Por qué la sopa de patata sabe a gloria celestial
Cuando Amanda Woyke murió, sólo se llevó sus antiparras y buscó en el cielo por todas partes al Buen Dios. Él se había escondido, porque tenía miedo de Amanda, que quería decirle cuatro frescas sobre la falta de justicia, ya que no era un Buen Dios y quizá ni siquiera existía.
En el camino por las salas del Cielo, Amanda encontró a muchos viejos conocidos de Zuckau, Viereck, Kokoschken y Ramkau, que no sabían nada del paradero del Buen Dios y que andaban por allí, bastante cloróticos, porque sólo vivían de recuerdos. Únicamente en la gran artesa celestial de la harina que estaba vacía, halló Amanda a sus tres hijas Stine-Trude-Lovise, que se le murieron de hambre en la Tierra porque el rey Tío Fritz había hecho su guerra siete años seguidos, con lo que los panduros, cosacos y granaderos regulares prusianos, alternativamente, se habían engullido el poquitín de alforfón y de avena cachubos en ciernes.
Stine-Trude-Lovise se habían convertido en la artesa celestial en gusanos de la harina y gritaron: «¡Akí nay nada! ¡Akí nay nada! ¡Danos harina e trigo o cebada!». Entonces Amanda cerró la artesa y la empujó, buscando al Buen Dios, por todas las estancias del Cielo, armando estrépito.
En el camino se encontró al rey Tío Fritz, que estaba jugando con soldados de plomo barnizados de colores. Como se había llevado de aquí un saquito con granos de pimienta negra, las municiones no le faltaban. Con los dedos de la mano izquierda disparaba los granos desde la palma de su mano derecha y acertaba a los panduros, los cosacos y la infantería austríaca, esmaltada de blanco, hasta que por fin ganó la batalla de Kolin. Amanda se enfadó y gruñó: «¡No podríamoh tené paz duna vez!». Metió todos los soldados de plomo y la pimienta negra en la artesa vacía, y las tres lombrices Stine-Trude-Lovise tuvieron compañía. Luego enganchó al rey a la artesa, como caballo de tiro. Así se fueron, armando estrépito, por las estancias del Cielo, abarrotadas y, sin embargo, como vacías, buscando al Buen Dios. Amanda empujaba.
En el camino encontraron al conde Rumford que, entretanto, había muerto lejos, en París, de unas fiebres repentinas. Él se alegró de ver a Amanda, y le enseñó su último invento: una máquina diminuta, suavemente ronroneadora y fulgurante. Señalando la puerta —al rojo vivo— del Infierno, dijo: «Imagínese, mi distinguida amiga, por fin he logrado almacenar en mi maquinita el calor original, el fuego del Infierno, ese escandaloso derroche de combustible, y ahora puedo ofrecerlo prensado en tabletas para su útil aprovechamiento. ¡Basta de supersticiones! Por fin podemos realizar aquí, en las estancias del Cielo, su proyecto favorito, la gran cocina cachuba de la servidumbre y, con ayuda del fuego del Infierno, ponerlo en práctica. Usted y yo sabemos lo que el mundo necesita: un máximo dentro de un mínimo. Empecemos juntos por la alimentación universal. Por desgracia, nos faltan aún los ingredientes para su excelente sopa, sobre todo nuestro elemento llenaestómagos: la patata».
Amanda opinó que habría que pedir permiso antes al Buen Dios; era posible que, a cambio de una prestación personal moderada, les arrendase algunos campos del Cielo. Estaba dispuesta a pelar papas. Metió la máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno y la primera docena de tabletas caloríferas en la artesa de la harina, con las tres lombricillas Stine-Trude-Lovise, los soldados de colorines y los granos de pimienta negra, enganchó al conde Rumford junto al Tío Fritz ante la artesa y, con su doble tiro, se fue empujando por las estancias del Cielo buscando al Buen Dios y armando estrépito.
En el camino me encontraron a mí, el veterano e inspector de los dominios August Romeike, que, entre las batallas de la Guerra de los Siete Años, le hizo a Amanda siete hijas, de las cuales tres murieron de hambre y ahora, como lombricillas de la harina, estaban acompañadas en la artesa. Precisamente cuando el Gran Ejército de Napoleón volvió de Rusia en pedazos, después de ser zurrado, e invadió también la Cachubia, una horda de granaderos saqueadores, de los que yo quise salvar nuestras patatas de siembra, me acribilló a tiros sobre el montón. Sólo me pude llevar a la eternidad un saco de papas. Estaba sentado en él cuando Amanda, con el Tío Fritz y Rumford enganchados, me vio y empezó a insultarme enseguida: «¡Cretino-bobo-huevón!». Sin embargo, se alegró de las patatas de siembra salvadas y de algunas bolsitas de semillas, entre ellas de perifollo, mostaza, comino, perejil y mejorana, que yo tenía por casualidad en el bolsillo. Y también el Tío Fritz y Rumford exclamaron: «¡Admirable!», y «¡muy acertado!». Tuve que cargar el saco en la artesa de la harina, poniendo atención para no lastimar a las lombricillas Stine-Trude-Lovise o a los soldados de plomo, ni dañar la modélica máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno. Entonces fui enganchado a la estrepitosa carreta, entre el rey y el conde. Amanda no tenía ya necesidad de empujar.
