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EL VIENTO Y LA GUERRA
La guerra. El extraordinario.
En mudos signos escasos
—seis signos negros—, espantos,
aún más negros que este negro,
espantos sin fin se apiñan.
Aún fría, recién nacida,
encima ya pero abstracta,
sin hombres, sin horizontes,
la guerra, seca, de enormes
letras siniestras, sin sangre.
Su noticia, contubernio
de seis signos con la tinta,
ya para siempre manchó
aquel candor de una hoja,
tan sin empleo, tan pura,
que pudo haber anunciado
las pulseras de pedida,
la llegada de los barcos
que vienen de las Antillas,
los nuevos discos de baile,
las tiendas de las floristas.
Pero su blancura fue
condenada a lo peor,
y una mano
no quiso seguir tocándola,
y al aire la abandonó.
Ahora, sola, ya sin ojos,
a quien henchir de dolor,
se arrastra y gime. Gemido
grotesco de unos papeles,
rozando el sueño;
confusa sombra, alimaña.
alfabético el pelaje,
acosada
por las justicias del aire.
El gran aire que se alza,
en las ciudades inmensas,
en las calles sin un alma,
allá en la alta madrugada,
del día, precisamente,
que la guerra se declara.
La empuja el aire, la corre,
calle arriba,
sobre el asfalto llovido,
sobre rieles de tranvía,
calle abajo; la arrincona
contra muros sin salida.
Triste bandada de hojas,
acuciadas por la ira
del aire ajusticiador
huir querría,
falsas alas de papel,
tomar vuelo. Pero el peso
de la cuenta de los muertos,
el lastre de las arengas,
la carga de telegramas
del mal agüero, le niegan
hasta el primer escalón
del aire, escala del cielo.
Y allí en la tierra —ni tierra,
en el asfalto— acosada,
viento arcángel la flagela
blandiendo sus mismas páginas.
Tres faroles, altaneros,
jueces de fría mirada,
testifican el tormento.
Y algún reló, historiador,
desde su torre, metálico,
a la agonía le cuenta
sus estertores, las tres,
las tres y media, las cuatro.
Arcángeles, revestidos
de túnicas de chubasco,
sus espadas de agua hincan
en la carne de espantajo
del monstruo de la noticia.
A desgarrarse ya empiezan,
de papel, sus miembros flacos,
van por el aire, hechos trizas,
las más fatídicos párrafos,
y las frases se desbandan,
como cuervos espantados.
Y al fin, justicia total,
los signos se desajuntan,
los seis signos del vocablo.
La gran cosa atroz, la guerra,
se va quedando
sin palabra que la miente;
y anónima ya, no existe,
con su nombre se ha olvidado.
Y cuando se estrena el alba
en la calle, todo está
limpio, no ha ocurrido nada.
Los ojos salen del sueño,
felices, a otra mañana,
por unos minutos más
en santísima ignorancia.
Y lenta, pasa, muy lenta
—lo mismo que la mirada
de amante que muere amando
sobre el rostro que se deja
atrás—, lentísima pasa
la última hora de la paz,
sobre la ciudad en calma.