Tusitala, el narrador de historias
Ignacio admiraba profundamente a Stevenson. Y solía contar cómo los indígenas de la isla de Samoa habían grabado un hermoso epitafio en la tumba del escritor:
«Aquí yace Tusitala, el narrador de historias.»
Luego, Ignacio se quedaba pensativo un instante y añadía:
«Así es como me gustaría que me recordaran:
Ignacio Aldecoa, el narrador de historias.»
Y sonreía. Porque Ignacio tenía una forma risueña de decir las cosas en las que creía seriamente. Detestaba la solemnidad, rechazaba la pedantería y le gustaba pasar levemente sobre los asuntos graves: la brevedad de la existencia, la inaceptable injusticia de nacer para morir, la muerte misma.
Yo creo que podemos estar seguros, quienes le sobrevivimos, de que se ha cumplido el deseo de Ignacio Aldecoa. Porque si algo puede hacer de él un ser inolvidable, son sus historias. Ignacio era un narrador de raza. Para él, contar historias era una manera de vivir. Contarlas del modo más eficaz y con el lenguaje más bello y expresivo, la meta a la que le conducían su talento, su esfuerzo y su voluntad apasionada de perfección.
Para muchos lectores, profesores y ensayistas, Ignacio Aldecoa es conocido como un representante fundamental de la generación realista de los cincuenta. Pero esta afirmación, que puede ser acertada, no es suficiente en mi opinión, para explicar y comprender la obra literaria del escritor. Ignacio Aldecoa es una consecuencia de su tiempo, es verdad. Por razones cronológicas perteneció al grupo de escritores que eran niños en la guerra civil. El mundo que vivió en su adolescencia mostraba todos los síntomas del deterioro de un país que se recuperaba de la más aberrante de las guerras, la guerra civil.
Fiel a su época y al momento que le rotó vivir, Aldecoa escribió acerca de «las pobres gentes de España». Seres para quienes la vida es una «espera de tercera clase». Y lo hizo magistralmente. Solidario con el hombre de cualquier tiempo y cualquier lugar, la contemplación de sus contemporáneos, zarandeados por la tragedia de la posguerra, tenía que conducirle inevitablemente al que iba a ser su principal tema literario: la comprensión del dolor y el sufrimiento de los otros.
Pero en su literatura hay algo más que testimonio y denuncia. Los albañiles, los campesinos, los fogoneros, los pescadores, los desheredados, las víctimas sociales lo mismo que los verdugos, son seres complejos, a veces contradictorios, en los que el escritor ahonda y a los que retrata con trazos sabios de modo que los personajes de Aldecoa permanecen en nuestro recuerdo con sus señas de identidad bien claras, bien grabadas en nuestra conciencia.
Es importante señalar que la elección de sus temas, aun siendo voluntaria, es la consecuencia de una postura ética:
«Me gustaría pintar un mundo de color de rosa —escribe—, pero lo que me rodea es más bien gris.»
Ese era el Ignacio de los años cincuenta, el escritor de los años cincuenta, el testigo de un país que se debatía entre la tristeza y el vigoroso sentido de la vida que le impulsaba a seguir adelante.
Es el Ignacio más conocido, evocado, rememorado por todos. Pero el escritor que era Ignacio tenía otras facetas, otros matices, otras proyecciones literarias que se adivinaban desde el principio y que realizó, en parte, a pesar de su prematura muerte. Era el rebelde frente al sistema, el provocador de la burguesía que retrata en sus cuentos, el soñador de viajes y aventuras, el ser libre; una de las personas con más amplia y variada formación literaria, un esteta, un curioso insaciable que se interesaba por las vanguardias. Por ejemplo, cuando llegó a Madrid, entró en seguida en contacto con los postistas de mano de su gran amigo Carlos Edmundo de Ory. Y en la revista Postismo apareció su Carta de un joven postista.
La poesía siempre fue para él la forma literaria superior a todas las demás. Por aquella época escribía versos y editó —por cuenta de su padre, en la imprenta de un amigo— sus dos únicos libros de poesía, Todavía la vida y El libro de las algas. Eran libros de primera juventud —los publicó con veintidós y veinticuatro años respectivamente— pero estaban escritos mucho antes. Miméticos, brillantes, libros que él quería mucho y que tuvieron buena crítica. Pero Ignacio nunca los consideró el inicio de su obra, ni un camino a seguir. Decía siempre, citando a la Pardo Bazán:
«Para ser un buen prosista hay que ser antes un mal versificador.»
Porque su vocación de narrador fue evidente desde muy pronto:
«Yo aprendí a narrar escuchando las historias de mi abuela María Pedruzo —solía contar—, una vasca espléndida, que recreaba para mí episodios de las guerras carlistas que ella había vivido.»
Desde muy joven, Ignacio vivió fascinado por los ambientes bohemios del París de entreguerras que le llegaban a través de su tío Adrián, pintor posimpresionista, significativo representante de la escuela vasca que había vivido muchos años en la capital de Francia.
En la casa Aldecoa había un estudio al que se accedía desde el antiguo taller familiar de pintura, decoración y restauración, fundado por el abuelo, Laureano de Aldecoa, que procedía del caserío vizcaíno de Orozco. En aquel estudio se reunían muchos pintores: Gustavo de Maeztu, Díaz Olano, Echevarría, entre otros. Allí llevaban sus modelos, pintaban y tenían tertulias. Y allí estaba el niño Ignacio respirando, viviendo los ambientes recreados en las conversaciones de los mayores. Lector precoz, no sólo devoraba a Julio Verne, Stevenson, Jack London, sino que se asomaba a las novelas de los escritores boulevardiers que le prestaba su tío Adrián.
Ya adolescente organizó un pequeño tumulto en las respetables calles vitorianas por las que caminaba disfrazado de Oscar Wilde —chalina anudada al cuello, raya al medio, cejas afeitadas— a la hora del paseo provinciano. Hay que recordar el dominio de lo gris en los años cuarenta para calibrar la provocación que suponía cualquier intento de mostrar «lo diferente» a las gentes «de orden y desfiles» como él las calificó en alguna ocasión. Aquello constituía una transgresión intolerable en la ciudad que era entonces Vitoria, tan diametralmente opuesta a la ciudad que es hoy.
