. Nos debíamos haber quedado allí. Allí todo es más fácil, y aunque nosotras..., bueno, ¡quién sabe!, todavía hay tiempo.
La voz de Luisa llegaba lejana y confusa porque su tono era bajo.
—Allí hemos vivido cuarenta años, ¿y qué? ¿Te has casado tú, me he casado yo, di? ¿Hemos vivido alguna vez normalmente?
—Sí, pero ya ves María.
—El que una tenga suerte no quiere decir que nosotras la fuéramos a tener. Desde que murió papá todo ha ido cabeza abajo, y no había otro remedio que venirse a Madrid; no le des vueltas.
—Es que allí parece como si una estuviese más protegida.
—Tonterías. Allí todo eran obligaciones que jamás pudimos cumplir. Allí todo era un quiero y no puedo, un quita de aquí para tapar allí. Tonterías; estamos bien aquí, en Madrid, o por lo menos mejor que allí. ¿Que María se casa? Y a ti ¿qué?
Carmen calculaba la distancia a la que estaba su hermana por su voz, que cubría su levísimo andar. Cuando Luisa entró en la habitación se hizo un silencio. Luego dijo:
—¿Qué prepararé de cena?
—Haz una sopa de ajo. Yo con una sopa de ajo y una tortilla francesa tengo bastante.
—Bueno. Aún es pronto.
No volvieron a hablar de María ni de su boda. Hablaron de gentes de la pequeña ciudad, donde el viento norte de abril era un viento que traía enfermedades, y el aroma de los húmedos campos, y el tañido de las campanas de los conventos, y más avanzada la estación, el chirrido de los vencejos, y se llevaba hacia los montes el silbar de las locomotoras. Hablaron de veinte años atrás, y de hermosos oficiales heridos, y de los italianos. Y hablaron de la casa que tenían cuando vivía papá, y fueron pormenorizando en el recuerdo las cosas que poseían y las que deseaban adquirir. Y hablaron de vestidos y de películas, como todas las tardes. Y de hombres que conocieron jóvenes y que ya tenían familia numerosa. Hablaron hasta que sonó el timbre del teléfono, que no les sobresaltaba, que no modulaba la casa de desazón. Luisa atendió el teléfono, y cuando volvió a la habitación dijo:
—Es Jaime, que viene a cenar.
—Me lo figuraba.
—Entonces ¿qué hago?
—Hay un poco de jamón en la alacena. Hazle una tortilla.
—¿Y delante?
—La sopa. Y abre una lata de algo. ¿Hay vino?
—Vino, sí. ¿Y qué lata abro?
—La que se te ocurra.
Las dos hermanas dejaron la habitación y fueron a la cocina.
Era una cocina muy pequeña y muy limpia y con muchos llanitos en la alacena y con diferentes toallas, trapos y rodillas colgadas de una percha de plástico.
—¿Querrá ir al cine?
—Las de los cines cercanos las hemos visto todas.
—Entonces jugaremos a las cartas, ¿te parece?
—Bien.
No volvieron a hablar de la pequeña ciudad. Hablaron de Jaime, del puesto que tenía, de lo fuerte y alto que era y de lo bien conservado que estaba para su edad. Hablaron del verano y de que, tal Ve2, podrían ir a alguna playa de Levante y de que sería una tristeza quedarse en Madrid. Cuando sonó el timbre de la puerta dos veces y nerviosamente se desasosegó la casa, pero no por temor, Carmen, que estaba ayudando a su hermana, se quitó el delantal y salió a abrir. Era Jaime.
Luisa pensó que después de cenar en la pequeña habitación donde pasaban las tardes, que después de gastar alguna broma a Jaime, ella los dejaría solos y se iría a su habitación e intentaría leer una novela y no lo lograría. Y probablemente se dormiría muy tarde, con un sueño desazonado. No era su día. Oyó las pisadas de Jaime, que arrastraba los zapatos por donde ella andaba con pasos sigilosos.
—Buenas noches, Luisita —dijo Jaime cariñosamente—. Mañana...
Mañana era una palabra grata y sucia para la señorita Luisa.