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¡Cuántos años
has estado fingiendo, tú, la oculta,
ser la aparente hija
del mundo, de tus padres, de la tierra
en donde nació el tallo de tu voz!
El sol sobre tus hombros
los ponía morenos;
si el frío te estrechaba entre sus pieles
nítidas, tú temblabas.
Y parecías ser la criatura
de los azares,
esperarte a ti misma en cada día.
Dulce materia firme en la que el mundo,
con nieves o con sol, con pena o dicha,
se entretenía caprichosamente
en modelar prodigios, rostros y alma,
sin que tú hicieses nada
sino aceptarlos con sonrisas,
mirarlos en tu espejo,
e irte luego con ellos por la vida
como si fueses tú. Tu cuerpo mismo
se figuraron que labrado estaba
con la materna leche, por el tiempo,
con el crecer, por exteriores leyes,
y vestido
por las sedas que pintan otras manos.
Pero un día en la frente,
en el pecho, en los labios,
metal ardiente, óleos, palabras encendidas
te tocaron y ahora
por fin te llamas tú.
Coronada de ti, de ti vestida,
lo que te cubre el alma que tú eras
no es ya la carne aquella, don paterno,
ni los trajes venales, ni la edad.
En la común materia
—ojos, gracia, bondad, esbelta pierna,
color de los cabellos, voz, bravura—
que en ti llevabas,
te has infundido tú, y a ti te has hecho.
Ya no recibes vida, tú la creas.
Tú, de tu propia criatura origen,
del vago simulacro de tu antes
te sacas tu nacer: recién nacida
voluntaria a vivir. Y ya no debes
nada —estás sin pasado—
a la tierra, o al mundo, o a otros seres.
Si acaso, besa agradecidamente
en los labios del aire de esta noche
—suelo de trébol, techo de luceros—
a la que te ha guiado, misteriosa
potencia del amor, hasta ti misma,
para que al fin pudieses ser tu alma.