Cuando en el año 52 fuimos juntos por primera vez a París, al salir de la Estación de Austerlitz, ante mi asombro, Ignacio empezó a guiarme rumbo al hotel que era nuestra meta: el Beau Séjour, en el que se alojaba mi hermano, estudiante y buen conocedor de los paraísos del Barrio Latino. Cuando alcanzamos la Contrescarpe, yo había podido comprobar que Ignacio se sabía de memoria las calles, porque el plano de París había sido su «plano de cabecera» durante muchos años y sobre él había situado los lugares que en sus lecturas hacían referencias a la ciudad.
Al llegar a la Plaza de la Contrescarpe me dijo:
«Esta es la Plaza de la que habla Hemingway. Aquí vivió en sus primeras épocas, cuando aún no era famoso.»
Ignacio amaba sobre todas las cosas la libertad.
«No me he sentido jamás libre para expresarme y me siento coartado por la idea de la censura», declara en una entrevista en la revista Ínsula, en 1968.
Este deseo de libertad, esta carencia, esta necesidad de sacudirse los grilletes circunstanciales, los transfiere a la literatura. Es curioso observar, por ejemplo, que entre los cuentos más antiguos —algunos de los cuales aparecen hoy por Vez primera en libro— hay cinco que tienen que ver con el teatro. En algunos de estos cuentos, los personajes sienten un terrible deseo de evasión de los lugares pequeños en que viven; experimentan un deseo de huir de sus limitaciones, de luchar contra la falta de horizonte. Son seres prisioneros de sus fracasos personales, que necesitan salir del anonimato aunque sea por un día (El teatro íntimo de doña Pom, Función de aficionados). En otros, son seres nómadas, vagabundos que viven duramente pero que han elegido ser libres (La farándula de la media legua, El hombrecillo que nació para actor, Los novios del ferial).
En todos ellos hay una búsqueda de la libertad, de la vida diferente a través del teatro. También es frecuente encontrar, desde estos primeros cuentos, personajes pintorescos de distintas profesiones —curanderos, marineros, artistas— que viven fuera de la norma establecida. Auténticos déclassés, outsiders voluntarios que van a aparecer a lo largo de la obra de Aldecoa. Entre ellos yo destacaría el hermosísimo Chico de Madrid, el primer cuento que me dio a leer Ignacio cuando le conocí. El niño a quien le gustaba vivir:
«... la alegría de sus cotos y el croar de las ranas, cuando panza arriba, contemplaba las estrellas en las noches de verano, luminoso y santificado por las luciérnagas y llevándole el sueño las libélulas...»
Más adelante volvemos a encontrarnos con otros seres libres, Pedro Lloros y sus amigos, a los que Ignacio dedica sus bienaventuranzas:
«Bienaventurados los vagos porque sólo son egoístas de sombra o sol, según el tiempo.»
«Bienaventurados, porque son despreciados y les importa un comino.» (...)
«Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto.»
(...)
Hay también otros caminos para la libertad. Desde el principio, apunta en los cuentos de Aldecoa su atracción por la aventura y el viaje, que alcanza momentos de entusiasmo cuando el viaje se hace por mar.
Precisamente hay un cuento, Biografía de un mascarón de proa, que sólo existe en galeradas —fue prohibido por una absurda interpretación del censor de turno*—, que refleja plenamente el sueño viajero de Ignacio.
La vida del mascarón de proa es el resultado de muchas novelas de aventuras, libros de viajes, ensimismamientos ante el atlas.
En las tardes de invierno, grises y frías, de su infancia, Ignacio navegaba por las manchas azules de los océanos, recorría con el dedo las islas, se adentraba por los estrechos, naufragaba en playas maravillosas. Uno de los poemas de El libro de las algas habla de esas
Islas de oro, soñadas en los días
de biblioteca y de pereza cálida.
Aquel sextante, eterno y olvidado,
que un alto sol guardaba en la penumbra
de la vitrina de las cosas raras;
aquel sextante trajo vuestros nombres
sin mácula de islas remotas. Dulces
islas nunca nombradas en los mapas.
Islas de oro tan sólo, islas tan sólo
y un abismo de luz abierto al alma.
Es interesante observar cómo asocia Ignacio la libertad con el sol, con esas islas doradas en las que siempre se sintió feliz. En otra entrevista en la que le preguntaron una vez más por la libertad de expresión, declara:
«A estas alturas la libertad sería para mí una tremenda experiencia: tener un lugar en el sol**[1]. No sé lo que haría teniéndola, lo que sí quiero es tenerla porque pienso que la libertad es el estado natural del escritor. »
Ignacio seguía soñando viajes y aventuras. Sobre los mapas trazaba los caminos de los exploradores míticos, las rutas de los conquistadores, los derroteros de los pescadores, de los piratas, de los aventureros sin fortuna. Y le impresionaba el riesgo calculado de los navegantes solitarios: «La aventura puede ser loca pero el aventurero no», decía Chesterton.
A lo largo de su vida Aldecoa nunca abandonó sus tentaciones aventureras. En varias ocasiones navegó en barcos de pesca. En 1956 se enroló en un barco de altura para ir a Gran Sol. Lo consiguió porque el patrón era vasco como él y aceptó llevarle. Exhibía con orgullo la cartilla de marinero que le entregaron para enrolarse. También se hizo a la mar a bordo de un ballenero en Finisterre. Y otras muchas veces emprendió navegaciones generalmente más cortas.
Aunque el viaje y la aventura le seducían en cualquier lugar que se produjesen —montaña, desierto, bosque— está claro que el mar era su pasión. El mar, que tanto tiene que ver con la libertad, estará siempre presente en su literatura. No sólo en una novela tan significativa como Gran Sol o como Parte de una historia, novela que transcurre en una isla de pescadores perdida en el Atlántico, sino en varios relatos breves y hasta en el título de uno de sus dos libros de versos, El libro de las algas, en el cual es fácil ver, casi en cada poema, el germen de una historia que más tarde narrará en prosa. Siempre el mar. Mar del peligro, mar del trabajo, mar contemplado desde la cubierta de un barco o desde la melancolía de la costa.
