6
HOMBRE EN LA ORILLA
I
Este río no es aquél:
corriente, a secas.
Álveo que ignora el agua.
¿Dónde en la orilla, la yerba,
dónde espumas cuando guijas,
dónde sombras que se bañan
descendiendo de los chopos?
Ruedas, sólo ruedas, ruedas.
Confuso caudal frenético,
su prisa nada refleja:
ni a esa nube ni a aquel pájaro
con ave o nube contesta.
Ni recuerdo de las nieves
desde su origen la alegra,
ni hay más que le esté esperando
con la eternidad abierta.
Ruedas, prisas, prisas, ruedas,
todas saben dónde van.
Cada rueda hacia lo suyo.
Pero el caudal sabe más:
sabe que nunca se llega
cuando no hay dónde llegar.
El hombre, en la orilla, tiembla.
Ruedas primeras:
Mrs. Dorothy Morrison, rodando.
Va rodando, a este viernes, y a las cuatro.
Sus años treinta y siete, y su belleza…
La belleza se hace, adolescente,
se deshace, elegía, y se rehace
a las cuatro de un viernes, de cualquiera,
previa una cita con Madama Fárfula,
si sus manos tan doctas en misterios
evocan otra vez en las mejillas
primaveras dormidas, en reserva.
No hay duda, se rehace. (Rueda, rueda.)
Las cuatro menos tres. Pronto su cara
bajo glorias de luces fluorescentes
se volverá a nacer, de entre las olas.
(Parada en una esquina.) Los espejos
a coro le dirán que todo vuelve.
(A rodar otra vez.) Y aquel amigo
que ha vuelto de Suecia o de las nubes
acaso pueda ser el galán joven
de una de esas novelas que terminan
bien, muy bien —en Sorrento, miel y luna—,
después de tres semanas
de «se continuará». ¡Qué ilustraciones
en colores! Sí, sí, Madama Fárfula,
la todopoderosa. Más de prisa,
cuatro ruedas corriendo a lo inmediato
—fin del mundo—, a la vuelta de la esquina:
masajista facial, promesas, dicha,
esperando. ¡De prisa, hacia las cuatro,
las diez, las doce, las cien mil, sin cuenta,
horas, devueltas del pasado, una
por una a cada vuelta de las ruedas!
El hombre, en la orilla, tiembla.
Ruedas segundas:
Rueda, corriente abajo, guantes nuevos
en el volante, a salvar una vida.
Vida sutil, que por las blancas telas
sin bulto se desliza, al mismo tiempo
aquí y en los antípodas;
en su presencia ausente, sin que nadie
cuando la ve, la vea, ni se sepa
si está durmiendo, allí, cuando aquí danza.
(¡Alto! Parada.) ¡Qué milagro! Es ella.
La vista, distraída, se la encuentra,
tan plana, en un gran muro. La sonrisa
de metro y medio, en bermellón, se ofrece
a todos y al vacío. (Verde. ¡En marcha!)
«Ser feliz es muy fácil», canta el título
de su nueva película; hora y media
de sonreír; se gana cien mil dólares.
Pero ¿hay sonrisa, ni la más constante,
manantial de millones a la empresa,
que esté segura en este frágil cuerpo
que el asceta castiga y ella exalta?
De pronto, sin aviso,
rayos pueden finar a las estatuas;
donde menos se espere, por la ducha,
aguja cristalina de la muerte,
entre las frescas gotas, desde arriba.
¡La ducha es el peligro! (Más de prisa.)
Sí, llegará a salvarla, «El Fénix», el
embajador glorioso, Robert Freeman,
de un imperio que todo lo asegura,
con millones sin fin, y sucursales
en treinta y cinco lenguas, florecidas
a la sombra del pino y la palmera,
y huestes mecanógrafas que tocan
himnos contra la muerte en sus teclados.
(Otra parada. Frenos.) Ya está cerca
su casa. Tendrá muebles
modernos, y piscina, y un Matisse.
«Firme aquí, haga el favor.» Inolvidable
contacto, al ofrecer su pluma de oro,
con los dedos de un mito. En cuanto trace
la mano su conjuro, allí en la póliza
cláusulas se alzarán, cláusulas, cláusulas,
alabardas enhiestas, tan espesas,
rodeando a la princesa de lo ubicuo,
que a salvo quedará de todo riesgo
por la gracia de «El Fénix». (¡Adelante!)
¿Le pedirá el autógrafo? ¿Un retrato…?
