Para qué sirve un cazo de hierro colado
Adalberto vino de Bohemia. Todos sus libros (y también su báculo de obispo) se habían quedado en Praga. Como había agotado su escolástica, quería apartarse de la teoría, dedicarse a la práctica y, entre nosotros, en la zona de la desembocadura del Vístula, convertir paganos y difundir la única verdad. (Hoy eso se llama: trabajar en la base.)
Vladislao, rey de Polonia, lo había contratado como agitador. Llegó, con un séquito de bohemios, bajo la protección polaca. En realidad, quería adoctrinar a los pruzzos, porque al rey de Polonia le hubiera gustado extender su dominio a la orilla oriental del Vístula. Sin embargo, como los pruzzos tenían fama de ser gentuza, su séquito bohemio le aconsejó que practicase primero con nosotros, los pomorscos, más bien tontorrones pero de buen carácter. (Adquirir experiencia, inspirar confianza, hacer el bien, comprender la economía extranjera, decía el prelado Ludevigo.)
Acamparon cerca de nuestro asentamiento. Habían acarreado sus provisiones en carros de bueyes. Sin embargo, al empezar su actividad misionera se les murió el cocinero polaco. Tras unas primeras conversaciones —se intercambiaba lo que había— nuestra cocinera (y, por tanto, sacerdotisa) Mestuina se ofreció a cocinar para el obispo y su séquito. Nuestra oferta se componía de remolachas, cuajada, carne de cordero, sémola, setas, pescado y miel.
No fueron Greta la Gorda y Amanda Woyke las primeras que cruzaron bajo el pecho sus brazos desnudos y cubiertos de pelusilla rubia, para contemplar la mesa entre severas y bonachonas, según los casos: también en esa postura contemplaba mi Mestuina al obispo Adalberto después de haberle puesto la mesa. Al hacerlo, ladeaba ligeramente la cabeza, adoptando una actitud expectante. No obstante, Adalberto no elogiaba lo que le gustaba, sino que comía como con repugnancia. Revolvía la comida sin apetito, masticaba con melindres, como si cada bocado fuese a la vez una tentación y un preludio de tormentos infernales. No era que criticase nada, ni que —enfrentado con la cocina pomorsca— echase en falta su cocina bohemia: su asco era general. (No puedes imaginarte, Ilsebill, lo repulsivamente avinagrado que era yo hacia finales del siglo X después de Cristo; porque, en principio, fui yo ese Adalberto de Praga que engullía su papilla como si no tuviera paladar.)
Y, sin embargo, a Mestuina le había caído bien aquel enjuto misionero. También ella quería hacer prosélitos. Cuando, por encima de sus cruzados brazos, lo miraba masticar, se le subía el pavo y enrojecía hasta la raya del pelo. Confiaba en que él sería capaz de apreciar, en su cocina pagana, el gusto anticipado, si no del catolicismo, al menos de su amor, porque ella lo amaba: en caliente o en frío.
Para Adalberto amasó tortas de manteca de cerdo. Para Adalberto echó miel a sus gachas de mijo. Para él preparó queso de oveja con hígado de bacalao ahumado. Para Adalberto y contra Adalberto cocinó una cabeza de jabalí deshuesada, a la que previamente chamuscó las cerdas, con múrgulas y raíces. Luego colocó la cabeza en un cuenco, que llenó de caldo hasta cubrirla. Con las heladas de enero, el caldo se endureció rápidamente, convirtiéndose en gelatina. (Los mercenarios del obispo habían alanceado el verraco en las colinas boscosas que se extendían interminablemente hacia el interior.)
