La reina de las remolachas

Y entonces desapareció el tercer pecho. Verdad es que no sé muchos detalles —no ocurrió en mi época y pudo pasar después de ciento once generaciones de Ayas—, pero ya no estaba, Ilsebill. Sin embargo, al parecer, no se atrofió poco a poco, sino que faltó de repente. No, no porque las mujeres estuvieran cansadas de darnos de mamar y mamar, sino porque el rodaballo quiso ser dios de los Edeks.

Tú dirás: «Eso también es muy típico», pero en aquella época había una necesidad cada vez mayor de compensación, de un poco de divinidad masculina. No era que el rodaballo quisiera ser el único dios; modestamente, sólo un dios de segunda fila. Y, en algún momento, una de las sacerdotisas todavía tritetudas de Aya se dejó convencer, acosada por las súplicas de los hombres: se acostó con el rodaballo entre los juncos, o entre las hojas, o en un lecho de hojas y juncos, y regresó al día siguiente: sin el pecho de en medio.

¿O quizá ocurrió de otra forma? Los Edeks, como no pasaba nunca nada, quisimos divertirnos y asustar un poco a las mujeres, lo mismo que yo, el otro día, te di un susto del demonio. «¡Hay algo viscoso ahí! ¡Ayyy!», gritaste deshaciéndote de la manta a patadas: entre los dos yacía sobre la sábana, larga como el brazo, con su sinuosa hermosura. Desde luego, fue irresponsable por mi parte. Ahora que estás embarazada, esa anguila en la cama hubiera podido provocar una desgracia.

Entonces, en la época de la centésimo onceava generación de Ayas, modelé secretamente en arcilla un hombre de tamaño natural, al que le había crecido en cada nalga un falo impúdico suplementario, de forma que hubiera podido satisfacer a la vez a tres Ayas. Colocamos al hombrachón en una noche sin luna ante la gran choza de las mujeres y, a la mañana siguiente (visto con ojos aún soñolientos), mi Superedek pasó por auténtico. En cualquier caso, las mujeres, algunas de ellas embarazadas, comenzaron a dar gritos; pero las consecuencias no fueron abortos sólo. ¿O fue algún otro susto, parecido a ése, el que eliminó el pecho central como una verruga? Simplemente desapareció. Hubiera debido desaparecer hacía tiempo.

O tal vez sucedió de otro modo. La operación se produjo mucho más tarde. Incluso Vigga tenía todavía el tercer pecho que necesitábamos los pomorscos. Nuestras necesidades apenas cambiaban. ¿Para qué? (Nos iba de cojón.) Sin embargo, cuando Vigga, en varias campañas en gran escala, hizo arrancar la llamada remolacha de los sueños —una raíz especial para fines múltiples— como nociva para el pueblo, y nos quitó la hierba de los deseos que, durante milenios, masticada como hojas de tabaco, coloreó nuestros sueños, disipó nuestros temores y colmó nuestras nostalgias, dejamos de ver como real lo que era sólo un deseo.

Así se rompió la película de imágenes vívidas. Así perdimos nuestra inocencia. Se acabó el tercer pecho. Como ya no soñábamos con él, dejó de sernos palpable. Destetados, intentábamos asir el vacío. La chata realidad nos había hecho pobres. Fue doloroso, Ilsebill, créeme, aunque ahora, sin deseos (porque no teníamos sueños) no podíamos comprender lo que habíamos perdido.

Entonces se apoderó de nosotros la inquietud, vino la insatisfacción. Sustitutivamente masticamos luego (hasta en la época de Sophie) setas matamoscas secas… por no hablar de todo lo que hoy se kifea, se hachisea, se cuece en infusión o se chuta en las venas. Sin embargo, nada igualaba a nuestra extirpada remolacha de los deseos.

