Lo que deseamos
Ella o él. Si es una niña, se llamará como mi madre; si es un niño, recogerá como yo en los depósitos de basura plumas de las que pierde el cielo y las levantará con su aliento ligeramente, respirando apenas, soplando, con golpes de viento luego, haciéndolas flotar, caer, girar y adquirir nuevo impulso. ¡Vuela! ¡Vuela!, oiremos gritar a Emanuel…
Una niña más ha recibido con el grito de las 10.15, apenas cortado el cordón umbilical, su nombre que nunca se discutió. Sexo, longitud, peso. Ya se parece, pronto será, deberá luego, como hija de Ilsebill pero diversa, andar más estirada, más conscientemente derecha y coger lo que hay, para que no queden deseos en el armario, sin ventilar, y se los coma la polilla. Una niña más con la raja que permaneció abierta cuando se nos cerró la hermosa vista.
Al deseo expresado como reivindicación ante el Feminal —«¡Por qué siempre nosotras! ¡Que los hombres se abran de piernas, conciban, gesten y paran!»— el rodaballo supo responder: «Señoras mías: hasta la luna se mira invertida en el estanque. ¿Cómo se puede evitarlo? ¿Cómo, pregunto, cómo?».
Cuando Ilsebill dio a luz, su hija la decepcionó. Aquello era sólo la almeja, la vulva sólo, el objetivo de todos los hombres que, en su camino, se encuentran sin un techo y quieren librarse de sí mismos, una y otra vez y otra vez más. (La madre me silbó: «¡Sólo sabes hacer huchas!».)
No todos los deseos de Ilsebill quieren realizarse. Como me dejaron estar presente en el nacimiento de nuestra hija, intenté (vestido de verde, con mascarilla y zapatos estériles) consolarla un poco: «De verdad, Ilsebill. Hoy las chicas lo pasan mucho mejor. Antes, cuando todavía, como un idiota, creía en el derecho hereditario, deseé siempre tener un niño. Pero Dorotea, Agnes, Amanda, Lena: todas me dieron sólo hijas; y hasta la monja Rusch no trajo al mundo más que a sus iguales. Sin embargo, cuando María Kuczorra, la cocinera de la cantina, dio a luz dos gemelas —se llamaron Damroka-Mestwina— los trabajadores de los astilleros Lenin de Gdansk, como el Jan de María había muerto, le regalaron un cochecito de niño biplaza y dos orinales rosa, para que ningún complejo luego…».
Normalmente hubiera sido un parto difícil, porque la presentación de nalgas supone complicaciones. Por eso nos decidimos por una cesárea, garantizadamente indolora porque se insensibiliza todo hasta el ombligo. Antes determinaron con ultrasonidos la posición y el tamaño del niño; sin embargo, en la foto de grano grueso no se distinguía el sexo.
El médico hizo una incisión oblicua en el vientre de Ilsebill, allí donde se curvaba sobre el pubis rasurado, a través de la piel, el panículo adiposo, el tejido muscular y el peritoneo, lo que Ilsebill, cuya cabeza estaba lejos y oculta, no vio.
Yo lo vi, porque los padres deben ver cómo, en el vientre abierto, aparece la matriz al alcance de la mano y es sajada con el escalpelo. Para vaciarla, el médico desgarró la bolsa de aguas. Sangre acuosa. Trapos absorbentes en las aberturas. Venas ligadas. Luego metió sus manos enguantadas y ahí venía ya nuestra hija al mundo, de nalgas, mostrando —¡aleluya!— su panecillo hendido, mientras en la sala de partos del hospital municipal una suave música, procedente de altavoces ocultos, lo hacía todo agradable, inofensivo, amable, recreativo y muy normal, porque el moderno director, abierto a toda novedad razonable, no quiere que los ayudantes (como no tienen nada que hacer) charlen privadamente con las practicantes coreanas durante la cesárea sobre coches-política-diversiones de fin de semana, privando así a la madre, que lo oye todo excepcionalmente bien porque no tiene dolores, de pequeñas experiencias importantes; por el contrario, salvo los instrumentos y las órdenes a media voz —«Pinzas, por favor. Compresas, por favor»— sólo debe oírse la suave música.