Ya va a llegar. Sobre el futuro próximo,
su comisión, al cinco
por ciento, se insinúa
con más ternura que la luna nueva.
El hombre, en la orilla, tiembla.
Ruedas terceras:
Rodando, Jim, rodando,
sobre las dos estrías paralelas,
siente que a cada instante retrocede
la lección veinticinco hacia la nada.
¿Cómo creerse que el mundo
viene y va, dando vueltas, por los aires?
Lo cierto es que un columpio en un jardín
va y viene, y que le espera, bajo el árbol.
¿Por qué pesan los libros? ¿Es el álgebra?
¿Pesa la historia antigua, o las columnas
de nombres y más nombres en los índices?
Su jardín vale mucho más que el patio
de la escuela. ¡Qué olor, cuando ha llovido!
¿Por qué en los patios nunca hay caracoles?
Las cuatro van a ser en el reló
inmenso en que se anuncian los relojes.
(Parada. Calle Diez. Sube más gente.)
En latín es difícil
decir cosas sencillas:
«caramelo de menta». No se puede.
Pero hay que hacerse un hombre. (Muchos hombres,
sobre estrías, rodando.) Se deslíe
palatal paraíso, azúcar, menta,
muy despacio en la boca. ¡Cuánto dura!
Un airecillo vuela. Hermoso, el aire,
¿Y ser aviador? Quizá, (Parada.)
Llevándose sus alas bajo un ángel
que iba sentado cerca;
deja detrás perfume de algún cielo.
(«Suivez l'ange» de Coty. Muy caro.) Jim
se va al asiento que dejó vacío
para gozar mejor de su pasado.
¿Será felicidad esta soñera
que le acuna o mareo del aroma
que el ángel se olvidó? ¡Qué sacudida,
de pronto! Curva. No dormirse. Ya
se anuncia la inminencia de un jardín,
de un hombre, el que él será. Pero a ese hombre
se le espera despacio, en un columpio,
de vaivén a vaivén, igual que un fruto,
colgado sobre el fresco de la grama,
a la tarde, de vuelta de la escuela.
El hombre, en la orilla, tiembla.
¡Y que él solo se dé cuenta
de que ese raudal que corre
de las prisas camineras,
lleva muertes y más muertes,
una en cada rueda!
¡Que haya gente que sonría
en la ceja de la cárcava,
allí al borde de su fin,
de la acera, que es su muerte,
si así lo quiere la dueña,
con su rueda, de las ruedas!
Y en el mundo sólo él,
este hombre que tiembla,
siente por la vez primera
junto al terror más antiguo,
el pánico de las selvas,
y al espanto del milenio,
y al horror frío que asciende
del microscopio y su hallazgo,
más terror, otro terror,
esta pavidez, tan nueva
que le tiene aquí, clavado
en el borde
de ella, la terrible acera.
II
Esta es la orilla. De piedra.
Geométrica. Ni égloga,
ni remanso.
De pie, quieto, el hombre tiembla.
Tiembla de nada;
no le pasa nada más
que eso, que estar en la orilla.
Pero ¿hay, Señor, para el hombre
angustia, trance mayor
que eso, que sentirse al borde,
al borde de… qué? Es igual,
hace temblar cualquier linde;
pasarle será salirse de alguna parte, dejar…
(¿Salirse, dejar? ¿Quién sabe?
Tanto salir como entrar.)
El borde es siempre temblor
porque está entre dos.
¿Entre dos qué? Da lo mismo.
Playa, adolescencia, igual.
Por eso hay un hombre, quieto,
con tiesura de sibila,
que aguarda la profecía,
inmóvil, entre dos pasos:
aquel último que dio
para venir a pararse,
y el otro, ese que dará…
Si lo da, si no se queda
frío, en su inmovilidad
igual que el agua en su hielo.
Para siempre
muerto, gravemente en pie,
por no querer
dar el paso que le saque
de este borde donde está.
Entre dos está. ¡Otro más!
Así
por su nórdico castillo
el vagaroso doncel,
arriba y abajo, entre
un ser y un no ser, de luto.
Y en su puente el genovés,
y en Koenigsberga el filósofo,
¿al final, qué les espera:
un mar vacío, o un mundo,
conocer, no conocer?
Y, pluma en mano, en su celda,
la sufridora, Eloísa,
entre sus dos, él y Él.
A muchos les ha tocado
esta hora atroz,
la del hombre de la orilla:
verse enfrente de la O.