Y, ante el tribunal feminista, el rodaballo dijo que no sabía nada de nuestra droga primitiva: «Pues sí, señoras, así se desvaneció —en la edad del hierro de Vigga, para ser exactos— la estafa de los tres pechos. Por fin vieron claro los señores. De repente se evaporó la ficción de la madre primitiva y trina. De pronto —desmitificada por no sabemos qué relámpago esclarecedor— apareció la buena de la vieja Vigga con sólo sus dos tetas ordinarias. El desengaño consiguiente quizá favoreció la decisión de algunos pomorscos del sexo masculino de participar, a título de ensayo, en las migraciones bárbaras. Nada extraordinario. También en otros lugares, y mucho antes, los sueños en la madre primitiva se habían volatilizado. La diosa cretense Hera, que pasaba por ser la crema de la maternidad telúrica minoica, tuvo, si no que renunciar a su dominio, al menos que compartirlo y avenirse al matrimonio —sí señor, al matrimonio— con el dios Zeus. Y también yo, transitoriamente, tuve que desempeñar funciones divinas para relativizar un tanto la maternidad primitiva que, a pesar de la pérdida del pecho, seguía siendo tutelar. Me atosigaban. A pesar de todos los fracasos, no se habían olvidado mis esfuerzos de milenios en favor de la causa masculina. En nombre de la división del trabajo, se me confió todo lo relativo al mar, los ríos y, por lo tanto, la pesca. En un papel comparable al de Poseidón —como el dios griego con respecto a la Atenea pelásgica— tuve que afirmarme junto al culto de Aya, que perduraba. Eso, en Atenas lo mismo que en otras partes, no fue posible, naturalmente, sin conflictos. Como pueden figurarse, respetadas señoras, la sustitución del matriarcado por el razonable aunque un poco ficticio patriarcado trajo consigo más de una contrarrevolución. No hará falta que les recuerde las bacantes, amazonas, erinias, ménades, sirenas y medusas. Duras, realmente duras fueron las luchas entre los sexos en la antigua Grecia. En comparación, la cosa se desarrolló en el Vístula con pocos incidentes. Salvo la súbita desaparición del tercer pecho no hay nada extraordinario que reseñar. No hubo materia para tragedias, aunque en aquella época los turbulentos godos se tomaron un descanso en la región de la desembocadura del Vístula y, en su sed de hazañas, no sabían si volver al norte o continuar hacia el sur. Entre los pomorscos se mantuvo la habitual ginecocracia, aunque un tanto suavizada por mí, el escamante dios secundario. Incluso pervivió la tripectoralidad: en la pequeña artesanía cerámica. Sin embargo, nada de nuevas eras, salvo en una cosa: desde Vigga se cultivó la remolacha. Era una verdadera reina de las remolachas y lo parecía».


Con ella la agricultura se convirtió en servidumbre. Mientras Aya nos tuteló a través de sus sucesoras, el cultivo de la cebada, la escanda y la avena se mantuvo dentro de límites razonables; como cazadores y pescadores, éramos independientes desde el punto de vista profesional; en los cañaverales y el monte bajo, en los pantanos y en playas distantes, estábamos fuera del alcance de la voz y, aunque oprimidos, podíamos vivir tranquilos. Fue Vigga la que nos unció al arado de madera y nos envió a plantar nabos. Tuvimos que recoger simientes de raíces silvestres porque, en su parcela experimental del tamaño de un jardín, Vigga sembraba en hileras rabaniza y remolacha forrajera, y cultivaba formas primitivas del rábano, de la escorzonera y de esa remolacha roja (derivada de la cepa Beta vulgaris) con la que, mucho después, Amanda Woyke, cocinera de la servidumbre, hacía, con eneldo, sopa de remolacha: en los días calurosos de agosto se la llevaba fría a los campos a los siervos de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana.

En cualquier caso, los godos nos llamaban desdeñosamente comerraíces, lo mismo que nosotros los llamábamos a ellos comehierros, porque aquellos godescos eran demasiado vagos para doblarse, como había observado ya Tácito en otras tribus germánicas. Preferían soñar distancias.

