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DESTINO ALEGRE
Por eso existen manos largas, sólidas,
fuertes nudillos, y la palma, donde
descansan frentes y se esconden sinos.
Por eso existen pechos, y en el pecho
esa tabla del pecho dura y lisa,
proa del ser en el mar y la pena.
Por eso existen ojos,
azules, verdes, grises, zarcos, negros.
Sí. Ojos azules, ojos verdes, ojos grises,
ojos zarcos, ojos negros, ojos, existen,
sí, por eso.
Por eso existen
labios y dientes, tan cercanos, juntos
y sin posible confusión, seguros
los dos de lo que quieren: transvivirse
en beso o hueso,
en inmortalidad del incorpóreo
no querer morir nunca que es besarse,
ellos, los labios; y los dientes, ellos,
en la final materia, calavera
donde el labio pudrió y ellos aún luchan.
Por eso existe piel, y si se mira
se ve el gran laberinto donde sufre
por las venas, arriba, abajo, siempre,
la sangre, condenada
a retornar al mismo centro triste,
el corazón entristecido
de verla allí volver, sin que ella pueda
darse a otro ser como ella y él querrían.
Por eso existen pies, sus plantas,
en donde el ser se finge su dominio
sobre los horizontes;
y las llevamos,
del prenatal oscuro paraíso
al servicio sin tregua, doloroso,
de estar en pie. Cuando descansan ellas,
es que nos parecemos a los muertos,
tendidos, al dormir.
Por eso existen pies y manos, labios,
ojos, pechos y sangre, sí, por eso.
Porque si no existieran ellos
¿qué iba a ser de vosotras,
arrebatadas fuerzas, vendavales
del mundo, por las almas,
errantes creadoras, destructoras
errantes,
madres de bien y mal,
malditas y benditas, hierro y pluma,
alba y desolación, duras hermanas,
que no pueden matarse y que se odian,
eternamente unidas:
tú, tú, felicidad, tú, tú, desgracia?
Si no existieran ellos, ellos, ellos,
los labios y los ojos y la sangre,
felicidad, desgracia no tendrían
donde saciar su sed de carne y vida.
Flotantes andarían, vagabundas,
como dos nubes
—tan feroz una y cándida la otra—,
condenadas al cielo,
a no ser nunca rayo, nunca lluvia,
a no sacar de sí flor o ceniza,
Hasta que su alta cólera sin presa
sobre el desnudo mundo se abatiera.
Troncharían los árboles,
abrirían los pechos a las rocas,
soltarían las aguas de los mares,
y el mundo, tan hermoso
para aquellos que fueron nuestros padres,
para nosotros, hijos suyos,
para los nuevos seres que engendremos,
el mundo sin oficio, puro, limpio,
tendría que asumir el gran deber
humano: ser feliz, quererlo ser,
o recibir desgracia.
Se rompería —es débil, inocente—.
Porque el mundo no puede resistir
lo que resisten ellos, labios, ojos,
sangre, piel, pecho, alma.
Nosotros le salvamos, en nosotros,
al recibir, con los ojos cerrados,
la gran consagración llamada dicha
o su hermana fatal.
Y una boca que dice:
«Yo soy feliz, yo, yo»,
dos seres lado a lado,
por besarse, besándose, besados,
al mismo tiempo todo, o muertos ya,
son los que están, con labios y con ojos,
con pechos, con abrazos,
sosteniendo gozosos
—librando de él al mundo,
que así puede seguir por siempre virgen—,
el sino inexorable
que es la felicidad. O su gran sombra.