Ignacio Aldecoa dejó su ciudad cuando se fue a la Universidad pero el recuerdo de los años alaveses está presente en muchos de sus cuentos: El silbo de la lechuza, Lluvia de domingo, Aldecoa se burla, Patio de armas. Esperando el otoño y muchos más. Hay uno entre ellos, La humilde vida de Sebastián Zafra, en el que destaca la fervorosa recreación de las tierras dulces y suaves de la llanada que rodea Vitoria. Tierras que él exploraba en su infancia lo mismo que el niño gitano protagonista de su cuento.
Sedentarios más que nómadas, los gitanos alaveses de «bajo los puentes» eran amigos de Carmen Isasi, la madre de Ignacio. La visitaban, le vendían la parte de racionamiento que no necesitaban. Ella les daba un dinero generoso y se interesaba por la familia, les aconsejaba, los quería. Los gitanos de Vitoria están unidos a la infancia de Ignacio. Sebastián Zafra, el niño gitano, duro y vulnerable a la vez, era uno de sus personajes queridos (años más tarde, en la novela Con el viento solano, el gitano Sebastián Vázquez seguiría siendo un personaje fundamental para el escritor). Los gitanos de Aldecoa son tratados no como personajes folklóricos sino como seres humanos que viven en unas circunstancias especiales, encerrados en un medio familiar muy peculiar, con sus reglas propias y su entramado de amores y odios. Libres de las presiones de las clases estratificadas del país, pero sometidos a las normas de su propia gente. En el tratamiento de sus dos Sebastianes, Ignacio Aldecoa se adelantó, en mi opinión, a su tiempo. Estaban lejos aún los movimientos a favor de las minorías étnicas, la mitificación de los marginados, etcétera.
El final trágico de Sebastián Zafra, como consecuencia indirecta de la guerra, nos deja un sabor amargo. Pero no es único. Lo mismo que en La humilde vida de Sebastián Zafra la guerra o las consecuencias de la guerra aparecen con frecuencia en los cuentos de Ignacio Aldecoa. En Patio de armas y Las piedras del páramo hay dos versiones del conflicto igualmente estremecedoras. En el primero, un niño vive con lucidez la irrupción repentina del drama en su mundo infantil. En el otro, la brumosa percepción de la realidad, a través de unos sentidos desgastados, hace llegar a un viejo el rumor de la guerra, un rumor anestesiado por su vejez.
La guerra es la catástrofe. Y cuando la guerra termina, las víctimas supervivientes se arrastrarán por los miserables senderos de la posguerra, cercados por una prisión de muros invisibles. Es en este mundo donde se desarrolla el mayor número de cuentos de Aldecoa. Cuentos de trabajadores que viven con resignación, entregados a su destino, trabajadores que, a pesar de las circunstancias, aman su trabajo, sus herramientas.
«... Son trabajos humildes a los que, sin embargo, una dedicación entrañable confiere grandeza», escribí en una ocasión hablando de estos cuentos, Santa Olaja de Acero. El aprendiz de cobrador, Los hombres del amanecer. Cuentos de perdedores y de crueles dominadores, Caballo de pica. Seguir de pobres. Cuentos de solitarios, Muy de mañana. Cuentos de humillados y ofendidos, La urraca cruza la carretera, Quería dormir en paz...
Aldecoa los contempla a todos con una tristeza y comprensión infinitas. Es indispensable aludir a su declaración, tantas veces reproducida, en la revista índice, en 1955:
«Ser escritor es, antes que nada, una actitud en el mundo. Yo he visto y veo continuamente cómo es la pobre gente de toda España. No adopto una actitud sentimental ni tendenciosa. Lo que me mueve es, sobre todo, el convencimiento de que hay una realidad cruda y tierna a la vez, que está inédita en nuestra novela.»
El estilo de Aldecoa se va depurando a medida que avanza en su proceso creativo; los temas se van enriqueciendo y haciendo más variados, pero, desde aquellos primeros relatos de final de los cuarenta hasta el último, de 1969, la coherencia del escritor, su postura ante la condición humana, su solidaridad con los maltratados, permanece inalterable. Sin embargo, la burla, el sarcasmo, el humor negro se abaten implacables sobre la burguesía, triunfadora y avariciosa, inhumana e intransigente, símbolo para Ignacio de los vencedores. Los cuentos de la clase media son cuentos de desamor. Fuera de juego, Los bisoñes de don Ramón, La espada encendida, frisos que van de la gélida ironía al humor más destructivo y esperpéntico.
Las historias de Ignacio brotaban por todas partes. Por donde quiera que iba, por los lugares que recorría, por los paisajes observados fugazmente o meticulosamente estudiados. Nacían los personajes, conocidos o adivinados, en múltiples ocasiones de charla, de contacto cálido y directo con hombres del campo y de la ciudad. Surgían al contemplar por un instante una actitud, un gesto, una postura que le hacían imaginar toda una historia.
Nunca olvidaré el origen de uno de mis cuentos preferidos, La despedida. Viajábamos por la Castilla profunda, en uno de aquellos trenes tristes y lentos de la posguerra. En una pequeña estación, donde el tren paraba un minuto, vimos a una pareja de viejos que se despedían sin palabras. Era un abrazo torpe, apenas un rápido y breve acercamiento. El viejo se separó y miró a la mujer un instante. Ella se secó con el dorso de la mano una lágrima. El subió al tren y la mujer se quedó en el andén, sola, esperando a que el tren se pusiese en marcha. No volvimos a ver al viejo en ningún momento. Debió de entrar en otro departamento. Pero de esa intensa despedida nació uno de los cuentos más hermosos de Ignacio. Cada vez que lo leíamos nos hacía llorar. En aquellos años llorábamos con la literatura, porque éramos jóvenes. Y creíamos en todo lo que sentíamos.
Como dijo el que fue su profesor en Salamanca, Antonio Tovar, en un artículo en el que cuenta lo poco que aparecía por sus clases Ignacio, «sus universidades eran otras». Y tenía razón. El, que tanto aprendió en los libros, aprendió mucho más en la vida real.