A nosotros nos gustó siempre mordisquear nabos. Me vienen a la memoria jugosas raíces silvestres que hacían llorar, duras pero dulces de masticar y que, en la época de Aya (como privilegio) eran extraídas exclusivamente por las mujeres. Y, después de los primeros ensayos de selección de Vigga, que sólo dieron resultado en tiempos de Mestuina (el rábano campestre), Dorotea de Montovia en su huertecita cuaresmal, la monja Margareta Rusch en el jardín del convento de Santa Brígida, y Agnes en sus planteles de régimen: cultivaron nabos emparentados con nuestras zanahorias, con el apio y con el nabo de Brandeburgo. Más tarde aún llegó de Baviera por correo, derivado de la colza, el colinabo; Amanda Woyke lo llamó, acertadamente, rutabaga y Lena Stubbe lo coció, en cantidades industriales, en cocinas populares (como respuesta a la cuestión social), durante las épocas de hambre del capitalismo temprano. Del año de guerra y gripe de 1917 procede la expresión: invierno del colinabo.

No tengo nada contra la rutabaga, pero aquí me refiero al nabo primitivo, largo, tieso, en unos sitios arrugado, en otros caricaturesco, por todas partes bulboso. Remataba en punta en unos enroscados filamentos o dejaba brotar un mechoncito de su cabeza redonda. Cuando las primitivas raíces estaban demasiado próximas en las morrenas, entrelazaban sus dedos. Nosotros las comíamos como salían, torcidas o derechas. Mientras la nieve no lo igualaba todo, en el neolítico se sacaban a diario raíces —grandes como el brazo, palabra— que como mejor sabían era crudas. Las mujeres podían morderlas las primeras, comenzando por la punta; nosotros, los Edeks, mordisqueábamos el resto y sólo teníamos el dudoso privilegio de probar primero las setas silvestres sospechosas.

Y lo mismo que con todo lo que, por su forma, permitía una comparación, Aya hizo también un culto del morder raíces. Sugestivamente, cuando llegaba la luna de los sacrificios, las mujeres sostenían ante sí aquellos nabos primitivos. Antes de clavarles los dientes con un ruido seco, lanzaban cortos gritos coléricos, para que nos sirviera de advertencia a los Edeks. En calidad de ofrendas, manojos de aquellas raíces primitivas llenaban los cráneos blanqueados de los antas machos. Las raíces servían para curar. Nuestros nabos de los sueños echaban hojas. Seguían contándose cuentos remolacheros…


Y, una vez, Aya y sus iguales sacaron de una morrena que llegaba hasta la playa, después de tres horas de esfuerzos en los que once mujeres desplegaron sus fuerzas, un nabo del tamaño de un hombre. (La imagen de las mujeres aferradas a las hojas y mutuamente entrelazadas se me quedó grabada y, cuando por fin salió la raíz, la dibujé en la corteza de un abedul, tiñéndola con jugo de plantas.) Tan ejemplarmente yacía el nabo primitivo, de tamaño humano y estáticamente retorcido, en medio de la horda asombrada, que casi —ya se disponían a ello algunas mujeres farfullantes— nos encontramos con un dios-rábano (Ram); Aya, sin embargo, se sentó a horcajadas sobre el supuesto instrumento divino y se hizo llevar en hombros triunfalmente por sus Edeks. No toleraba nada que no fuera ella. El viejo dioslobo, al que había robado el fuego, exigía ya un culto secundario suficiente. (Y en la clandestinidad —se rumoreaba— los Edeks intentaban inventarse un dios-pez.)

