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De prisa, la alegría,
atropellada, loca.
Bacante disparada
del arco más casual
contra el cielo y el suelo.
La física, asustada,
tiene miedo; los trenes
se quedan más atrás
aún que los aviones
y que la luz. Es ella,
velocísima, ciega
de mirar, sin ver nada,
y querer lo que ve.
Y no quererlo ya.
Porque se desprendió
del quiero, del deseo,
y ebria toda en su esencia,
no pide nada, no
va a nada, no obedece
a bocinas, a gritos,
a amenazas. Aplasta
bajo sus pies ligeros
la paciencia y el mundo.
Y lo llena de ruinas
—órdenes, tiempo, penas—
en una abolición
triunfal, total, de todo
lo que no es ella, pura
alegría, alegría
altísima, empinada
encima de sí misma.
Tan alta de esforzarse,
que ya se está cayendo,
doblada como un héroe,
sobre su hazaña inútil.
Que ya se está muriendo
consumida, deshecha
en el aire, perfecta
combustión de su ser.
Y no dejará humo,
ni cadáver, ni pena
—memoria de haber sido—.
Y nadie la sabrá, nadie,
porque ella sola
supo de sí. Y ha muerto.