Tenía una enorme capacidad para acercarse a la gente de todo tipo y condición. Sus amigos no eran sólo escritores o intelectuales (palabra ésta que no le gustaba nada) sino seres humanos de todos los oficios, artesanos, campesinos, pescadores, toreros, boxeadores. Escribía de ellos y también de los que no tienen oficio y de los que son viejos o todavía niños. Y de las mujeres, resignadas compañeras de hombres trabajadores. Y de las prostitutas.
En aquellos tiempos sus universidades eran las tabernas. En las tabernas se encontraban las gentes, se detenían un momento a trabar conversación, discusión, amistad. Las tabernas eran los foros de los cincuenta, la válvula de escape del país.
En los cuentos de Ignacio Aldecoa hay muchas tabernas. Las tabernas «con su rumor de colmena azuzada», escribe. Tabernas-refugio, tabernas-hogar, punto de encuentro de los vecinos del barrio, a la salida del trabajo, cueva abrigada contra las inclemencias físicas y morales de la calle. Huida también, para los hombres, de las quejas familiares, de los problemas familiares. Lugar de comunicación, de desahogo, de discusión, de información y crítica. Presididas por el tabernero que suele ser gruñón y entrañable, pesetero y generoso y que se convierte, de tanto conocer las debilidades humanas, en confesor, consejero, árbitro sabio, especialista en cosas de la vida, escéptico testigo de las debilidades ajenas.
Ignacio amaba las tabernas como amó, luego, los bares de Nueva York. En Nueva York él, que no hablaba inglés, sostenía largas conversaciones con los barmen de sus bares preferidos. «Ellos lo entienden todo», decía recostado en la barra mullida. Encontraba en los bares americanos la misma cualidad de refugio, de hogar, el mismo lugar de confesión y desahogo. La diferencia entre las tabernas españolas y los bares americanos estriba en el acercamiento. El contacto entre el barman y el cliente es individual y no en grupo. Pero las diferencias son mínimas en cuanto a la función que desempeñan tabernero y barman, confidentes, amigos, observadores de la vida que fluye a su alrededor.
En cuanto al alcohol, es el remedio, la exaltación, una forma de traspasar los límites de lo real, de lo cercano real, de transgredir las normas de lo aceptado como moral.
Mundos cerrados, personajes derrotados que se esconden en las tabernas y en los bares con sus sueños aplastados, que cuentan y son escuchados y olvidan por un momento sus problemas. Con Ignacio recorrí cien tabernas madrileñas y otras tantas de otros lugares de España. Y muchos bares de Nueva York. En una taberna de Madrid, La Gabriela, descubrimos un día que queríamos casarnos. En un bar de la calle 52 de Nueva York descubrimos que estábamos viviendo el año más feliz de nuestra vida. Los dos descubrimientos eran verdad.
Cuando nos casamos, en el año 52, nos fuimos a vivir a una casa en el paseo de la Florida, la casa que aparece constantemente en mis sueños. Las ventanas de nuestro apartamento daban al río Manzanares. Al otro lado del río sólo había solares y chabolas. La casa estaba cerca de la ermita de San Antonio de la Florida, y a las tabernas cercanas, incluida Casa Ricardo que estaba al lado de nuestro portal, acudía la flor y nata de la Bombilla. Y aquella otra gente, tímida y encogida de las chabolas. Eran emigrantes de los pueblos de España, una parte de la población rural más desfavorecida, que al terminar la guerra se trasladó a Madrid buscando salir de la miseria de los pueblos y huyendo también de las venganzas, los odios, las terribles consecuencias que en los lugares pequeños sucedieron a la guerra. Al otro lado, Solar del Paraíso. Tras de la última parada. Quería dormir en paz. Hasta que llegan las doce, junto con la Balada del Manzanares, son todos cuentos que tienen que ver con aquellos años vividos cerca del río.
En aquel barrio Ignacio hizo muchos amigos, pero había uno, Paco el frutero, que tenía su puesto de venta delante de nuestra casa y con el que iba a pescar muchos domingos. Paco conocía lugares vírgenes, zonas del Manzanares y del Jarama, en los que todavía podía llenarse una buena cesta de peces.
Paco había sido capitán en la guerra, un capitán improvisado y sentimental que lloraba al recordar la acongojante consigna de Pasionaria: «Vale más morir de pie que vivir de rodillas».
A Paco le temblaba la voz cuando decía: «Unos meses más y ganamos la guerra...»
Todavía la guerra no está muy lejos —¿qué son diez años?—. Sí, esas tabernas y esos amigos eran entonces las universidades de Ignacio Aldecoa.
Y cuando vivía en el pasaje de la Alhambra, antes de casarnos, las universidades se extendían por esa zona, en la que hoy se multiplican los lugares nuevos de copas y comidas. Por entonces, frecuentábamos Casa Pedro-Vinos de Méntrida, en la calle Infantas. Y una taberna en la calle de Válgame Dios y el Bar del Circo, justo al lado del antiguo Circo donde Ignacio solía escribir por la mañana. O las tabernas de los artistas circenses. Allí estaban los vinos de Valdepeñas y los gazpachitos, tapa en verano, así como las aceitunas en invierno.
En Casa Pedro paraban chóferes de casas importantes cuyos señores eran títulos. Se me ocurre ahora que ellos a su vez estarían en Jerez tomando sus finos.
Los chóferes contaban historias increíbles de sus señores.
Y luego estaban las prostitutas de alguna casa cercana que jugaban al mus con los estudiantes y les contaban sus vidas (Faulkner dijo que la mejor universidad para un escritor era una casa de putas).
Las historias imaginadas o reales aparecían paralelas al curso de nuestra vida. 1934. Acaba de nacer nuestra hija y decidimos lanzarnos al sur. Alguien nos había hablado de un pueblecito de Málaga, poco conocido entonces, Torre del Mar. En el pueblo sólo había una fonda, la Fonda España y en ella nos instalamos. Estábamos solos. Ignacio colocó la máquina de escribir sobre una camilla y creo que nunca la volvió a tocar. Porque en el pueblo blanco, que se extendía a la orilla del mar, estaba la gente. En las mañanas soleadas de diciembre, paseábamos por la playa con Susana en su capacho y la deliciosa compañía de un niño pescador que nos guiaba a todas partes. En la taberna, al mediodía, estallaba el flamenco con cantaores que Manolo sacaba no sé de dónde, «que cantarán para ustedes si yo se lo pido».