Y hacia el mediodía, para y contra el obispo, cuando éste quiso compartir una sencilla comida con los emisarios del rey polaco —Vladislao insistía en la conversión de los pruzzos—, Mestuina volcó el cuenco sobre la mesa de tal forma que nuevamente quedó a la vista la cabeza de jabalí en su propia gelatina. Y los emisarios, con un hambre de lobo, la liberaron de aquella gelatina temblorosa. Sin embargo, como Mestuina, por encima de sus brazos cruzados, miraba acechantemente a los hombres, Adalberto tuvo que dar un sentido piadoso a la voracidad general: «¿Y si Satanás en persona hubiese penetrado en la gelatina?». De manera que vencieron a Satanás entre los cinco, y el obispo, como pudo ver Mestuina, que seguía de pie, tuvo dificultades para mostrar su repugnancia habitual, por lo que el prelado Ludevico hizo chistes sobre el excelente gusto de Satanás; sin embargo, Adalberto no se rió.
Aquel hombre lleno de celo llevaba ya semanas entre nosotros. Sin embargo, los pomorscos seguíamos siendo paganos, aunque yo, en mi tempotránsito como pastor, tallé en madera de tilo unas ligeras imágenes de la Virgen María que, sin embargo, tenían tres pechos bajo la túnica. (Puedes creerme, Ilsebill, también siendo misionero, por una parte, seguí siendo por otra artista, en mi calidad de pastor.)
Y una vez, cuando Mestuina, que vivía con nosotros en la Empalizada, en la isla del Pescador, en medio del Motlava, preparó para el obispo una sopa de pescado con cinco cabezas de bacalao de ojos saltones, después de haber retirado del caldo las cabezas de abadejo, poco antes de que se deshicieran, se le rompió el collar de pedazos de ámbar en bruto ensartados. En el mismo instante en que se inclinaba sobre la hirviente caldera, se soltó la cuerda alquitranada. El collar cedió en su cuello redondo: sin intervención de nadie, él solo. Aunque Mestuina, con mano rápida, intentó retener el abierto collar, nueve o siete de los pedazos de ámbar perforados (por mí) con un alambre al rojo cayeron de la cuerda a la caldera, donde se disolvieron en el caldo borboteante y debieron de sazonar la cristiana sopa de pescado cuaresmal con esa fuerza pagana que, desde la noche de los tiempos, guarda el ámbar, y cuyos efectos transformaron de tal forma al casto Adalberto —apenas se hubo comido la sopa a cucharadas—, que (ya oscurecía) durante toda la noche, el día siguiente y otra noche más se aferró a mi Mestuina como un loco. Una y otra vez se abrió paso el asceta con su instrumento, poco penitente ya, en la carne de ella. Muy al estilo pomorsco, pero con más celo apostólico y contradicciones dialécticas, se agotó en ella. Entretanto, mascullaba su latín eclesiástico, como si quisiera derramar los dones del Espíritu Santo por un nuevo método; nosotros, los de la Empalizada, no estábamos, al fin y al cabo, bautizados todavía.
Eso trajo dependencia. El obispo le pedía a Mestuina semanalmente su sopa de pescado sazonada con ámbar. No hubiera podido tener un deseo más fácil de satisfacer. Nunca, ni siquiera en invierno, nos faltaba el pescado. El pescado era, con las gachas de avena, la sémola de cebada y de esteba, las raíces y la carne de cordero, la alimentación principal de los pomorscos. Por eso adorábamos, junto a la tradicional diosa terrestre Aya, a cierto pez de una época más reciente. Y Mestuina —como cocinera y sacerdotisa— sacrificaba al dios Ryb, que era de cuerpo aplastado, cabeza plana, boca torcida y, por lo tanto, parecido al rodaballo parlante.
Es verdad que hubo disputas entre la población pomorsca de la costa cuando los pescadores, contra la voluntad de las mujeres, implantaron el culto al dios de cabeza rodaballesca, pero Mestuina les hizo el caldo gordo cociendo el nuevo culto con los ritos tradicionales. Conocía leyendas en las que el dios-rodaballo y la Aya tripechugona compartían en primavera un lecho común, mitad de hojas y mitad de juncos. Es verdad que a menudo se peleaban, decía Mestuina, pero Aya no se enfadaría si se adoraba un poco también a su viscoso amante. Al fin y al cabo, útil a su manera, él se ocupaba de que las redes estuvieran llenas y el mar tranquilo. Era él quien, en las crecidas, calmaba al Vístula. Al parecer, había dado al ámbar ciertos poderes.
