El último festín

La Torre de los Condenados, una construcción comenzada en 1346 y ampliada, a medida que aumentaban las necesidades, con calabozos, cámara de suplicios y servicios administrativos, que fue levantada como bastión ante la Puerta Grande y cuyas mazmorras pasaban por secas, se alzaba, desde su reconstrucción en 1509 —en que los arquitectos municipales Hetzel y Enkinger la elevaron dos pisos y le pusieron un sombrerete—, vacía e inútil, hasta que el rey de Polonia Segismundo, a mediados de abril del 1526, llamado por el burgomaestre Eberhard Ferber, ocupó la ciudad, mandó clavar en las siete iglesias principales estatutos contrarreformistas e hizo comparecer a todos los dirigentes de la rebelión contra el consejo patricio —salvo el predicador Hegge, que había huido— ante el tribunal de escabinos, que decidió decapitar a los siete cabecillas, entre ellos el herrero Pedro Rusch, cuya hija, desde hacía poco, era abadesa del convento de Santa Brígida: una mujer de peso, de fama controvertida, que con su cocina conventual halagaba el paladar de todos los partidos, sacaba siempre tajada e, incluso cuando todos perdían (guerras, peste, carestía de vida), salía ganando.

Y como la monja Rusch no carecía de influencia, aunque no pudo conseguir el perdón de su padre, sí logró autorización para preparar al condenado su último festín. Ni siquiera las altas personalidades rehusaron su invitación. El burgomaestre Ferber, depuesto por los gremios sublevados, expulsado a su estarosta de Dirschau y repuesto ahora en su cargo, y el abad del convento de Oliva, Jeschke, llegaron a la torre forrados de pieles y en paños de Brabante, para compartir con el herrero Rusch su manjar predilecto. También el verdugo Ladevigo estaba invitado y vino. Ya la noche anterior, la monja cocinera había colocado el puchero lleno en la cocina del verdugo (y desollador), de forma que olía a callos en todos los calabozos de la Torre de los Condenados, ahora totalmente ocupada.


¿Quién come conmigo tripas-callos-mondongos? Tranquilizan, calman la ira de los coléricos, adormecen el miedo a la muerte y recuerdan los callos, tripas y mondongos de otros tiempos, cuando el puchero estaba siempre medio lleno sobre el fogón. Un pedazo de intestino graso y las paredes fláccidas, como de labor de punto, de la panza: cuatro libras por tres marcos cincuenta. Es el asco a las entrañas lo que abarata el corazón de buey y los riñones de cerdo, los bofes de ternera y los tripicallos.

Ella se lo tomó con calma. Golpeó y cepilló los colgajos, por dentro y por fuera, como si fueran la ropa sudada de un mozo de cuerda, contra la tabla de lavar. Desde luego, quitó la piel rugosa, pero guardó la grasa que rodeaba el arranque del intestino, porque la grasa de los callos es especial: se disuelve jabonosamente y no forma sebo.

Para preparar la última comida de condenado a muerte al herrero Rusch y sus invitados, ella puso sobre el fogón abierto siete litros de agua con comino, clavo, una raíz de jengibre, laurel y granos machacados de pimienta, añadió los flojos pedazos, cortados en tiras de un dedo, hasta que se llenó el puchero y, cuando rompió a hervir, quitó la espuma. Luego la hija dejó cocer tapado, durante cuatro horas, el plato favorito de su padre. Para terminar, añadió una cabeza de ajo, molió nuez moscada y rectificó de pimienta.

El tiempo que necesita. Ésas son las mejores horas. Cuando lo duro debe ablandarse, pero no hay que meterle prisas. Cuántas veces la monja Rusch y yo, mientras los tripicallos borboteantes daban a la cocina un calor de establo, nos hemos sentado a la mesa, hemos jugado a las damas, descubierto la ruta de las Indias, cazado moscas sobre la tabla pulida y nos hemos hablado de otros tripicallos anteriores: de cuando éramos pomorscos y todavía paganos. Y de antes aún, cuando sólo había antas.