Por la noche, era el Casino, sólo de hombres, sentados en torno a mesas camilla, con sus sombreros oscuros, la baraja, la copita de anís. Y el niño marinero a nuestro lado, siempre que no tuviera que ayudar a su padre. Ese niño inspiró a Ignacio un precioso cuento, Pedro Sánchez, entre el cielo y el mar. La máquina de escribir estuvo abandonada durante el mes que estuvimos en Torre del Mar. Pero de esa estancia en el pueblo malagueño nacieron dos cuentos completamente distintos. El del niño pescador y otro, Anthony, el inglés dicharachero (El asesino), una historia durísima de cante, copas, crímenes pasados, crítica amarga de señoritos desalmados, un tema que ya en otro cuento, Caballo de pica, había alcanzado tintes especialmente dramáticos.
En las tabernas se bebía, se vivía y se aprendía. Para hablar de libros, para discutir de libros estaban los cafés. El Gijón sobre todo y también el Abra, el Lyon y, antes que todos estos, la Granja Castilla, con Jardiel Poncela que vivía cerca, apareciendo casi a diario, iracundo y brillante.
Lo de los cafés era sentarse y empezar a charlar, apaciblemente al principio, luego a voces desaforadas. No siempre era literatura, por supuesto. Se practicaba la crítica de los ausentes y el chismorreo apasionado sobre personas públicas o cercanas. También allí se aprendía. Se intercambiaban informaciones, libros, noticias. Se navegaba por la desesperanza del presente y la vehemente esperanza del futuro.
Rodeada de libros, de nuestros libros que me acompañan siempre, me asombro de los que conseguimos reunir rebuscando en bibliotecas familiares, en librerías semiclandestinas de nuevo y tentadoras librerías de viejo.
Rememoro la búsqueda de libros, no sólo de lo último que se hacía fuera de España en aquellos años del medio siglo, sino de lo que se había hecho desde el año 36 en un mundo del que permanecíamos lejos, en un aislamiento que parecía insalvable. Repasando estos libros me siento transportada al fervor del descubrimiento, a unas sensaciones difíciles de experimentar en medio de la abundante oferta literaria que disfrutamos en este final de siglo.
Recuerdo el Santuario de Faulkner, aparecido milagrosamente en la calle Barquillo, en un almacén de Espasa-Calpe que había editado el libro antes de la guerra. Recuerdo el entusiasmo de Ignacio cuando encontró en los puestos del Sena una edición belga con ilustraciones de Magritte, de Les chants de Maldoror. En la primera página del libro dice, escrito por Ignacio: «París, 2 de septiembre, 1952, I».
Eran tesoros que había que registrar, había que dejar constancia de la fecha y el lugar del hallazgo. Como Other voices, other rooms de Capote que yo compré casualmente en la estación de Amsterdam en 1950, porque me atrajo la foto que luego fue famosa, del adolescente rubio y lánguido derrumbado en una chaise longue. También en ese libro anoté: «Amsterdam, 1950».
Al unir nuestras bibliotecas repetíamos títulos; Australes, Universales, Clásicos Españoles. Y la novela del XIX europeo. Traducciones de Conrad que Ignacio había encontrado en librerías de viejo. Nuestros libros. Los rusos de la Revolución. Los franceses malditos. Los latinoamericanos, de Mallea a Jorge Amado. La primera edición de Bestiario de Cortázar. Carpentier, Borges. Los de abajo, de Azuela. El mundo es ancho y ajeno. La colección popular del Fondo de Cultura Económica llena de títulos apasionantes. Y lo que empezaban a publicar Vargas Llosa y García Márquez. Luego estaban los libros de viajes y las obras de los conquistadores. La conquista de Nuevo México de Bernal Díaz del Castillo, uno de los libros favoritos de Ignacio. Repaso el contraste y el desorden de los estantes llenos de «favoritos». Valle-Inclán y Bajo el volcán, Quevedo y Hemingway, El mundo de Guermantes, traducción de Salinas... Viejos tesoros y tesoros nuevos. Pavese, Pratolini. La fascinación por el existencialismo. Los libros de Sartre, de Camus, de Beauvoir, intercambiados y discutidos en el café o en las cuevas de Sésamo donde un día memorable cantó Juliette Greco...
La pasión por la lectura era inagotable. Ignacio se sentía arrastrado por muy variados rumbos. Además de la narrativa, biografía, filosofía, mucha poesía. Los tentadores libros de viajes, la novela negra, la historia del gangsterismo.
Había modas que invadían las tertulias. Descubrimientos deslumbrantes que parecían indicar el camino a seguir en literatura. Ignacio se asomaba a ellas. Pero no se dejaba influir fácilmente por lo pasajero. «La moda —decía— es lo único que pasa de moda. Su esencia es pasar.»
Nuestra vida se vio gradualmente enriquecida por un cúmulo de novedades que en los años finales de la posguerra «dura» tenían un extraordinario valor. Para nosotros los cambios se iniciaron a finales de los cincuenta. El verano del 58 nos fuimos a Ibiza, influidos por el entusiasmo de dos amigos, Rafael Azcona y Fernando de Castro, que conocían muy bien la isla.
Ibiza, en el 58, era una isla casi virgen que estrenaba aeropuerto aquel verano.
Llegados de la meseta, el Mediterráneo de las islas, el Mediterráneo clásico, nos cautivó. La higuera, la sabina, la pita, las casas blancas, el cielo azul, la gente de negro. Y el mar, el mar nuestro ya para siempre.
En Ibiza nos sentimos inmersos en la libertad. Libertad en las conductas personales. Libertad en las costumbres. Libertad respetada y aceptada con naturalidad por los isleños. Parecía que habíamos encontrado «la felicidad». Peligrosa palabra que hay que escribir siempre entre comillas.
Desde Ibiza, desde el verano esplendoroso de la isla, nos trasladamos a Nueva York con una beca. Así que el curso 1958-59 estuvo lleno de impresiones nuevas y luminosas.