Por eso los niños de la Empalizada, todas las primaveras, llevaban en largas ramas cortadas de los sauces de las orillas del Raduna cabezas de esturión y de bacalao, la cabeza del plateado salmón del Vístula y la cabeza de anciano del siluro, pero también, delante de todos los demás peces, cabezas de rodaballo de boca torcida y ojos estrábicos, a lo largo de las orillas de los brazos no represados del río, hasta llegar al mar. Los peces —el lucio y la lucioperca, la perca, el abadejo (como llamábamos al bacalao)— tenían que ver una vez más los ríos, el mar Báltico. Había que adorar y aplacar al joven dios Ryb, en su encarnación rodaballesca. (Ya entonces circulaba la leyenda de que el rodaballo —sólo había que llamarlo— cumplía los deseos, daba consejos, se mostraba especialmente benévolo con los pescadores y era más listo que el hambre.)
«¡Rodaballo, rodaballo!», gritaban los niños de la Empalizada. Llevaban colgadas viejas redes y nasas carcomidas. Ni siquiera cuando, después de la muerte de Mestuina, nos hicieron cristianos dejamos de ser buenos paganos. En Pascua —¿por qué no en Pascua?—, después de habernos flagelado a orillas del Raduna con ramas de sauce, enseñábamos a los peces, en procesión devota, los ríos y el mar. Delante iban un sacerdote con la cruz y seis monaguillos con campanillas. Ámbar molido, columpiado en conchas, hacía de incienso. Se cantaban plegarias pomorscas para pedir buena pesca. Sin embargo, se veían también vejigas de cerdo hinchadas que las muchachas se ataban delante, tres cada una, quizá en recuerdo de Aya. Sólo la letanía era católica. Porque los ojos muertos de los peces relucían sin bautizar. Fijas miradas dirigidas al cielo. La voraz boca abierta. Aletas branquiales distendidas.
Más tarde, hacia la noche, las ramas de sauce con las cabezas se plantaban en el dique de troncos que llevaba a la isla del Pescador, como formando una valla. Los niños de la Empalizada se escapaban gritando. Llegaban las gaviotas en picado. Habían seguido a la procesión hasta el dique, lanzando sus gritos estridentes, pero manteniéndose a distancia. Ahora se precipitaban, llevándose ante todo los ojos. Se peleaban hasta dejar las ramas vacías.
Y una vez —me acuerdo— una marsopa, una de las pequeñas ballenas, fue arrojada en primavera a la playa. También su cabeza fue llevada alternativamente por dos chicos en un soporte de cuero colgado de una larga estaca, en medio de la procesión, inmediatamente detrás de la imagen de Santa Bárbara.
Y más tarde, mucho más tarde, cuando se fundaron el Barrio Viejo, según el fuero de Kulm, y la Orilla Derecha, según el de Lübeck, y yo, como espadero, fui admitido por fin en el gremio, los niños de la Empalizada —entre ellos las hijas que tuve con Dorotea— llevaban en pértigas cabezas de pescado de papel pintado, pegadas con cola y con luces dentro. Hacía muy bonito de noche, aunque siempre me ponía un poco triste: sí, Ilsebill, porque Mestuina ya no existía.
Y por culpa de esas cabezas de pescado, llevadas por niños alborotadores de la Empalizada por el dique de troncos y en torno al campamento de los señores cristianos de Bohemia, el obispo Adalberto, que más adelante habría de figurar en el martirologio, montó en cólera, utilizando toda clase de obscenos latinajos. Armado de agua bendita, arremetió contra aquel aquelarre. Las inocentes cabezas de abadejo le hacían muecas infernales. En especial, el estrábico rodaballo tenía, en opinión del obispo, la mirada irónica y destructora de Satán. Levantó la cruz contra él. Con un gesto de la mano ordenó a sus mercenarios que decapitasen, una vez más, las cabezas de pescado. Así se hizo en un santiamén, lo que encolerizó a Mestuina porque, como sacerdotisa, lo que caía de las estacas le afectaba más de lo que podía imaginar el asceta. ¿Qué sabía él de Aya y del todavía joven y viril principio divino llamado Ryb?