Más adelante, después de haber cocinado la hija para su padre las últimas tripas, cocinó para ricos toneleros en las comilonas gremiales, para comerciantes hanseáticos a los que sólo importaban los derechos de paso por el Sund, para rollizos abades y para el rey Batory, a quien le gustaba el mondongo agrio y a la polaca. Y más adelante aún, Amanda Woyke, en su cocina de la servidumbre, preparaba sopa de callos con rutabaga y patatas, sazonada con levística. Y todavía más adelante Lena Stubbe popularizó, en la cocina popular de Danzig-Ohra, la proletaria sopa de berza con tripicallos (desechos de casquería) Y aún hoy María Kuczorra, cocinera de la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk, prepara una vez por semana kaldauny (espesados con harina), de primer plato.

Cuando tienes frío interiormente: callos del cuarto estómago de la vaca. Cuando estás triste, infinitamente apartado del mundo, mortalmente triste: tripicallos que nos alegran y dan sentido a la vida. O con amigos de buen humor y suficientemente descreídos para sentarse en el banco de los despropósitos y comer a cucharadas, en platos hondos, callos sazonados con comino. O también cocidos con tomate, a la andaluza con garbanzos, a la lusitana con judías pintas y tocino. O estofar mondongo precocido en vino blanco, con apio cortado en taquitos, cuando el amor exige un aperitivo. Cuando hace frío seco y viento del Este, que azota los cristales y empuja a tu Ilsebill al pozo de las lamentaciones, callos ligados con nata agria y patatas con piel; eso ayuda. O cuando tenemos que separarnos, por un rato o para siempre, como entonces, cuando yo estaba en la Torre de los Condenados y mi hija me sirvió, por última vez, tripicallos con pimienta.


Como a la mañana siguiente debía celebrarse la ejecución en el Mercado Largo, en presencia del rey de Polonia, del consejo cerrado y abierto, de los escabinos y de algunos prelados y abades, la abadesa de Santa Brígida había invitado a los huéspedes a una cena temprana en la celda de su padre. Antorchas en las paredes iluminaban el edificio. Un hornillo con brasas bajo el enrejado tragaluz mantenía caliente el caldero de los callos. Después de sazonarlos, Margareta Rusch no probó ya bocado. Recitó la bendición, incluyó una plegaria por el condenado herrero y sirvió luego a su padre y los huéspedes. Sin embargo, mientras los hombres metían sus cucharas en las escudillas de barro y ella les llenaba los jarros de cerveza negra, habló por encima de la testa autoritaria del patricio, del cráneo esférico ya entonces regordete del abad, de la calva del verdugo y de la cabeza de su propio padre, inclinada sobre la escudilla: sin puntos y aparte ni puntos suspensivos mentales.

Margareta Rusch era conocida por ello. Cuando la sopa estaba demasiado caliente, mientras los señores roían una pata de ganso, antes de poner a la mesa el pescado —caballas con puerros, porque era viernes— y también ante los platos ya vacíos, la abadesa hablaba a todos aquellos para los que había cocinado, con su ancho acento que planchaba cualquier réplica. Podía desarrollar simultáneamente varias historias (y también instructivas disquisiciones), sin perder jamás el hilo. De la cría de ovejas en la Isla a las hijas del consejero Angermünde, pasando por el Motlava, cenagoso por las aguas residuales, sin olvidar dar un repaso a la subida de precios danesa del arenque de Escania, contar el último chiste sobre el predicador Hegge y mencionar el persistente interés de las monjas de Santa Brígida por unos terrenos del Barrio Viejo, teniendo aliento todavía para —entretejido con piadosas invocaciones a todos los santos arcángeles, desde Ariel a Zedequiel— devanar su tema favorito —la fundación de un centro de venta de pimienta en Lisboa (con una factoría en la costa india de Malabar)— hasta en sus últimos detalles juridicomercantiles.

Cocinase para quien cocinase, su conversación iba incluida: un murmullo subliminal, con derivaciones tan intrincadas como la política de su tiempo. Hablaba como para sí misma, pero suficientemente alto para que el obispo de Leslau, que mojaba su pan ácimo en la liebre a la pimienta de Margareta, o los consejeros Angermünde y Feldstedt, para los que había cocinado corvejón de vaca con mijo, pudieran discernir el sentido de su parloteo, aunque nunca se sabía muy bien si la monja Rusch era partidaria del consejo patricio o de los oficios bajos, si era una agitadora contra la Corona polaca o a favor de la Liga Hanseática, si era católica por fuera y estaba, por dentro, totalmente aluterada. Y, sin embargo, el doble sentido de su cháchara llegaba a todos los oídos. Daba la razón al uno, inoculaba en el otro la duda, ofrecía en cualquier caso consejos tácticos y, a la larga, servía sólo al convento de Santa Brígida: a éste se le concedían lucrativos derechos de pesca (lago de Ottomin), se le otorgaban derechos censuales (el Scharpau, las dehesas de Schidlitz y Praust), se le traspasaban terrenos en el Barrio Viejo (junto al Rähm, en el Barrio del Pebre), o se le garantizaba protección (mediante un salvoconducto episcopal) contra las acechanzas de los dominicos.