Por lo demás, el monstruo sabía a madera y más tarde se pudrió. Ni siquiera los búfalos quisieron el resto. Sin embargo, morder nabos siguió siendo una diversión y a nosotros, los hombres, no deja de infundirnos miedos ancestrales todavía hoy. Dorotea de Montovia comía aún nabos simbólicamente, como si el dulce Jesús quisiera manifestarse a ella bajo esa forma. Y también para la abadesa Margareta Rusch y sus monjas las zanahorias eran algo más que simples hortalizas. Sólo Agnes Kurbiella cocía y rehogaba con manteca sus zanahorias, sin doble sentido. No obstante, en la actualidad el culto a las raíces cobra nuevo impulso con el cultivo de hortalizas macrobióticas sin productos químicos. En todas partes se muerden en público hortalizas crudas. Las chicas jóvenes no sienten vergüenza alguna en dar dentelladas sonoras, asustando a los hombres. Hasta la publicidad colabora ya, en colores y grandes superficies: al lado y en medio de quesos diversos, salchichas, jamones y pan negro, aparecen rábanos y rabanitos. Naturalmente, eso significa algo y, desde luego, no un suave mordisqueo. Todavía se muerden otras cosas como sustitutivo. Pero se va extendiendo el miedo…


Y en una pausa del proceso —mientras se veía el caso de la Vigga férrea, el rodaballo tuvo otro de sus desmayos— vi cómo la fiscal, Sieglinde Huntscha, cercenaba un rábano con sus grandes incisivos, ligeramente amarillentos. Cuando la saludé al pasar —nos conocemos de antiguo— mordió o remordió otra vez y sólo después, todavía mascando, respondió a mi saludo: «¿Qué hay, chaval? ¿Por fin te han dejado entrar? Ya puedes darme las gracias. ¿Qué, qué te parece el rodaballo? Las está pasando moradas, pero se las sabe todas, el tío. Se escabulle y, cuando lo tengo acorralado, le da el desmayo consabido. Como el otro día, cuando quería hacernos tragar que la mujer está por naturaleza bien dotada para los trabajos del campo. De la remolacha forrajera a la remolacha colorada: ésa es su idea del progreso. Una importante contribución a la historia de la nutrición y cosas así. Aportaciones femeninas históricamente trascendentes. Por eso he hecho que me trajeran del mercado unos cuantos rábanos. ¿Quieres?».

Y Sieglinde Huntscha me dio lo que le quedaba. Mordisqueé como un conejo que no sabe hacer otra cosa. Entonces volvió a abrirse el caso Vigga. Por lo visto, el rodaballo se había repuesto. Y también yo, gracias a la recomendación de Siggi, pude sentarme por fin entre el público.


No es justo, Ilsebill. Al principio no querían dejarme entrar. Mi alegación, apoyada con pruebas documentales, de haber estado siempre, desde el neolítico hasta hoy, en relación con Aya, Vigga y Mestuina, con la goticoflamígera Dorotea, la gorda Greta, la dulce Agnes, la prusiana Amanda, etcétera, no fue confirmada por el rodaballo —según él, los hombres habían sido en todas las épocas intercambiables— y las vocales del tribunal se rieron de ella: eso era muy fácil de decir. Sin duda el conocido escritor buscaba materiales, quería congraciarse, gorronear de nuevo, sacar dinero de sus complejos con la literatura y, quizá, intentar engañarlas con la reivindicación de un retiro para el ama de casa y otras maniobras de apaciguamiento. Sin embargo, esta vez no se trataba de pequeñas reformas, sino del rodaballo como principio. Los destinos individuales de los hombres supuestamente afectados no interesaban. Conocían el rollo de sobra.

Se me discutió el derecho a declarar. Se me negó un pasado de cuatro mil años. (Como si no estuviera aún neolíticamente tarado.) Ni siquiera como público se me toleraba. Porque el público, cuya entrada era teóricamente libre, estaba sometido a un control riguroso: un hombre por cada diez mujeres. E incluso los escasos hombres admitidos tenían que llevar certificados en los que sus esposas, profesionalmente activas, garantizasen su domesticidad (cocinar-limpiar-cuidar niños): «Lava platos con regularidad».