Manhattan Transfer era la inevitable referencia literaria del comienzo de los cincuenta. Y luego estaba el cine, Nueva York, deslumbrante, vivo, extrañamente cercano. La fuerza de Nueva York nos atrapó. No sólo eran el Village, Central Park, Broadway, la calle 42, el Madison Square Garden. No sólo eran los lugares tantas veces entrevistos en imágenes, descritos con palabras. Eran los museos, las librerías, los teatros off Broadway, las calles. Sobre todo las calles, con su espectáculo humano cambiante, rítmico y profundamente estable a la vez. Escribo del Nueva York de los últimos cincuenta, pero esa cualidad de cambio y permanencia me sigue pareciendo característica de la ciudad. Todas las veces que he vuelto a ella, la última hace pocos meses, he encontrado la misma atmósfera que encontré en octubre del 58. Lo que ha llegado a constituir la esencia de Nueva York como capital del mundo: su capacidad de asimilar personajes de lugares muy distintos, vanguardias, ideas, gustos, sensibilidades diferentes, para dotarlas de un común denominador: la necesidad de ser libres. Y, a partes iguales, una mezcla equilibrada de escepticismo y entusiasmo, dureza y delicadeza, generosidad y avaricia. Lo brillante y lo oscuro de Nueva York.
En su Letanía de Nueva York, poema inédito escrito mucho antes de conocer la ciudad, Ignacio escribe:
Nueva York
Papa loco de los espantapájaros
que guardas el corazón de los pantanos
en tu pecho de cemento tu armado.
Nueva York
Taquillero de los ocasos
en que cantan los emigrados
las canciones de los rebaños.
Nueva York
Polo tercero, disecado
y tremendo bosque fálico.
habitado de pobres y millonarios.
Nueva York
Es uno tan literario
etc..
En Nueva York aprendimos el significado del verbo to belong. Sentimos, averiguamos, decidimos que pertenecíamos a Nueva York.
Nos gustaba explorarlo, reconocerlo. Nos gustaban las excursiones con nuestros amigos los Costa a las playas de Long Island, las mansiones abandonadas del invierno por las que creíamos adivinar la sombra de Gatsby.
Y luego las Iglesias de Harlem donde cantaban los negros y nos hacían un hueco —año 58— en sus bancos.
Y la barbería cerca de Columbus Circle donde un día asesinaron a un conocido gángster. El bar de Jack Dempsey; el jazz de The half note; la taberna de un gallego, down town, donde comíamos alguna vez, llena de españoles exiliados; La Casa Vasca, refugio de vascoamericanos donde los jóvenes sólo hablaban euskera e inglés. Y en La Casa Vasca, la fiesta de Santa Águeda, con los coros cantando en aquel bar, aquella taberna, arrancado todo de un rincón del auténtico Euskadi.
Con el cuadro de honor de los vascos muertos en la Segunda Guerra Mundial.
Los amigos americanos nos ayudaron a conocer otro Nueva York. Los Barnes, Courtie y Trina, ella una Me Gormick de la familia del Chicago Tribune, luchadora por los derechos civiles, él un apasionado de la música, creador de un Festival importante en Colorado, nos abrieron sus salones en los que se reunían siempre personas interesantes. Allí conocimos a Gustav Regler, autor de La última cruzada, una novela sobre la guerra de España prologada por Hemingway. Regler, que acababa de entrar en Estados Unidos por primera vez después de muchos años, a pesar de estar casado con una americana, porque estaba vetado con el curioso eufemismo de «prematuramente antifascista».
La casa de Waldo Frank, la casa de Margaret Naumburg y los españoles Caries Fontseré, el extraordinario fotógrafo, y su mujer, en cuya casa conocimos a Andrés Segovia, a Dalí y Gala. Ángel Zúñiga, que nos mostró lugares insólitos de la ciudad, lugares que muchos neoyorquinos no conocían. Francisco Avala. El grupo de Columbia, Paco García Lorca, Laura de los Ríos, Florit. El maravilloso estudio de José Guerrero.
Greta Garbo en el cruce de dos calles. Fidel Castro que la noche de fin de año había triunfado en Cuba y pocos meses después llegaba a Nueva York y lo veíamos en Washington Square con sus barbudos rodeados de niños...
Todo esto tenía que influir en la formación literaria y humana de Ignacio. Su poema anticipado refleja su intuición de la ciudad, pero el conocimiento directo le fascina por completo.
Lo mismo que a principios de los cincuenta descubrimos un París lleno de sugerencias literarias, los existencialistas, el Café Flore..., también Nueva York nos puso en contacto con la última literatura, los beatniks, cuyos bares y puntos de encuentro visitábamos con nuestro amigo Dale Brown, joven escritor que conocía a Kerouac y que nos desveló los lugares clave del Village.
Nueva York, como París, nos acercó al cine prohibido en España. Todavía estaba en el ambiente la Guerra Civil. Vimos documentales emocionantes, como Tierra española. Y muchos filmes nuevos que nunca habían pasado por nuestras pantallas.
Cuando regresamos a España, en mayo del 59, volvimos a Ibiza. Ibiza y Nueva York se habían convertido en dos polos de atracción fundamentales. Encontrábamos, en ambos, puntos de contacto que tenían que ver con un ambiente de libertad y un aire de universalidad evidentes.
No obstante, el reencuentro con nuestra ciudad, en otoño, fue alegre. Madrid nos atraía siempre. Allí estaban nuestros amigos, nuestro mundo personal y literario. Lo que rechazábamos era la presión política y social, más difícil de soportar después de las escapadas a la libertad.
En los años sesenta se iniciaron transformaciones importantes en la vida del país. El comienzo del turismo y la salida de los trabajadores españoles a Europa, aparte de originar una corriente de divisas, fueron responsables de un cambio progresivo en nuestra sociedad. La economía se desliza por la senda de un tímido bienestar. Los primeros coches, los primeros síntomas de confort. Es posible remontar la escasez y la tristeza derivada de la escasez. El porvenir no es tan negro, titula Ignacio un cuento publicado en 1961. Es un cuento triste pero se atisba en las actitudes de los personajes —oficinistas modestos— un leve deseo de afrontar el futuro.
«A mal tiempo buena cara», dice el protagonista que celebra su cumpleaños con una pequeña fiesta entre amigos. «Te tomas cuatro vermuts y el porvenir no es tan negro.»
Una vez más, la evasión de la realidad a través del teatro aparece en este cuento.