Y así, mientras la abadesa Margareta Rusch ponía a la mesa de su padre y los invitados los últimos tripicallos, su conversación fluía como siempre. No podía evitarlo. Siempre repartía también, con el cucharón, sus propios intereses bien aderezados.


Los hombres sentados a la mesa comieron al principio en silencio. Sólo se oía el entrechocar de los hierros de Pedro Rusch, porque el herrero comía encadenado. Y ante el tragaluz enrejado se agitaban ruidosamente las palomas de la torre. Tragos y degluciones. La nuez del verdugo subía y bajaba.

Con todo, no era seguro que una sentencia tan dura hubiera sido la intención del rey de Polonia. Jeschke y Ferber habían facilitado la tarea al verdugo y habían puesto la espada en los labios de los escabinos cuando dieron su veredicto. Ferber, que fue el primero en hablar, así lo reconoció: había que dejar bien sentado el orden. De todas formas —concedió el abad del convento— se hubiera podido salvar al herrero (cegarlo sólo) si Hegge, ese secuaz de Lutero, no hubiese huido. Podía imaginarse, dijo hablando por encima de los callos el rico Ferber, sentado y envuelto en paños ribeteados de pieles, quién había ayudado a Hegge a huir de la ciudad sitiada. Eso lo sabía todo el mundo aunque no hubiera pruebas, dijo el abad Jeschke sin dejar de manejar la cuchara. El verdugo Ladevigo aseguró que, al día siguiente, le hubiera gustado más el descarnado cuello del dominico huido que el pescuezo del herrero. Cuando Pedro Rusch levantó la cabeza de su escudilla y, más aquiescente que afligido, dijo: tampoco él ignoraba quién había ayudado al padre espiritual de la sublevación burguesa, a Hegge, el hombre de Dios, a huir de los esbirros del orden patrio, Ferber dijo con rudeza, mientras alargaba su escudilla a la monja Rusch para que volviera a llenársela: entonces el herrero sabía también, sin duda, a quién tenía que agradecer su condena a muerte. Sisí, dijo Jeschke, ni siquiera la propia hija quería salvar a su padre. Eso era lo que pasaba cuando se permitía que desde el púlpito se vertieran palabras pecadoras. Por cierto, dijo, Hegge había escapado a Greifswald y seguía predicando allí tan tranquilo.

Entonces, bajo la bóveda de la celda, la monja Rusch se rió tan estrepitosamente, con todas sus carnes, que ensanchó los muros, y luego dijo despreocupadmente, mientras servía cerveza negra: con tantas indirectas debían de referirse a ella. Quizá había algo de cierto, dijo. Porque en abril, cuando Su Majestad polaca tuvo a bien ocupar la ciudad, ella había visto de noche, cerca de la puerta de Santiago, donde la muralla era baja, a un hombre vestido de mujer colgado del muro. Quería saltar al otro lado. Sin embargo, le faltaban las fuerzas. Su indefensión pedía una ayuda. Y la ayuda le había llegado. Ella le había metido la mano bajo las sayas y, como ni los empujones ni los resoplidos servían de nada, le había mordido el huevo izquierdo o el derecho. Él, entonces había ascendido por el muro como por ensalmo. Era posible que fuera Jacobo Hegge. Sin embargo, nadie podía asegurarlo. Porque ella, la monja Rusch, se había tragado del susto el cojón izquierdo o derecho. Y por ello, desde entonces —ahora ya en el tercer mes— venía sintiéndose como embarazada. ¿De quién podía ser, de quién? Ferber, si quería, podía trasladar su augusta persona a Greifswald, en compañía del abad Jeschke, y meterle la mano entre las piernas a Hegge, que allí seguía pontificando. Entonces sabrían más.