Mestuina sí sabía. Estaba consternada y, aunque era pequeña y rechoncha, se creció. Sin embargo, no dijo nada. Se lo guardó al estilo pomorsco. Luego bebió a pequeños sorbos leche de yegua fermentada. Hasta la noche no se sintió dispuesta. Y cuando el asceta, como de costumbre, quiso visitarla en su lecho de hojas, la ira de ella había adquirido una concreción certera.
Con las paredes exteriormente enlucidas de barro se levantaba su choza de mimbres trenzados. Una vivienda acogedora. Adalberto no llegó a ella con una salutación piadosa, sino con todas sus contradicciones dialécticas. Sin embargo, aunque el apetito carnal convertía el hábito del obispo en tienda de campaña, con firmeza de mástil, Mestuina no lo calmó esta vez temporalmente, sino para siempre. Él ni siquiera pudo desahogarse. Mestuina le golpeó varias veces con fuerza la bohemia cabeza con un cucharón de hierro colado y, en su cólera, vengó al bacalao y el sollo, la lucioperca, el lucio, el plateado salmón, la rojiza perca y, una y otra vez, al dios-rodaballo de las pesquerías de bajura pomorscas.
Adalberto sólo dio un breve suspiro. Su viril contrafigura, sin embargo, no se doblegó y se mantuvo valientemente erguida, sin querer bajar la cabeza ni siquiera cuando el obispo había muerto y era ya mártir.
Después de haber matado Mestuina a Adalberto de Praga, más tarde hecho santo, yo enterré el cucharón de hierro, porque temimos que pudieran hallarlo y elevarlo a la categoría de reliquia cristiana. El cadáver lo tiramos al río. Todos los de la Empalizada (incluida Mestuina) fuimos empujados algo más adelante por los mercenarios polacos hasta un lugar poco profundo del Raduna, en donde el sucesor de Adalberto, el prelado Ludevico, nos bautizó a la fuerza. Ese Ludevico, por lo demás, tenía sentido artístico y me cogió afecto. Le gustaban mis virgencitas talladas. Hasta hizo la vista gorda ante el tercer pecho (bajo el ropaje) de la Virgen María. También el hecho de que yo diera a la Madre de Dios, mediante unos ojos de ámbar color miel que incrustaba en la madera de tilo, una mirada fulgurante, lo interpretó en el sentido de un catolicismo victorioso. Es muy posible que, cuando condenaron a Mestuina, a mí no me castigaran gracias a mis habilidades: en calidad de artista se es siempre bien visto por cualquier religión. Por otra parte, tú sabes, Ilsebill, que no tengo madera de mártir.
Fue en abril del 997 cuando Mestuina, borracha, remató a golpes a Adalberto, nos bautizaron a los pomorscos y se enterró el cucharón. Lo escondí cerca del que luego fue poblado de Sankt Albrecht. Y precisamente allí fue desenterrado en el otoño del 1889 por el Dr. Ernst Paulig, director jubilado del Instituto de San Juan, como descubrimiento aislado, y regalado a la colección histórica de la ciudad de Danzig. «Utensilio doméstico de Pomerelia», decía el cartelito. Sin embargo, la cuchara era de origen bohemio. En realidad, la había traído Adalberto para convertir paganos. Mestuina la utilizaba sólo para sacar la leche de yegua fermentada que bebía; para cocinar empleaba cucharas de madera.
Lo que ocurrió luego, cuando Mestuina fue condenada, poco después del bautismo obligatorio, y decapitada por un verdugo polaco, se contará más adelante: quién la traicionó, qué signos y prodigios se produjeron cuando la espada tocó su cuello y todas las tonterías que los libros de texto nos han transmitido.