«Si en mi casa no hubiese sido necesario que yo entrase en una oficina, qué sé yo si a estas horas estaría por esos mundos haciendo comedias», dice el anfitrión. Y como muestra de sus habilidades hace una exhibición de imitaciones de cantantes conocidos. Pero he aquí que se produce un efecto inesperado. El niño mayor del imitador de pronto se echa a llorar. Convenientemente interrogado, el niño da la estremecedora explicación de su llanto: «Se ha marchado papá, se ha marchado papá.»
La realidad vuelve a colocar a cada personaje en su sitio. Y el cuento termina:
«Solamente unos minutos se habían marchado papá y mamá y sus amigos, pero ya estaban de regreso.»
Se puede empezar a soñar pero con precaución. La realidad, todavía deja poco margen a la ensoñación. Estamos en 1961.
Si nos detenemos a analizar por un momento los cuentos de Ignacio Aldecoa de los años sesenta observaremos que, sin abandonar aquellos en los que predomina la repercusión de «lo social» o lo político en la vida de sus personajes, hay un giro en sus narraciones: un acercamiento a los conflictos, sentimientos, problemas intemporales del ser humano. La despedida, cuento ya citado, es un ejemplo de narración en la que nos interesan los sentimientos de los protagonistas. Hay un hecho, una despedida, un viaje hacia un futuro inmediato e incierto. La despedida, la separación angustiosa, su estoica aceptación tiene que ver con lo que hay de eterno en las relaciones humanas independientemente de la situación social de los personajes.
Comparándolo con Seguir de pobres, un cuento típico de los cincuenta y creo que uno de los mejores de este libro, vemos que en él es clara la denuncia de una injusticia social, agravada por tratarse de un hombre que ha salido de la cárcel. Pero lo fundamental es la denuncia del abuso, la solidaridad entre los trabajadores, la ternura inmensa que produce el segador enfermo y solo.
Dentro de los cuentos de los sesenta hay unos cuantos que tienen en común una incursión en el misterio, en esa línea indecisa entre la realidad y la posible-imposible irrealidad.
En Hermana Candelas la espiritista ofrece el bálsamo de su poder para conjurar voces amigas y lejanas. Brumosa ella misma entre las brumas de sus poderes —«La oscuridad absorbía su figura, transformándola en sólida tiniebla»—, Hermana Candelas recibe al final del cuento una llamada muy poco misteriosa de la Telefónica reclamándole el pago de una cuenta —real— pendiente. Pero vuelve a sumergirse inmediatamente en el mundo de lo mágico:
«Le inquietó la voz de la telefonista, temida, lejana, monótona, neutra, como las de allá.»
En Dos corazones y una sombra hay un juego entre infantil y morboso de dos hermanas que viven, en una atmósfera un tanto irreal, la indudable realidad de una sombra compartida.
Y el espléndido ha vuelta al mundo en el que una vieja pareja mueve las fichas del parchís sobre una camilla, a la luz de una lámpara de porcelana, acompañados por el perro que dormita y el rumor de la lluvia de una noche de noviembre, todo ello un poco espectral. Esa pareja de ancianos —actores, lo sabremos más tarde— va transformando su realidad en una sutil recreación de su vida a través de fragmentos de las obras representadas en el pasado. Hay una marcha atrás, un reconocimiento de episodios amorosos y al mismo tiempo una comprensión de las claves de la vejez, extraordinarios. El viejo recuerda:
«...las palabras de ayer que le gustaba decir. Pensó en el regusto de vivir trágicamente sin peligro y como en un sueño, de manera que todo se pudiera borrar despertando.»
Y más adelante:
«se pasó las manos por el rostro, incapaz ya de sostener un gesto, terriblemente fatigado y marchito pero donde había estado el mundo...»
En los sesenta el país parece tomar rumbos nuevos. La posibilidad de tocar con la mano una Europa que poco a poco va introduciéndose en España, las primeras revueltas serias, los documentos de protesta, refuerzan la esperanza de un porvenir si no brillante, no tan negro. Los cuentos de Ignacio acometen también temas nuevos. No significa esto que renuncie a su mundo literario, que estará siempre comprometido con el ser humano. Preguntado en una entrevista del año 68: « ¿Contra qué escribirías?»
Contesta:
«Contra la injusticia. Contra lo que escribo. Pero mi temática es más amplia: la brevedad de la existencia, la humanidad, la medida del hombre frente a la naturaleza.»
Los nuevos cuentos son en realidad un aspecto nuevo de su intención programática. Son también el resultado de la evolución de un creador a lo largo de los años; de la influencia del medio que le rodea cuando éste cambia y de su propia vida, sometida a su vez a transformaciones.
Verano tras verano regresábamos a Ibiza hasta aquel último, el verano del 69 en que el hombre pisó la luna.
A lo largo de la década de los sesenta Ignacio escribió, además de otros libros, varias narraciones que se desarrollan en la isla. La piel del verano, Al margen, Ave del paraíso, La noche de los grandes peces, Amadís, Un corazón humilde y fatigado. La más representativa, Ave del paraíso, es una narración larga y perfecta. La ironía, el humor, la melancolía, juegan una brillante comedia del arte en torno a unos personajes irrepetibles. Era el invierno de la isla en los primeros sesenta. El invierno de los desguaces, los derrelictos arrojados a la playa por oleajes turbulentos. Náufragos voluntarios o forzosos que los habitantes de la isla veían desfilar ante sus ojos. Grupos de jóvenes inútiles o rebeldes, los eternos vagos, las conocidas ovejas negras. Y los primeros beatniks americanos, que transportaban a la isla un paraíso desleído en humo, en alucinaciones suaves, en mentiras soñadas.
Ignacio Aldecoa partiendo de su capacidad de vivir y de convertir lo vivido en literatura construye un hermoso esperpento de una realidad ya en sí misma desorbitada. El personaje de El Rey —cínico y triste, gozador y brutal, fuerte y destruido— es uno de los personajes más auténticos, al par que insólito, de la literatura de Aldecoa. Pequeño román a clef, Ave del Paraíso es la historia de unos seres que representan el guiñol de su vida con brillantez. El invierno disparatado e intenso termina y los títeres dejan de jugar. El Rey abandona su esperpéntica corte, rodeado de una aureola de turbia melancolía:
«Cuando yo vuelva, si vuelvo, nadie estará ya aquí. También os habréis ido.»