El herrero Rusch y el calvo Ladevigo se rieron. Luego sólo se oyó, aparte de las cadenas, las cucharas contra las escudillas, el tragar y el masticar, y las palomas en el tragaluz. Y cuando la monja Rusch vio a aquellos hombres tan entregados a los tripicallos, comenzó otra vez su parloteo con segundas; porque abierta y libremente sólo hablaba la abadesa en el refectorio del convento de la Orden de Santa Brígida donde, para las vísperas y por la noche, monjas y novicias se congregaban en torno a una larga mesa de roble.


En tiempos revueltos —por todas partes había frailucos y monjitas que se largaban del convento para curtirse en la vida secular— era difícil a veces lograr que las jóvenes piadosas observasen sus votos. Se agitaban, querían marcharse, buscarse un hombre con un par de calzones, matrimoniarse, parir hijos por docenas y, envueltas en sedas y terciopelos, esforzarse por seguir las modas burguesas.

Por ello, mientras las dulces gachas de mijo iban disminuyendo en la larga mesa, la abadesa les contaba a sus monjitas de culo inquieto lo que es la vida y lo rápidamente que se desmigaja entre los dedos. Enumeraba todas las libertades del claustro, contraponiéndolas a los penosos deberes conyugales. Mientras ambos lados de la mesa gustaban ya las empanadillas (de harina de alforfón) rellenas de tocino y espinacas, la abadesa explicaba a sus ninfómanas mujeres la constitución masculina, con ayuda de zanahorias cocidas que, con mantequilla y perejil, había como guarnición. Las zanahorias servían para demostrar, de múltiples formas, todo lo que un hombre es capaz de hacer. Lo penetrantemente profundo que puede ser y lo abultado. Lo pronto que se ablanda y patéticamente decae. Lo grosero que es cuando no logra entusiasmarse. Lo poco que aprovecha a la mujer un rápido revolcón. Que el hombre sólo quiere hijos, sobre todo varones. Que muy pronto busca la variedad en otros lechos. Cómo, sin embargo, su esposa nunca debe desmandarse ni encapricharse de otras zanahorias. Qué dura es la mano del hombre cuando golpea. Qué bruscamente retira el hombre sus favores y pone a remojar su zanahoria fuera del hogar.

Sin embargo, como las monjas, especialmente las novicias, seguían retorciéndose en los taburetes e imaginando en las zanahorias con mantequilla otras promesas más firmes y duraderas, la abadesa les dio permiso para que, en lo sucesivo, recibieran visitas por la puerta trasera del convento y pudieran corretear libremente extramuros, a fin de que conocieran los placeres de la carne y, de esa forma, supieran resistir mejor las seducciones burguesas.

Antes de levantar la mesa y decir la acción de gracias, la abadesa les daba otros consejos: que nunca turbasen la paz del convento las disputas por una bragueta. Debían ser siempre buenas hermanas. Su papel no era estarse quietas, sino acompañar el galope y cabalgar también ellas. El agradecimiento del hombre debía tener un reflejo metálico. Y nunca, nunca, debían sucumbir al amor, ese sentimiento lastimero.


En aquella época, la monja Rusch, aunque no había cumplido los treinta, llevaba ya un año largo al frente del convento por sus muchos méritos como hermana cocinera. Y la influyente abadesa consiguió mantener unidas a sus monjas, mientras que a los dominicos y las beguinas, los franciscanos y las benedictinas, los monjes y monjas se les escapaban saltando tras Lutero. Eso trajo revueltas, sublevaciones de los gremios, furias iconoclastas y gritos de guerra, a los que siguieron escasos cambios y, en el mejor de los casos, expediciones de castigo del rey de Polonia. El predicador Hegge consiguió huir de la ciudad, pero sobre el herrero Rusch y otros cinco artesanos, todos pobres diablos de los oficios bajos, se cernió la espada. Por eso la hija puso a la mesa de su padre, por última vez, tripicallos que, desde que se sentía embarazada —debía de haber sido Hegge, poco antes de su huida—, pimentaba excesivamente.

Y también se habló varias veces de la pimienta, de modo incidental, mientras ella llenaba por tercera vez las escudillas del herrero y sus huéspedes.