Por fin, cuando acompañé mi tercera solicitud de admisión con dos fotocopias de cartas tuyas en las que, además de mis virtudes domésticas, considerabas mi quebrantada virilidad como base de nuestra relación, se me prometió estudiar mi expediente con buenos ojos. (Gracias, Ilsebill.)

Quizá tendría que confesar que, sin embargo, asistí al proceso desde el principio. Un electricista, que desde la cabina de proyección del antiguo cine se ocupaba de la iluminación de la sala, el foco para el rodaballo, la instalación de altavoces y el proyector del material del proceso (documentos, estadísticas), me permitió, mientras se debatía el caso Aya, contemplar la sala por una ventanita cuadrada y estar también acústicamente presente gracias a unos auriculares. ¿Solidaridad masculina cómplice? Quizá. En cualquier caso, me hizo ese favor, aunque el tribunal feminista sólo provocaba en él normalmente un comentario: «¡Habría que ser rodaballo! Menudo espectáculo están organizando esas señoras».


Entonces, por fin, me convertí en público autorizado. Cuando se trató de Vigga, la raíz primitiva, el primer cultivo de nabos, mi monótona existencia de carbonero, nuestros huéspedes los parasitarios godescos y mi breve participación en las migraciones bárbaras, me sentaba en la fila 11 en una butaca tapizada de rojo vinoso. A mi izquierda, una abuelita de risa amarga. A mi derecha, una joven libi que tejía una bufanda superlarga de color verde loro. Saludé a izquierda-derecha, sin ser reconocido —ya que no como hombre— como ser humano.

Antes de su desmayo —durante el cual flotó en su bañera con el blanco vientre hacia arriba— el rodaballo, para desviar la atención de sus actividades asesoras, había cantado a la férrea Vigga, con elocuencia y audaces metáforas, como diosa de las raíces y heroína del cultivo del nabo, supermujer emérita y reina de las remolachas; entonces, cuando la acusación le interrumpió en pleno discurso, le entró el desvanecimiento: hubo que aplazar la sesión. Sieglinde Huntscha se hizo traer rábanos, mordió la punta de uno, me dio el resto a mí y charloteó volublemente, hasta que un toque de campanilla nos llevó otra vez a la sala.

Allí, como los nabos no daban más de sí, se trató enseguida del concepto de libertad entre los germanos, especialmente los godos. El rodaballo, acusado de haber promovido las migraciones bárbaras y de haber convencido a los pomorscos para que participasen en ellas, no se defendió sólo con aliterativos versos de epopeyas nórdicas, fluidamente declamados, sino que atacó a su vez: «¿En qué se basan, mis respetadas señoras, para calificarme de infame seductor? ¿No es más cierto que fue el gobierno de las mujeres, excesivamente doctrinario y, desde Aya, cada vez más opresivo, el que hizo a los pomorscos, bonachones por naturaleza, sensibles al comportamiento liberal y claramente democraticopopular de los godos? Porque éstos no tenían madera de siervos. Celebraban asambleas de muchas horas. Todo el mundo llevaba la contraria a todo el mundo. Hasta las godas ancianas podían dar sus consejos desde los laterales y leer oráculos runruneantes en piedras rúnicas lanzadas al aire. Es decir, que se admitía a las mujeres. Por último, estaba la monogamia germánica. Padres y madres tenían algo que decirse. Entre los pomorscos, en cambio, seguía imperando una poliandria sin ningún derecho paterno. Usados y abusados de la mañana a la noche, a los hombres se les iban los últimos restos de alegría de vivir. Todo lo que hubiera podido ser divertido —acertijos-luchas-honores-organización— era tabú. En suma: ¿a quién puede extrañarle que la fuerza bárbara, pero libre, de la Germanidad, sobre cuya violencia primitiva advirtió Tácito a los romanos, resultase atractiva para los hombres, atados tan corto, de aquel pequeño pueblo costero, sobre todo cuando, por la razón que fuera, no existía ya un tercer pecho que aplacase la sed de libertad de los hombres, calmase su hambre de distancias y pudiese adormecer su instinto de actuar por el simple gusto de actuar? La única solución era marcharse. Salir de aquel agujero. Entrar en la Historia. El que los pomorscos se desanimaran luego es otra historia».