Dice al final del cuento. Y es cierto. Nadie estará nunca más allí, en el invierno de la isla. Cuando murió Ignacio, el Rey estaba en una cárcel de Kabul. Desde allí me escribió una carta conmovedora.
Amadís, otro de los relatos de Ibiza, inspirado en la muerte de un viejo playboy mediterráneo, es el penúltimo de los cuentos de Ignacio. El último, Un corazón humilde y fatigado, es un cuento distinto de los demás de la isla, en la más pura línea de los cuentos irrepetibles de Ignacio. Un niño enfermo del corazón, cuidado y mimado por su padre viudo, dueño de un almacén de coloniales en el puerto, oye casualmente una conversación del padre con un hombre que viene a suplicarle, respetuoso y humilde, que atestigüe cómo vio que asesinaban a su hijo en la guerra:
«Usted lo vio. No le pido más que eso. Lo demás ya no importa. Quién lo hizo, no importa. Tiene que certificar la muerte de mi hijo porque necesito que no haya desaparecido, que esté muerto.»
El descubrimiento por parte del niño «de un horizonte de tiempo donde estaban sucesos y aullidos que no formaban parte de su vida y ahora regresaban, siniestros y en bandada», crea unos momentos de terrible angustia en los que el padre trata de justificar que él no sabe nada del asunto, que él no le debe nada a aquel hombre que ha repetido insistentemente: «Tendré que volver.»
Mientras, el hombre se aleja: «... caminaba como había hablado, con lentitud y humildad, cargado de lutos antiguos.»
Parte de una historia, su última, novela, publicada dos años antes de morir, es una muestra de la evolución literaria de Ignacio en los años sesenta. Guarda cierto paralelo con los cuentos de Ibiza y es el resultado de esa evolución natural que se produce en la vida y la obra del escritor. Parte de una historia introduce un elemento literario nuevo en la obra de Aldecoa. Escrita en primera persona, el narrador es testigo de la vida en una isla de pescadores perdida en el Atlántico que se ve perturbada por la irrupción de los náufragos de un yate americano. Jóvenes desnortados, pertenecientes a un mundo contaminado por la civilización, trastornan la existencia tranquila de los escasos habitantes de la isla. Durante los días que permanecen en ella los intrusos, se suceden las juergas, las borracheras, los juegos amorosos que implican a jóvenes de la isla. Hasta que la tragedia, inesperadamente, pone fin a la fiesta. Uno de los americanos, en plena celebración del carnaval, se lanza al agua y no puede volver.
El narrador observa, cuenta, monologa. En su reflexión introspectiva hay referencias oscuras a conflictos personales, crisis, desajustes emocionales que le han llevado a la isla.
Esto es lo nuevo de Aldecoa; que, por primera vez, habla de sí mismo. Y me parece la clave para comprender lo que llamo su paso a otro momento de creación. Sin embargo, el mundo de los pescadores, hombres y mujeres que viven duramente de su oficio en una especie de república feliz, está tratado con la ternura y la comprensión de siempre. Lo mismo que las bellísimas descripciones del paisaje desértico de la isla, el viento africano, la arena que se introduce entre los dientes y las teclas de la máquina de escribir, el mar, peligroso y amigo.
Hay un ensanchamiento, un enriquecimiento en esta novela, nunca una traición ni una renuncia a su actitud ante la vida. Parte de una historia es una fábula moral y a la vez una deslumbrante iniciación al autoanálisis. Para Ignacio, como para muchos críticos y lectores entre los que me incluyo, ésta es su mejor novela.
Durante la década de los sesenta viajamos con frecuencia fuera de España. París, la Costa Azul, Varsovia, Colonia, Amsterdam... En Estados Unidos descubrimos lugares nuevos. Siempre Nueva York, pero también Chicago, Nueva Orleans, peregrinos del jazz al inolvidable Preservation Hall.
Ignacio programaba como siempre. Tenía en marcha el proyecto de una novela muy larga que se llamaría Años de crisálida y que trataría de la evolución personal e histórica de un grupo de hombres y mujeres de su generación.
«Hemos vivido inmersos en unos años de crisálida», solía decir.
Dentro del ciclo La España Inmóvil, le faltaba la última novela, la de los toros. Cuando murió estaba siguiendo la vida de los toreros que empiezan, acompañado de su gran amigo Domingo Dominguín.
«Programo para largo», dijo en una entrevista. Pero la brevedad de su vida le impidió cumplir ese programa. Se quedó sin hacer la otra «parte de la historia».
En este libro están encerrados veinte años de cuentos de Ignacio Aldecoa, «el narrador de historias». Desde 1949 a 1969. Estos cuentos son piezas de un escalofriante puzzle. Uniéndolos, la imagen resultante sería la de un país, España, y de una época, la sórdida posguerra.
La repentina desaparición de Ignacio fue un cataclismo. ¿Por qué?, me preguntó entonces mi hija, abrazándome. Todavía hoy no he sabido contestarle, no he sabido encontrar la respuesta. Veinticinco años sin Ignacio. Veinticinco años durante los cuales el tiempo me ha envuelto, zarandeado, desgastado poco a poco.
Cuando el mundo se ha ido transformando en otra cosa: muros derrumbados, nuevas políticas, nuevos descubrimientos. Cuando Franco murió. Cuando han ido desapareciendo tantos amigos. Cuando nació nuestro nieto que ya tiene quince años. Mil y una veces me he preguntado qué pensaría Ignacio, qué diría Ignacio. Desde el primer momento de su pérdida he sido consciente de hasta qué punto me alimentaba de él, necesitaba hablar, discutir, analizarlo todo con él. Al releer todos sus cuentos he recuperado una parte importante de mi vida. Un escritor no muere nunca. Ignacio, que tenía obsesión con la muerte aunque era una de las personas más gozadoras de la vida que he conocido, descubrió un día en Estados Unidos una fascinante norma que expresaba muy bien su filosofía de la existencia. Y la cumplió:
«To live fast, to die young and to leave a good looking corpse. »
Josefina R. Aldecoa