«Únicamente con Mestuina», dijo el rodaballo acusado ante el tribunal feminista, «terminó el dominio de Aya. Desde entonces sólo contó la causa masculina». Sin embargo, las señoras no lo escucharon. Estaban demasiado ocupadas. El caso Mestuina pasó a un lugar secundario. Las peleas estaban a la orden del día. La causa feminista amenazaba naufragar entre resoluciones.
No obstante, un día, después de muchos dimes y diretes en que los grupos, divididos o unidos por razones tácticas, se pronunciaron sobre propuestas urgentes, el tribunal encontró por fin su orden protocolario de asientos, pues no siempre fue el acusado rodaballo el que obligó a interrumpir el proceso o dio lugar a aplazamientos. Junto a la Presidenta y las ocho vocales, además de la fiscal y de la defensora de oficio, que tenían todas sus asientos simétricos y querían conservarlos —elevados los de la Presidenta y las vocales; delante, más bajo y en su bañera, el rodaballo, y a izquierda-derecha de él la acusación y la defensa—, había otro grupo subordinado al tribunal: el consejo consultivo que, en realidad —se componía de treinta y tres mujeres—, debía sentarse en las dos primeras filas del antiguo cine, pero estaba tan mal avenido que sólo conseguía tomar dos decisiones: suspender la sesión en curso o aplazar el proceso. Por eso, el rodaballo tenía a menudo ocasión de mostrarse irónico: «Si el severo y, según me dicen, ahora llamado revolucionario consejo consultivo del Alto Tribunal nada tiene que objetar, yo sería partidario, como acusado, de que continuase la vista, porque tengo interés en presentar conjuntamente los casos precristianos de Aya-Vigga-Mestuina: la decadencia del matriarcado. También eso es evolución. O —si se prefiere— ¡revolución!».
El consejo consultivo sólo se llamó a sí mismo «revolucionario» desde la vista del caso Mestuina, porque el homicidio perpetrado en la persona del obispo Adalberto de Praga tenía sus paralelismos actuales. Como las treinta y tres asesoras representaban a agrupaciones difíciles de distinguir, a menudo se producían coaliciones ocasionales. La minoría de izquierdas, dividida en cuatro grupos, se había unido de repente, a pesar de su oposición ideológica (sólo porque el rodaballo había utilizado tres veces la palabra «evolución») con la Federación de Mujeres, de carácter demócrata radical, y no sólo había decidido, por escasa mayoría, la nueva denominación de «Consejo Consultivo Revolucionario del Tribunal Feminista», sino que había solicitado también una nueva distribución de asientos. No querían ya asesorar abajo, delante, en el foso, en los llamados butacones, sino arriba, sobre el escenario del cine. Querían sentarse a izquierda-derecha de la presidenta y de sus ocho vocales, y según el resultado de la última votación; a lo que el rodaballo comentó: «Nueva votación, nueva distribución. ¡Muy bien! Así harán ejercicio las señoras».
Y así se hizo. Según las votaciones del consejo consultivo revolucionario aumentaba o disminuía el número de sillas a izquierda-derecha. Y como la controversia política, siempre renovada, no cesaba ni durante las actuaciones ordinarias del tribunal, el público se interesaba a menudo más por las luchas entre los grupos del movimiento feminista que por los casos Aya-Vigga-Mestuina, que son también mis casos: después de todo, fui yo quien enterró a más de un metro de profundidad el cucharón de hierro colado.
Seguramente el rodaballo se molestó al ver que, sin hacerle caso, se producían apasionados debates de procedimiento. Cuando, al ser evacuadas por el consejo consultivo revolucionario, las dos primeras filas del cine quedaron a la disposición del público, protestó y amenazó con negarse a toda declaración: eso no podía tolerarlo. No podía soportar al público tan cerca. Al fin y al cabo, en varias ocasiones se habían producido incidentes peligrosos para él. También tenía derecho a la seguridad. Esas dos filas debían reservarse para los peritos y peritas. Esperaba la llegada de varios caballeros y de una señora, que habían demostrado en publicaciones su competencia científica en la esfera de la arqueología o como especialistas en derecho canónico medieval. Había que reservar sitio para esos expertos. Además, pedía para sí protección como objeto, aunque el tribunal, especialmente la fiscal, lo tratase como peligroso sujeto.