Ésa era su manía. Greta la Gorda estaba obsesionada por la pimienta. La pimienta aguzaba su ingenio y ella cantaba sus excelencias. Le molestaba que, además de la costosa pimienta terrestre, que desde siempre venía por Venecia, sólo pudiera conseguirse la nueva y barata pimienta marítima a través de Lisboa. Verdad era que los de Augsburgo mantenían allí un establecimiento, para acumular existencias y conservar altos los precios, pero las ciudades hanseáticas no hacían negocio. Por ello, desde hacía muchos años, la monja Rusch se sentía empujada a la política mundial, no sólo por un interés culinario corriente, sino también por ambición política. Por mucho que odiase al patricio Ferber, quería utilizar para sus planes a aquel experimentado comerciante y almirante, todavía capaz de navegar.

Cuando hubo repostado por tercera vez tripicallos a su padre y sus invitados, dejó que la charla de sobremesa derivara hacia ultramar. No se podía consentir que se abandonase el Nuevo Mundo a hispanos y lusitanos. Holanda e Inglaterra se habían decidido ya a participar activamente. Sólo los Fúcar se dedicaban, además de a las finanzas, al negocio del pebre. Sin embargo, las ciudades de la Liga Hanseática, con estrechez de miras, se limitaban a los pequeños mares, se peleaban sin éxito con los daneses, como el año anterior, por los derechos de paso por el Sund y las gabelas del arenque, se insultaban entre sí, como Lübeck y Danzig, se interesaban únicamente por la madera, los paños, el cereal, el pescado salado y la sal, no querían acaparar el comercio de la pimienta, no armaban navíos para esa ruta más larga, no se atrevían, como los portugueses en Goa y Cochin, a establecer una factoría hanseática en la costa india de la pimienta, se divertían mucho más, con manía escisoria, en disputas religiosas y cortaban la cabeza a sus mejores hombres, como su padre.

Después pasó a hablar, con conocimiento de causa, de las distintas clases de pimienta, su peso a la recolección y en seco, su almacenamiento y comercialización, se ofreció a atraer pilotos árabes de las carabelas portuguesas para la expedición a ultramar, predijo una guerra de las especias entre el Imperio español y el inglés, e incluso se ofreció a tomar el rumbo de la India con toda su amplia personalidad —juntamente con el abad Jeschke— para propagar allí la fe católica, si Ferber estaba dispuesto a abandonar su apatía y a la camarilla de la Corte polaca, y a encargar de una vez cartas de navegación.

Sin embargo, Ferber permaneció imperturbable ante sus callos. Jeschke sólo suspiró: temía el clima de aquellos países, por muy agradable a los ojos de Dios que pudiera ser tal misión. El herrero Rusch callaba. El verdugo Ladevigo soñaba en otras cosas. Y cuando el patricio, después de haber vaciado también su tercera escudilla de tripicallos, se echó hacia atrás, su respuesta fue abrupta.

Dijo que conocía el mundo. Era un humanista y hablaba cinco idiomas. Las cosas eran lo mismo en el Báltico que en todas partes. Las factorías y centros comerciales muy lejanos sólo podían mantenerse corto tiempo y con grandes pérdidas. Novgorod les daba ya bastantes quebraderos de cabeza. Falsterbo costaba más de lo que producía. ¡Goa! Cualquier día les costaría cara a los portugueses. Y los ingleses no sospechaban en qué carga podía convertirse aquello. Factorías en la India. Sencillamente ridículo. Para que los daneses, después de la inútil guerra del pasado año, pretendieran percibir, además de las gabelas del arenque, tasas sobre la pimienta. En el mejor de los casos, esos negocios sólo podían hacerse teniendo la situación de Hamburgo. Quien quisiera tener colonias debía tener costas abiertas. La divisa de la ciudad de Danzig seguía siendo: «Ni temeraria ni temerosa». Él era enemigo de aventuras. Y en lo que se refería a su apatía: se había ganado su reposo, aunque la chusma local se lo agradeciera muy poco. En cuanto acabara la ejecución al día siguiente, dejaría su collar de burgomaestre y pasaría tranquilamente el crepúsculo de su vida en su estarosta. Síseñor. Quería coleccionar pinturas de Amberes. Que le cantasen en italiano con el laúd. Si la abadesa quería, podía ir con él a Dirschau pero —¡ira de Dios!— no a la India. ¿Por qué no podía financiar él, en su propia región, una factoría exterior para las piadosas monjas de Santa Brígida? Allí no les faltaría pimienta en grandes cantidades para su cocina.