«Y eso, vea usted», dijo el médico a través de su mascarilla para mi ilustración, «es la trompa…». (Vi también qué amarilla, como grasa de pollo, es la grasa abdominal de Ilsebill. Hubiera podido, con el pedazo que se separó, hacerme un par de huevos al plato.)
Después de haber sido mostrada a la madre, la hija, con su cordón umbilical cortado, lloraba a un lado, donde la pesaban, medían y hacían inconfundible con una etiqueta en el pie o en el brazo. Mi pequeñita, mi llorona, mi churumbel, carne de mi carne…
Cuando la matriz de Ilsebill, que se encogió enseguida, y su vientre hubieron sido cosidos otra vez y se contaron en una mesita auxiliar bisturíes, pinzas y tampones y también las compresas, faltó una pinza metálica, de forma que estuvieron a punto de descoser lo cosido y rebuscar en las profundidades del vientre; sin embargo, la pinza apareció por suerte en el cubo de la placenta, donde no pintaba nada. Con todo, lo que yo, padre que miraba, quise poner en el vientre de Ilsebill, quedó allí, fue cosido dentro, pedruscos de los que no quiero hablar.
¡Mis secretos! Como si no hubiera cosas que yo deseara. Como si eso fuera todo: un cenador por el que trepase una calabaza apresurada o un sillón de orejas que me hiciera sordo al dolor del mundo. Como si mis nostalgias —«Claro que sí, María. Voy. Voy enseguida…»— fueran sólo fáciles escapatorias, huecos que hubiera que condenar. Ay, cómo necesito calma, alejamiento, un nuevo decorado, un billete de avión para un tempotránsito mejor. Cómo echo de menos un siglo remoto. Y qué sed tengo de muerte y de eternidad.
Pero mis deseos nunca han contado. Sólo tengo que cumplir deseos, ¡maldita sea! ¡Y ser responsable de todo, sí señor! ¡Y pagar, pagar facturas! Y sentirme culpable de todo y de nada.
Qué puedo hacer (después de todo) si ha sido otra vez una niña. No soy una máquina que escupe según el botón que se aprieta. Al fin y al cabo, el día que mi hija nació se firmó un tratado entre los representantes de los dos Estados alemanes que garantizaba también en las aguas territoriales de la República Democrática Alemana los privilegios de los pescadores de Lübeck, reconocidos desde 1188 por Barbarroja, lo que era de desear desde hacía mucho tiempo.
Mientras, en un bar cercano al hospital municipal, encargaba primero unos aguardientes para acompañar la cerveza y luego una y luego otra salchicha con pan y mostaza, en la televisión se jugaban los partidos de la semifinal: Polonia iba en cabeza. Chile había sido eliminado. Y seguía lloviendo. El campeonato del mundo de fútbol me convertía en un espectador entre otros espectadores masculinos, que como yo bebían aguardientes, untaban salchichas en mostaza, mordían, lo rociaban todo con cerveza, tenían la mirada perdida y eran, quizá, otros tantos padres preocupados por sus hijas.
El dueño conocía bien a su clientela. La taberna se llamaba El padre feliz. Dijo: «¿Tampoco esta vez ha sido chico? No importa. Las chicas salen más baratas desde que no hay dotes. Hoy están todas emancipadas. Quieren otras cosas muy distintas».
¡Siseñorsí! Lo tendrás todo. Tu padre proveerá. Tu padre te resulta todavía un poco extraño porque no tiene matriz. Tienes que darle tiempo a tu padre, hasta que se haya sacudido unos lingotazos y haya pagado un par de rondas. Tu padre tiene la inquietud que mueve al mundo. Tu padre va detrás de algo. Tu padre tiene que marcharse por corto tiempo: al lugar de donde vino. Donde todo comenzó. Hay allí una María emparentada conmigo. Me regaló un trozo de ámbar con una mosca prisionera. No tengas miedo. Tu padre volverá. Volverá siempre a contarte cuentos en los que se soplan plumas y los niños que van a buscar setas se pierden felizmente y las moscas hibernan en el ámbar. Y también te hablaré del rodaballo, cuando vuelva otra vez…