Mientras el rodaballo hablaba así y mientras, más tarde, la fiscal hacía pedazos su discurso, lo calificaba de charlatanería falocrática masculina y —en la medida en que había ensalzado el concepto de libertad de los germanos— el rodaballo era llamado una vez pos y dos veces prefascista, yo, por fin en calidad de público autorizado, miraba a la segunda vocal de la izquierda de las ocho vocales del tribunal, que se sentaban cuatro y cuatro, a izquierda-derecha de la presidenta, Dra. Schönherr, guardando la simetría en la alargada y alta mesa.

Allí estaba. Exactamente mi Vigga. Enorme y gigantesca, nunca cambiaba de postura. Los antebrazos, como barreras ante el pecho. Sus cabellos color rábano, como si quisiera a toda costa destacar, formando una torre elevada y sostenidos por una horquilla que hubiera podido ser alguno de los hierros roñosos que dejaron los godos como chatarra cuando, por fin, se marcharon hacia el sur. ¡Vigga! Al parecer, se rumoreaba entre nosotros, tuvo un padre godo. De ahí su malhumorada indiferencia, su severidad tranquila.

Mi Vigga, valkiria pomorsca, para nosotros, entonces, reina de las remolachas y hoy, para mí, vocal del tribunal feminista.

Ella escuchaba inmóvil al rodaballo, a la acusación. También así debió contemplar el mar Báltico, con la mirada vacía. Sólo una vez, cuando el rodaballo, a su estilo criticón, calificó los intentos de Vigga de cultivar nabos de meritorios pero fracasados, abandonó el sistema de barreras de sus antebrazos, dejó de dominar el tranquilo Báltico y, con la mano derecha, se sacó con interminable lentitud la aguja o chatarra goda del moño y, doblando la muñeca, se rascó con ella la espalda. Créeme, Ilsebill: lo mismo que Vigga entonces, cuando le confesé mi participación en las migraciones bárbaras. (Por cierto, su padre fue al parecer el rey cantonal Ludolfo, de quien descendía mi siempre huraño amigo el godo Ludguerio.)

Hasta que las vocales no emitieron sus votos finales no pude oír a mi Vigga actual. La señora Helga Paasch, única propietaria de un gran vivero hortícola en Berlín-Britz, dijo, sentada con su traje de chaqueta a grandes cuadros: «Bueno…, para mí el Sr. Rodaballo es culpable. Porque soliviantó a los muchachos. Con su obsesión por la Historia. Les prometió yo qué sé: palmeras, cipreses, aceitunas, limones. El progreso en forma de vagabundeo por los grandes espacios, que él llamaba libertad. Pero su labor de agitación fue inútil. Los señores pomorscos regresaron. Y bastante alicaídos. Otra vez tuvieron que cultivar la tierra y arrancar nabos. Por eso digo: como no tuvo éxito, circunstancias atenuantes en este caso para el Sr. Rodaballo».

A mi izquierda, la abuela rió amargamente mientras a mi derecha la joven libi sufría un ataque de ira: se le escaparon algunos puntos y mordió su estranguladora bufanda color verde loro. Yo procuré pasar inadvertido, respirando apenas. El rodaballo, no obstante, en su parrafada final, después de conocer el suave veredicto que irónicamente calificó de «sorprendentemente imparcial», dijo: «Tras esa chapuza histórica, no pasó nada interesante entre los pomorscos durante siete siglos; sólo se desarrolló el cultivo del nabo».


De la raíz de los sueños, la remolacha de los deseos, ni palabra. Sin embargo, fue importante y explica más de lo que el rodaballo calló. (¿Quizá no sabía nada realmente?) En cualquier caso, el tribunal no supo nada de nuestra droga primitiva. También la desaparición del tercer pecho quedó sin aclarar en el juicio. Al parecer, faltó de repente. Sin embargo, sólo fue real a causa de la remolacha de los deseos.

