Con el martín pescador...

Con el martín pescador recorriendo, investigando, reconociendo el río, el primer chaparrón de la primavera hizo nacer el arco iris. Con el martín pescador revoloteando sobre el agua ocre, violenta y arremolinada de los deshielos en las montañas, la orilla tornó su verde apagado y triste del invierno por un verde vivo y hortícola.

A la tierra negra de los sembrados comenzaba tímidamente a brotarle un bozo de trigo. A la tierra azul y lejana de los montes del término de la llanada se la adivinaba surcada de carrerillas de agua titubeante.

Al humilde Sebastián Zafra le ocurría lo que al martín pescador, al arco iris, a la tierra y al río: recorría, investigaba, reconocía, sentía un chaparrón de alegría y un arco de colores en el pecho, titubeaba como el agua de los regatos, andaba violento y enmadejado como el agua cachorra del río; era tímido para ver como el trigo para brotar, y había cambiado el tono apagado y triste del verde de sus ojos por un verde nuevo y afilado. Al humilde Sebastián Zafra le ocurría, simplemente, que acababa de cumplir siete años de edad y se daba cuenta.

Cuando en el arco del puente que servía de cobijo a la familia apareció una de las tías de Sebastián, éste, en cuclillas, horadaba una montaña de barro, ensimismado en su labor y pendiente de los desprendimientos. Al sentirse observado volvió la cabeza. Le colgaba de la nariz una mucosidad de estoicismo y la sonrisa modelaba una picara inocencia de que allí no pasaba nada. La tía le llamó.

—Sebas, cochino, aquí.

Sebastián arrugó el hociquillo y fue hacia ella. La tía no tendría anchas las caderas, ni veintitrés años cumplidos, ni una llamativa belleza, pero tenía marido y había sido madre cuatro veces: la primera sin fortuna; la segunda con el tiempo en contra, por lo que la criatura se enfrió, cogió moquillo y murió como un gatito; a la tercera tuvo a su Prudencio, un año menor que Sebastián, y a la cuarta nació su Virtudes, más guapa que un sol, aunque con el peso poco serio y exacto de dos libras y algunas onzas, que la pesó uno que vendía pesca, telas y chucherías por los pueblos, con una romana antigua y caprichosa —según quien fuese el comprador— colgada de un pañolón, hecha un hato.

Sebastián fue sacudido como un manzano frutado. Sebastián sacudió sus manos, con la cabeza baja, salpicando de barro la falda de su tía. Luego pasó, bajo la manta de caballo que cubría el vaciado del arco del puente, al interior. Un humo salino le picaba en la garganta y de los ojos se le saltaron, mecánicamente, las lágrimas como diminutas ranas. Sebastián se sentó en un colchón enrollado y esperó. La tía dijo:

—¿Dónde están Pruden y Virtudes?

—Se fueron.

—¿Adonde?

—No sé. Al monte.

La tía comenzó a hacer reflexiones y a quejarse.

—Estos hijos la quitan la vida a una. Ya verán la que les espera cuando vuelvan. Ese Pruden no se salva de la que le tengo prometida.

Después se serenó y se agachó a recoger algo del suelo.

—Bueno, en el monte están bien. Y tú quítate de ahí, que es el colchón de tu padre, que luego no puede dormir si está aplastado.

Sebastián se levantó y se apartó con temor del colchón. La tía le alargó un cacharro.

—Trae agua y te lavas, que vamos a la ciudad en cuanto venga tu tío.

Sebastián se lavó la cara de un modo muy extraño: recortándose la frente en sol y sombra, dejándose el cuello en las inexpugnables tinieblas de una suciedad de meses. Acabó su tía por peinarle con saliva, porque el pelo hay que cuidarlo y le sienta mal el agua, que lo pudre y lo desvirtúa, según sabia sentencia.

Llegó Pedro Corrales, padre de Prudencio y de Virtudes, con el ojo triste de no haber hecho nada.

—¿Qué?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Nada te he dicho.

—Pues beber has bebido; se te nota el albán.

—¿Y qué?