Así buscamos por todas las estancias del Cielo al Buen Dios, hasta que llegamos a un agua que hacía olitas como el Báltico y olía también como él.
«¡Buen Dioh! ¡Buen Dioh!», llamó Amanda frente a aquel mar de un verde báltico. «¿Dónde tehkonde? ¡Sal! ¡Sal!»
Pero no había ningún Buen Dios que se mostrase, porque no existía. Sólo un pez plano saltó fuera del mar y nos miró atravesadamente. Era el rodaballo de los cuentos. Dijo con su jeta torcida: «Como no hay Buen Dios, tampoco yo puedo ser vuestro Buen Dios. Sin embargo, si os pasa algo puedo ser útil. ¿Qué os pasa?».
Entonces Amanda, antes de que los tres hombres enganchados a la artesa de la harina pudieran hablar, se quejó al rodaballo, primero de sus tribulaciones terrestres y luego de las celestiales: dijo que lo había soportado todo y que, a pesar de la peste, la miseria, el hambre y la guerra y la injusticia permanente, siempre había estado con el Buen Dios: que estaba buscándolo por el Cielo, pero sólo había encontrado al rey Tío Fritz, a su atontado inspector y a su viejo amigo epistolar, el conocido inventor de la cocina económica, y los había enganchado a la artesa vacía de la harina, dentro de la cual estaban sus tres lombricillas Stine-Trude-Lovise, los soldados de plomo y los granos de pimienta del Rey, algunas bolsitas con semillas como mejorana, perifollo, mostaza, comino y perejil y la máquina-para aprovechar-el-fuego-del-Infierno de su corresponsal, junto con algunas tabletas caloríficas: «¿Qué va a pasar ahora, rodaballete? Si no puedes ser nuestro Buen Dios, sé nuestro Buen Rodaballete y ayúdanos».
Así halagado, el rodaballo dijo: «Lo que no pudisteis hacer en la Tierra podréis hacerlo en el Cielo. Vuestro Buen Rodaballete se ocupará de ello, igual que si fuera el Buen Dios».
Entonces desapareció en el mar, de un verde báltico. Inmediatamente, las estancias del cielo se transformaron en arenosos suelos cachubos: ligeramente ondulados, ya abonados y labrados, y rodeados de aulagas y zarzamoras. Los soldados de plomo del rey Tío Fritz saltaron de la artesa de la harina y comenzaron a labrar la tierra como campesinos, plantando las patatas de siembra salvadas del saco de papas del atontado inspector y haciendo al lado un pequeño huerto. Y el conde Rumford construyó para Amanda, muy grande, una cocina celestial para saciar el hambre del mundo y la calentó con las tabletas caloríficas prensadas, de las que la máquina-para-aprovechar-el-fuego-del-Infierno escupía tres por segundo.
Entretanto, las lombricillas de la harina Stine-Trude-Lovise crecieron hasta convertirse en tres chicas muy guapas y, por añadidura, despiertas, de forma que el Tío Fritz no tuvo necesidad de reinar más, el conde Rumford no tuvo ya que inventar, y el atontado del inspector no pudo hacerle ya la puñeta a nadie, porque en la Cachubia celestial sólo ejercían la tutela Amanda y sus tres risueñas hijitas. Como pronto crecieron hierbas y nabos, había cerdos que gruñían milagrosamente y hasta se consiguió aclimatar en el cielo las cebollas, todos los días había sopa de patata suficiente. Mientras se pelaban las patatas, se contaban ahora las viejas historias del Buen Dios como historias del Buen Rodaballete. Y no eran sólo los niños los que sabían recitar de memoria los aleluyas de Amanda: «Megorana y pereguil / alimentan máh de mil», o «tubérculoh en loh sueloh / libertadeh en loh cieloh».
Así, un día tras otro, todos comían en paz la misma sopa, y sólo los granos de pimienta negra del rey Tío Fritz seguían allí, inútiles y peligrosos, porque eran grandes como balas de cañón, hasta que un buen día celestial Amanda los hizo rodar hasta el Infierno, que desde entonces calentó mejor.
Sin embargo, el rodaballo que, acusado ante el tribunal feminista, contó ese cuento en su descargo, dijo para concluir: «En suma, señoras: de esa forma me permití, al menos en el Cielo, crear unas condiciones cachubo-maoístas. Sin que yo lo afirme ni lo niegue, pueden ver en mí si quieren al Buen Dios de Amanda Woyke».