21
A LAS CINCO
Tormenta en madrugada.
Empezó, parecía,
por un tronar soñado.
Pero el grito del rayo
abriéndome los ojos
la saca de mi sueño
y se la entrega a todos,
de verdad, por el cielo.
¡Qué vastedad de ruedo,
de blandas nubes grises!
El gran toro del ruido,
un toro, solo, ciego,
se topa y se retopa,
en la nada, en sus ecos.
Se le atreven los rayos
—raudos banderilleros—
y en lo alto del retumbo
le clavan los destellos.
Tibia sangre incolora
le corre por los flancos
y a la tierra nos llega
desvanecida, en ecos
de lluvia. ¡Qué embestidas
inútiles le empujan
contra el azul supremo!
Sus cuernos embolados
buscan a los luceros;
pero la aurora rosa
estrenando su seda
le burla, con su quiebro.
La pobre bestia enorme
huye por los confines
a una muerte sin duelo.
Triunfal, canta su, gloria,
en el día que empieza,
el clarín del silencio.
¿Qué queda de la gran
tauromaquia celeste?
Tímido, salta un pájaro
aprendiz de la rama.
Se está probando el vuelo.
Como le sale bien,
pía, de satisfecho.
Colgando de unas hojas
unas gotas de lluvia,
apuntes de elegía
por el gran toro muerto,
descansan, en su rumbo,
de lágrimas al suelo.
Suaviza su nombre,
tonante, la tormenta:
ya se llama recuerdo.
Los párpados se cierran,
y encantados del juego
me devuelven, despacio,
muy despacio, mi sueño.