Es fatal.
Adondequiera que mires,
al automóvil o al cínife,
al beso, al agua, al reló,
allí estará:
la O es tu alrededor.
Quizá una nube nos salve
de epidemia, oficio o tigre,
pero de ella, de su fiera
garra disyuntiva, dime
¿quién te salvaría?
Ahí está:
la que nos vuelve imposibles
las nupcias que más querríamos:
la de la luna y el sol,
la de lo uno y lo otro,
la de la cruz con su cara.
No.
Ha de ser aquello o esto,
ha de ser nieve o ardor.
Ella es, ella, la que ordena
al amor que los quería
a los dos,
que si le dice sí al sí,
al no le diga que no.
Y así, llega, sin remedio,
el momento de la orilla,
el trance de desjuntarse,
el de la O,
y sube y sube el temblor.
Temblor del hombre, delante
de lo que viene. ¿Y qué viene?
Casi nada, otro momento,
eso, el momento siguiente.
Y con él, la eternidad.
Porque el momento que viene,
ese que se va a pasar
en un momento, detrás
acarrea otro, y ese
otro, y tan juntos están
que a este que se acerca ahora
ya lo empujan los demás.
Muchos, terrible unidad.
Ese es el cuento,
cuento de nunca acabar.
Por eso tiembla en el borde,
tiembla ante el paso inmediato,
y el momento que se siente
en el umbral de su ya,
el hombre: no, no le engañan,
se les ve la eternidad
debajo del momentáneo
antifaz.
¿Entonces? Quizá lo otro,
quizá,
dar un paso
hacia lo que ya pasó.
¿Redropaso? ¿Hay redropasos?
¿Vuelve la miel al panal?
El beso, ¿vuelve a sus labios?
¿Escaparse de la O
yendo hacia atrás?
Eso no estaría mal.
Pero
¡qué inocentes son los pasos
que se quieren arredrar!
¿Desandar? ¡Puro embeleco!
Siempre se va hacia adelante.
Todo paso que tú das
elige. Y también elige
—simulacro de evadirse—
el paso atrás. Elegir
es una muerte.
Pero ¿el muerto quién será?
Aquello, si escojo esto.
El cadáver es lo otro,
el jazmín si cojo el lirio,
el aire, si quiero el oro,
lo que no se quiso,
lo que se dejó allí solo.
Lo desvivido
para vivir lo que elijo.
Prepárate, junco trémulo
tu víctima: uno, de dos.
Como el rayo que se acerca
ve ya escogiendo tu muerto.
¿Te matarás lo mejor,
sin saber que era tu ángel?
No hay escape.
Tan sólo por una muerte
tiene salida la O.
III
¡Qué confusión! No tubas de los ángeles,
cláxones y bocinas desaladas,
con veloces sentencias
en este apuro avisan a las almas.
Tres azares preparan la tragedia.
La evita el cuarto azar. No pasa nada.
Nada, esta vez. Pero el suceso sabe
que hay uno, allí, en el borde, que no escapa.
El hombre sigue en la orilla.
Ve destellos. También dos.
Alternativos relumbres,
pero ¿claridades? No.
Verde, rojo, rojo, verde,
apagándose, encendiéndose,
tan seguidos, tan sin ton
ni son,
¿dan seña al que busca seña
en la orilla?
Si es que uno puede salvarle,
¿cuál, el salvador?
También hay color de sí,
hay también color de no.
¿Pierde el rojo, salva el verde?
¿O es al revés? Confusión
hermana de la del pecho,
delirante titubeo,
latir verde, latir rojo,
dentro, sístoles y diástoles,
apagándose, encendiéndose,
diciendo: «ahora sí, ahora no»
a la sangre de las venas,
que va en busca de su centro.
¡Gravísima indecisión
verdi-rojo, muerte-vida!
Las ruedas perdonan todo
menos el último error.
Lo que se enciende, ¿es el diablo?
Eso que se apaga, ¿es Dios?
Y el hombre se siente ya
al mismo borde del borde:
en la cinta de la acera,
a las doce. No le queda
más que un momento, el momento
que se va, la última escena.
Sube, por su corazón
—¿o es acaso por el cielo
por donde sube?—, la O,
iluminadora y cega-
dora, lo mismo que el sol,
velando la claridad,
decisiva
con su propio resplandor,
a su irremisible cénit,
al mediodía del sino
del hombre: cruzar o no.