Quedó Pedro Corrales cavilando sentado en un cajón. Se dedicaba a oficios diversos. Era muy respetado en su familia cuando se trataba de predecir el tiempo. Se le apreciaba unas buenas dotes de tratante si había de qué. Algo se las arreglaba como leñador; también como chatarrero. No se solía equivocar siempre que hubiera que echar cuentas y tenía, para colmo, una firma de complicada rúbrica que hacía decir a su mujer, cuando en los ratos libres la ensayaba en bordes de periódicos con un lapicero de tinta convenientemente ensalivado: Parece un secretario.

Era Pedro Corrales de buena condición, alma libre, parco en el comer y acaso una miseria inclinado al mal, porque —la vida es así— si bebía mucho pegaba a su mujer un poco; nada más que un poco.

Sebastián quería a su tío, por eso le pidió:

—Tío, salgo a cortar una rama de fresno y me haces un silbo.

Se plantó la tía.

—Para eso estamos ahora, en el momento en que tenemos que ir a casa de la señora Luisa.

A Pedro Corrales le pareció que aquello era meterse en su jurisdicción y así fueron sus palabras de malsonantes; luego añadió, quitando importancia a lo dicho:

—Deja al chico, mujer; si quiere un pito lo tendrá.

La tía se resignó.

—¿Y comer?

—Ya hay tiempo. ¿Y Virtudes y Pruden?

Sebastián salió y a poco estuvo de vuelta con una ramita de fresno.

—Es demasiado delgada —dijo Pedro.

La tía se enfureció.

—Pues luego se lo haces. Vamos, Sebas, que hay que trajinar la comida.

Pedro siguió sentado en el cajón. Vio correr una araña. Antes de desaparecer, Sebastián y su tía le oyeron decir:

—Seguro que hoy llueve.

En casa de la señora Luisa, los llamados gitanos de los puentes toman café con leche. La señora Luisa, esposa de un industrial de la ciudad, es pequeña, gorda, bondadosa. La señora Luisa compra el racionamiento a los llamados gitanos de los puentes; les regala pantalones y chaquetas viejas, vestidos pasados de moda, botellas vacías, sobrantes de comida, pan duro, les da a arreglar las cazuelas, los paraguas no, porque los compone un afilador marido de una antigua asistenta de la casa, y una vez les obsequió con un botellón de orujo con guindas, que sabía a aguarrás, y del que tuvieron que devolver el casco, porque era muy hermoso. En los corazones de los llamados gitanos de los puentes hay un sitio chiquitín para la señora Luisa.

La tía de Sebastián llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Salió a abrir una criadita, que volvía la cabeza nada más verlos y gritó al interior de la casa:

—Señorita, los gitanos.

La respuesta llegó inmediatamente:

—Que pasen con cuidado a la cocina.

Sebastián y su tía pasaron a la cocina. Sebastián era la primera vez que iba a casa de la señora Luisa y tuvo tiempo de asombrarse de lo que vio por el pasillo: un arca como una barca de grande, en la que cabían los tres, Prudencio, Virtudes y él; unos cuadros con santos u hombres que se lo parecían; un perchero que a él se le ocurrió un árbol joven recién podado... Entró la señora Luisa.

—¿Qué hay, Benita?

—Ya ve usted, señora, igual que siempre.

—¿Tenéis frío por allí?

—¡Cómo no hemos de tenerlo!

—¿Y tú te encuentras bien?

La señora Luisa conocía a Benita desde mozuela.

—Pues no, señora. Tengo una cosa que ya ve usted en lo que me está dejando. Una cosa que no me deja dormir y me trae fuegos a los ojos por la noche y a veces siento tal que un hierro rusiente, así como si me andarán con él en las entrañas.

—¿Y por qué no vas al médico?

—¡Qué he de ir! ¡Qué he de ir...!

La señora Luisa se interesaba por todos y Benita lo agradecía.

—Y tu marido, ¿trabaja?, ¿te trata bien?

—Más que a sus ojos, señora.

—¿Y éste quién es? Porque éste no es tuyo.

—No, señora; éste es el hijo de mi hermano Fulgencio, ¿se acuerda?, el que se casó con la Monina.

Sebastián se encogió todo lo que pudo; sentía miedo. Aquella señora le miraba de una forma tan rara.

—Se parece mucho a su padre —dijo.

—Es su espejo.

