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ÁNGEL EXTRAVIADO
Combate de lo mío
contra lo mío, en mí;
todo mío. Mi alma,
contra sí misma engendra
al mortal enemigo
de mi alma, monstruo oscuro.
Y apenas ha nacido,
y oye su voz de hiel,
amarilla, y se siente
manchada por sus ojos
en donde el mal prepara
con miradas agudas
como dientes mi propia
destrucción jubilosa,
le odia, le odia, le odia.
¡Qué solo estoy, qué solo,
con mi mal! Ya le veo
crecer, agigantarse,
cogerme de las manos,
entrarse por mis labios.
Sé que daré dolor,
que haré daño, si toco,
si hablo; sé que soy
instrumento del mal
que yo no quiero hacer
y voy a hacer, ahora,
en la carne inocente
que es casi como mía
de tanto haberla amado.
Al borde estoy de ser
lo que más aborrezco:
Caín de lo que quiero.
Y entonces te alzas tú:
ángel extraviado
dentro de mí. ¡Qué lucha!
Tú solo, luz alada,
como la aurora surges,
seguro de tu luz,
en pie. Tu espada, luz;
tu escudo, luz; acero
tu aliento; tu poder
alas; tu cuerpo, nada.
Tú, a luchar, con tu luz
celeste por su pobre
hermana desvalida,
esta luz terrenal
que aun me luce en el alma.
Yo, pobre cuerpo triste,
de carne, entre las lágrimas
que me mojan la cama.
No puedo nada, nada.
No te ayudo a ti, ángel,
más que con esta ansia
de tu victoria en mí,
temblorosa esperanza.
¡Pobre campo consciente
de su propia batalla
que otros luchan en él,
por él, desesperada!
Oigo estertores roncos
—¿son míos, no son míos?—,
Convulsiones de mal
herido me desgarran.
De cuando en cuando rueda
por dentro de mi ser
el ruido imperceptible
de una pluma tronchada.
Siento soplos de ángel:
lucha con luz, con soplos
de aurora. Ante su aliento
cantan píos de alba.
¿Es tregua, paz, victoria?
¿Quién ha vencido en mí,
quién se lleva mi alma?
¡Un gran silencio ahora,
heraldo de mi suerte!
Y el despertar, confuso.
Mis manos ya son mías,
otra vez. Se prepara
en mis labios la voz
que yo quiero, de mí.
Un hálito se alza
puro, antiguo, reciente,
como despierta un niño,
torpemente y despacio
y se asombra de verse
tan limpio como antes,
otra vez en su cuna.
Ya me llena; es un soplo,
es un aire que crece,
es un viento que canta,
que me hincha el pecho.
Y grito: «¡Salvo, salvo!»
Júbilos y milagros
empavesan el ámbito
del mundo que soy yo.
¡Victoria! No la mía,
yo pobre, yo sin armas.
El triunfo en mí, feliz,
de las alas del mundo.
Ahora soy bueno. Ya
me podría vestir
con sus dedos intactos
el mismo sueño aquel
que me vistió en la infancia.
El ángel me ha ganado
lo que yo me jugaba.
Y hablamos.
«Pero tú, dime, tú,
¿por qué me sirves, ángel?»
«Yo no lo sé; me mandan.
Tú no me gustas, tú
eres oscuro y torpe;
tu cuerpo es mi destierro.
Yo soy un servidor,
un ángel misionero.
No, no me debes nada:
mi oficio triste es éste:
luchar, salvar tu alma,
cuando tú la condenas.
Pero mi gusto es
vagar por cielos míos,
sin pelea ni espada.»
«Entonces, ¿quién te envía?»
«Tú piensa en quién te quiere
y sabrás quién me manda.
Yo sirvo a los que aman
a un amado imperfecto
que no sabe vivir
sin una ayuda hermana.
Yo soy sólo las manos
que tiende aquel que quiere
al otro, en su flaqueza.
Las manos del que ama
con ansia vividora
se terminan en ángeles.
Mientras un ser te quiera
no te abandonaré.»
No dice más. Se apaga
sobre su triunfo. Miro
al espacio vacío
y en la estela del ángel
un rostro me sonríe.
Y siento que me salvo
otra vez, y al salvarme,
tú, conmigo, te salvas.