Entonces la monja Rusch llenó por cuarta vez de callos el cuenco de su padre y, luego, los de los huéspedes. Mientras tanto, maldecía la poltronería masculina. Después calló. Entonces se desahogó el verdugo. Ladevigo se quejó de la ruindad de su oficio. Sólo el desollado de animales le proporcionaba algunos ingresos suplementarios. Ni siquiera podía cobrar por eliminar los innumerables perros. Y, sin embargo, la ciudad estaba inundada de excrementos y orines.

Ladevigo, que en sus trabajos en la cámara de suplicios tenía por norma utilizar métodos lentos y no aceptaba confesiones apresuradas, esbozó un sistema sanitario ejemplar para la ciudad amurallada; con todo, sólo le escuchaba el herrero. Una vez más, Ferber no fue suficientemente previsor para confiar al verdugo la limpieza municipal, la captura de perros sin dueño, la lucha contra las epidemias y el vaciado obligatorio, contra remuneración, de todos los cajones de mierda de los vecinos del Motlava (como se hizo letra y ley, sus buenos dos siglos más tarde, en la Ordenanza de Nueva Revisión de 1761).

Por muy sensatamente que hablase Ladevigo, preocupado por lograr el favor del patricio Ferber, éste, mientras seguía metiendo su cuchara en el mondongo, estaba ya en su retiro de Dirschau. El abad Jeschke estaba totalmente perdido en sus callos y se imaginaba prebendas en un mundo seráfico, no turbado por ninguna herejía. La monja Rusch, sin embargo, aunque callaba decididamente sobre el tema de la limpieza urbana, no podía dejar el de la pimienta india. Y, como estaba embarazada, le entraron buenas esperanzas.


¡Será una niña! Y fue una niña que se llamó Hedviga y, diecisiete años más tarde, después de haber sido criada por las tías de la gorda Greta en la Empalizada, se casó con el mercader Rodrigues d’Evora, de la familia de los Ximenes, comerciantes de especias al por mayor, que había abierto una factoría comercial en Cochin, en la costa india de Malabar. Dos veces al año, por San Juan y San Martín, el yerno enviaba, de acuerdo con las capitulaciones matrimoniales (porque Hedviga era, físicamente, hermosa al estilo báltico) un barril de jengibre, dos balas de canela, una libra marina de azafrán, dos cajas de piel de naranja, un saco de almendras y uno de coco rallado, además de cardamomo, clavo de giroflé, nuez moscada y, en cinco barriles, el peso de la monja Rusch (en el momento de las capitulaciones) en pimienta negra y blanca, y un barril más de pimienta verde húmeda: sus buenos dos quintales de entonces, lo que equivale a un quintal métrico.

Cuando el comerciante d’Evora y su esposa, así como cuatro de sus hijas, murieron de fiebres en Cochin, la única hija superviviente, que luego casó con el magnate español del mercado de la pimienta, Pedro de Malvenda, siguió enviando especias, al parecer, a la monja Rusch, hasta la muerte de ésta. Isabel de Malvenda vivió en Burgos, y luego en Amberes, desde donde, tras la muerte de su marido, mantuvo correspondencia con el agente para la pimienta de los Fúcar, Martín Enzesperger, e hizo que sus representantes se establecieran hasta en Venecia.

En aquella época habían entrado ya en el comercio Londres y Amberes. En Hamburgo que, como todas las ciudades hanseáticas, era hostil a lo extranjero, sólo hubo durante unos años una factoría de especias. Y varias guerras de las especias señalaron fechas, en una de las cuales España perdió su Armada.

Y cuando los cuencos estuvieron vacíos por cuarta vez, el herrero y sus invitados no se habían metido todavía suficientes callos con comino y pimienta entre pecho y espalda. Así pues, la monja Rusch sirvió del hondo puchero por quinta vez y rellenó de cerveza negra los jarros. Y también puso de nuevo sobre la mesa su parloteo: insinuaciones sofocadas por cotilleos locales, amenazas mezcladas con su habitual charloteo monjil. Sin embargo, si el patricio Ferber y el abad Jeschke, por atiborrados que estuvieran, hubiesen prestado un oído atento, otro gallo les habría cantado: la monja Rusch hizo saber, hasta en los más mínimos detalles, cómo pensaba cobrarse la factura. Y así sucedió: al rico Eberhard Ferber lo ahogó tres años más tarde en el lecho, con su peso de un quintal; y al abad mitrado Jeschke lo cebó hasta morir cincuenta años más tarde —tanto vivió Greta la Gorda para vengarse—: Él murió ante un plato de tripicallos.