Sebastián se acobardó más. Sebastián era como un pájaro sin refugio perseguido por el azor.

La señora Luisa dejó de preocuparse de Sebastián.

—¿Y qué te trae?

—Venía a preguntarle si quería usted el aceite del racionamiento.

—Muy bien.

—Pero es que como no tenemos dinero.

—Yo te lo doy, pero no me hagas algo que se vea.

La señora Luisa se dirigió a la sirvienta.

—Tráeme el bolso —hizo una pausa—, y tú dime cuánto necesitas.

—Unas cien pesetas.

La conversación se desvió en un regateo de precios. Por fin quedaron conformes. La señora Luisa recomendó:

—No me hagas algo que se vea, que vosotras en cuanto tenéis dinero os olvidáis de todo.

Benita respondía:

—Pero, señora, cómo le voy a hacer eso a usted que es tan buena, a la que queremos tanto. Fíjese que me acuerdo siempre.

—Sí, sí, pero vente con el racionamiento.

A Benita se le ocurrió un trato.

—Para que vea que vuelvo pronto aquí le dejo el chico.

La señora Luisa se echó a reír.

—Y si no vuelves, ¿qué hago con él?

—Cómo no he de volver, señora.

Sebastián se agarró a las faldas de su tía, trémulo, con los ojos rebosantes de lágrimas.

—Anda, Sebas, no seas tonto, que no tardo nada.

Sebastián se agarraba desesperadamente. Benita se desasió. Cerró la puerta. La señora Luisa ordenó a Sebastián:

—Siéntate.

Sebastián se sentó y comenzó a no saber qué hacer con las manos; determinó pillárselas entre las piernas.

—No te asustes, hombre, ¿quieres café con leche?

A Sebastián le hubiera gustado tomar café con leche, mas la cabeza se le movió a un lado y a otro sin poderla dominar. Fue interpretado como una negación.

Comenzó a llover. Benita se retrasaba. Pasaron treinta minutos.

A Sebastián le recorría el cuerpo un enjambre de avispas. Si la puerta de la calle estuviera cerca, pensaba, de un salto la hubiera abierto y echádose a correr escaleras abajo. Llamaron al timbre. Sé le apretó el corazón. Era el señor de la casa. La señora Luisa, sonriente, lo hizo pasar a la cocina.

—Mira a quién tenemos aquí.

El señor, alto, delgado, alegre, se fijó en Sebastián.

—Está asustado.

—Es sobrino de Benita, la gitana.

—Ya me figuraba que sería uno de ellos.

Las tripas le hacían ruiditos a Sebastián, que se empequeñecía ante la estatura de aquel señor.

—¿Quieres comer?

La cabeza se volvió a mover de un lado a otro. Sonó tenuemente un golpe de nudillos en la puerta. La criadita salió a abrir. Se le oyó decir:

—Otra vez llamas al timbre, que para eso está.

Entró Benita.

—Aquí le traigo esto, señora.

Al ver al marido de la señora Luisa se desató en un torrente de halagos.

—¡Qué guapo está usted, don Luciano, parece que tiene treinta años! Por usted...

Don Luciano se escapó de las mentiras de Benita, que se quedó comentando su garbo con la señora Luisa. Sebastián tenía en los ojos una alegría de liberación.

—Qué guapo está su marido. Qué pareja, parecen novios. He tardado tanto porque comenzó a llover. Ya me lo dijo mi Pedro.

La señora Luisa ofreció un vaso grande de café con leche a Benita. Esta, cuando lo tenía mediado, se lo pasó a Sebastián, que bebió un sorbito. A él se le habían pasado las ganas de tomarlo.

Cuando volvían por la carretera, el arco iris brillaba al fondo del paisaje. Sebastián estaba contento. Pensó en el pasillo lleno de misterio de aquella casa, con su arca grande como una barca para los tres: Prudencio, Virtudes y él; en los santos de las paredes; en el perchero como un árbol podado. Se acordó de la mirada de la señora Luisa y se dio cuenta de que aquél había sido su primer gran susto, también su primera gran aventura.

Al llegar al puente vio Sebastián, el niño humilde Sebastián Zafra, al martín pescador recorriendo, investigando, reconociendo el río.

Cuentos 1949-1969
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