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Apenas te has marchado
—o te has muerto—,
pero yo ya te espero.
Todos tus movimientos,
pasos, latidos, ansias,
o tu muerte, quietud,
aunque arrastrarte quieran
hacia una soledad
celestial o terrestre
no te saben llevar
de lo que estás queriendo:
te vas, pero te acercas,
pronto, más tarde, luego.
Ahora marchas, lo sé,
a infinita distancia,
pero laten tus pasos
en todas esas vagas
sombras de ruido, tenues,
que en la alta noche estrellan
el azul del silencio:
todas suenan a ecos.
Si es un rumor de ruedas,
es que te traen los trenes,
las alas o las nubes.
Si es un romper de olas,
es que va cabalgándolas
el barco de cristal
en que vuelves. Si hojas
secas, que empuja el viento,
es que vienes despacio,
andando, con un traje
de seda, y que te cruje,
sobre los tersos suelos
de los aires, su cola.
Todo sonido en eco
tuyo me lo convierte
el alma que te espera.
Andas sólo hacia mí,
y tus pasos se sienten
siempre de estar viniendo
por la ausencia, ese largo
rodeo
que das para volver.
Se te vio en tu marchar
el revés: tu venida,
vibrante en el adiós.
Igual que vibra el alba
en el gris, en el rosa,
que pisando los cielos,
con paso de crepúsculo,
al acabar el día
parecen —y son ella,
la que viene, inminente—
una luz que se va.