Es posible que el herrero Rusch dedujera de la charla de su hija por dónde iban sus planes y cómo pretendía vengar su muerte, porque el pobre hombre esbozó una amplia mueca sobre la escudilla vacía. Es posible que no fuera sólo el cálido sentimiento de estar lleno por última vez lo que le hiciera feliz. Alabó a su hija y habló luego un poco confusamente. Dijo algo de un pez, que él llamó «roabayo e mar». Elogió a ese rodaballo porque, cuando él tenía aún las guedejas oscuras, le había aconsejado que metiera en el convento a su hija menor, cuya madre había muerto de calenturas, para que se hiciera aguda y ladina, pudiera disponer libremente de su cuerpo de mujer y le calentase la sopita diariamente a su padre en la vejez.

Luego calló también él, harto de callos. Sólo de vez en cuando venía, con los eructos, alguna palabra o frase inacabada. Ferber suspiraba por su vida campestre: quería vivir sin querellas en medio de sus obras de arte, instruyéndose con sus libros. El abad Jeschke, después de los callos, sólo podía pensar en los otros tripicallos que, en adelante, pimentados al estilo de la abadesa, quería comerse. Sin embargo, para entonces el mundo entero —aunque fuera a la fuerza— debía ser desluterizado. El verdugo Ladevigo, anticipándose a algunos artículos de la Ordenanza de Nueva Revisión, quería encargar a los toneleros toneles del tamaño de los barriles de cerveza, para fines de limpieza municipal. Por vaciar cada tonel sólo cobraría diez groschen. No obstante, el herrero Rusch predijo que el consejo patricio se enfrentaría siempre con disturbios y reivindicaciones rebeldes de los gremios y oficios bajos, lo que, hasta diciembre de 1970, ha resultado cierto en el sentido de Pedro Rusch. Siempre se lucharía contra la arrogancia patricia y la gente se jugaría el cuello por conseguir unos derechos civiles más.

Entonces los invitados, hartos, se marcharon. Ferber, sin decir palabra. Jeschke, bendiciendo latinajos. Ladevigo se llevó su plato cinco veces vacío. En el ventanuco, las palomas descansaron. Las antorchas se habían consumido casi en sus soportes. Pedro Rusch, sentado en medio de sus cadenas, lloró un poco recordando su último festín. Su hija, que salía ya, cargada a derecha-izquierda con la olla y el tonel de cerveza vacío, comenzó a parlotear otra vez: «Ora deharáh e sufrí. Ora tirá tó mehó. Ora tendráh tu lugán la samblea el gremio celehtiá. Ora tendráh siempre kayoh suficienteh. Ora no tengah ya mieo. La Greta leh ahuhtará lah kuentah. A ésoh me loh kocino yo».

Entonces la monja Rusch exhortó a su padre a que, a la mañana siguiente, mantuviera muy alta en el patíbulo su cabeza de rizos grises, y a que no lanzase maldiciones contra nadie. Debía arrodillarse indómito bajo la espada. Podía confiar en su venganza. Para ella, la venganza tendría un regusto a pimienta india. No olvidaría. No, no olvidaría.

Pedro Rusch hizo caso a su hija. Quizá tuviera aún una buena porción de tripas semidigeridas en sus propias tripas cuando, al día siguiente (haciendo el número cuatro entre seis candidatos), en el Mercado Largo, delante del Patio de Arturo donde, en torno a Segismundo, rey de Polonia, los patricios y prelados, de pie, parecían un cuadro, se dejó separar en silencio la cabeza del tronco. No hubo ningún error. Se podía confiar en el verdugo Ladevigo. La abadesa miraba. Un repentino aguacero hizo relucir su rostro. Y, ante el tribunal feminista, el rodaballo dijo: «En suma, señoras. Por muy rigurosamente que persiguiera sus fines Margareta, por imperturbablemente que sacase siempre tajada, por mucho que se demorase su arreglo de cuentas… El 26 de junio de 1526, cuando, con otros sublevados, fue ejecutado el herrero Pedro Rusch, una hija lloró por su padre».

El rodaballo
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