Su petición fue atendida. En lo sucesivo, en las filas primera y segunda del cine se sentaron diversos peritos, dos guardianas y las testigos de cargo: mujeres desposeídas, divorciadas, con una profesión, en situación económica desventajosa, abandonadas, llenas de hijos, maltratadas o víctimas de otros modos de la vida conyugal. A veces balbuceando, a veces en murmullos, muda, estridente, a menudo próxima a las lágrimas, pero también entre risotadas malignas, se expresó la miseria de la mujer oprimida: pero después del quinto niño… Y como me di de cabeza contra el radiador… Pero no paró ahí… Hasta a mi madre la amenazó con… Y sin ninguna asistencia social… Entonces me tragué las tabletas… Pero no sirvió de nada…
Fuera lo que fuese lo que las testigos de la acusación decían, la culpa era de los hombres. Y cada vez me sentía más aludido. El rodaballo, sin embargo, permaneció imperturbable y se atuvo exclusivamente a los hechos. Lo sabía todo y también todo lo contrario. Hasta conocía el Derecho Canónico. Por eso renunció a citar testigos, lo mismo que había renunciado a citarme a mí, que era al fin y al cabo el principal interesado, como testigo de descargo. La verdad es que de mí sólo se habló de pasada. Tratado anónimamente, fui sólo público. Mudo, con frecuencia aburrido porque las luchas entre los grupos ocultaban una vez más los casos de Aya o de Vigga o de Mestuina, hacía comparaciones desde mi butaca de la fila 11.
Es cierto que no encontré entre las vocales ninguna Aya —a no ser la siempre relajada Dra. Schönherr—, pero había descubierto a mi gruñona Vigga en la figura de Helga Paasch, propietaria del vivero hortícola. Y también Mestuina se sentaba frente a mí como vocal: qué hermosamente redonda era por todas partes. Su cabecita esférica, enmarcada por un cabello tirantemente peinado. Su cuello torneado, como una columna, del cual colgaba —¡palabra, Ilsebill!— un collar de ámbar. Sus hombros de suave pendiente. Mi Mestuina actual tenía también —no hay por qué callarlo— la misma mirada vidriosa y vacía que traicionaba a mi antigua Mestuina cuando había trasegado demasiada leche de yegua fermentada.
La señorita Ruth Simoneit, evidentemente, bebe. En varias ocasiones perturbó las actuaciones del caso Mestuina con balbuceos y monótonas cabezadas, con tragos ocasionales de una botella que tenía y, finalmente, cuando se habló de la decapitación de Mestuina, con un llanto desenfrenado y un histérico tirarse de los pelos, de forma que la Dra. Schönherr tuvo que acompañar fuera de la sala, con maternal firmeza, a la vocal Simoneit, tan alcohólica como sensible. (Y también yo me ocupé algo más tarde de aquella pobre chica sola.) Ya de mañana bebía Rémy Martin. Y nunca comía como es debido. Y en el apartamento de su propiedad, de dos habitaciones y media, funcionaba constantemente el tocadiscos: plañideros trágicos, aulladores profesionales. Sin embargo, quiere ser maestra. Por lo demás, Ruth fue la única de las ocho vocales que, aunque borracha, preguntó por mí: «¿Y qué fue de aquel gilipollas que escondió el cucharón de hierro?».
Porque la realidad, Ilsebill, es que siempre se trataba de mí. Cometí errores y mentí para salir del paso. Todo lo reprimí y lo olvidé. Con cuánto gusto me hubiera confesado culpable ante el tribunal, ante la Dra. Schönherr, ante Helga Paasch, ante Ruth Simoneit, ante todas: eso lo hice yo. Y lo otro. Y lo de Mestuina que me lo apunten. Soy yo, sólo yo el responsable. Lo confieso, todavía hoy. Aquí estoy, sí, como hombre, aunque deteriorado y, entretanto, intimidado por la Historia…