Cultivos que hoy se intentan —el árbol de las judías, la patata atomatada, el cereal de trigo-centeno de rendimiento estajanovista— no serían nada en comparación con nuestra raíz de los sueños. De una especie de tubérculo puntiagudo y azul (con suave sabor a almendras) salía un arbusto vigoroso del que, cuando maduraban, colgaban vainas carnosas y comestibles llenas de habas ricas en proteínas, y cuyas hojas, enrolladas, masticábamos los Edeks. Las vainas y las habas nos nutrían, la raíz era un postre, pero la hierba nos calmaba, hacía tangible el tercer pecho, mantenía vacía la mente, colmaba todos nuestros deseos, nos hacía soñar: sueños despiertos, ilimitados, heroicamente exaltados, inmortales, apasionantes.

No fue la pereza congénita sino la remolacha de los sueños, probablemente, lo que nos impidió hacer Historia. Y, eso es verdad, Ilsebill: fue Vigga la que hizo que, por fin, nos despertáramos un poco. En varias grandes campañas, hizo arrancar radicalmente las raíces de los sueños, que sólo en nuestros suelos pantanosos, a partir de tubérculos puntiagudos, echaban hojas y habas. Es verdad que protestamos débilmente, pero su serena respuesta de que aquel veneno nos impedía ser agricultores hacendosos y cultivar nabos normales, fue terminante. Desde entonces ningún sueño, ningún deseo realizado. Una realidad fría y húmeda en los campos. Épocas de hambre. Poco a poco nos despertamos.

Y también los godos, que se habían acostumbrado con nosotros a la hierba (sustitutivo de los viajes), se despertaron, encontraron apestosamente aburrida nuestra región e iniciaron, por fin, su viaje soñado, llamado migración bárbara.

Vigga los convenció para ello, cuando invitó a los señores godos a una comida de hambre (la bazofia godesca).


Fue después de un invierno demasiado largo y de un verano echado a perder por la lluvia, en que la cebada se pudrió en el tallo y sólo se encontraban nabos mohosos. También los arenques y platijas brillaban por su ausencia y en los ríos aparecieron, como empujados por una maldición, peces muertos: luciopercas, percas, brecas y lucios flotaban panza arriba. Sin embargo, hubiéramos aguantado el invierno, pero nuestros huéspedes godos, acostumbrados a comer de mogollón, se encontraron sin nada cuando sus vacas fueron arrebatadas por una epizootia, y hubo que sacrificar también nuestros últimos antas y búfalos. Es verdad que a los godescos les quedaban aún sus caballos (aunque les sonasen los huesos), pero para ellos eran sagrados y no los sacrificaban ni siquiera en épocas de hambre.

Entonces Vigga invitó a los caudillos godos a un almuerzo especial. Quería servirles a nuestros huéspedes lo que teníamos los pomorscos como provisiones y, aunque escaso, tendríamos durante el largo invierno. Llegaron Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio, todos ellos enormes y de aspecto siempre estudiadamente huraño. Excepcionalmente, los cuatro vinieron sin armas. Es posible que estuvieran tan debilitados que sus hierros les resultaran poco menos que insoportables. Lo mismo que había llovido todo el verano, llovía aquel otoño. Por eso Vigga invitó a aquellos caballeros a entrar en su cabaña, donde había mucho humo, pero se estaba bien. Todos se acuclillaron sobre pieles de oveja, con los ojos azules agrandados y lagrimeantes por el hambre. Luderico se mordía la roja barba. Ludnoto se roía las uñas. Sin embargo, Vigga, antes de traer el humeante cuenco, pronunció una charla corta e instructiva sobre el único plato previsto, que luego, después de haber hecho su efecto, llamamos la bazofia godesca de Vigga. Ella habló de la esteba y de la sémola de esteba.


Los granos de la esteba (Glyceria fluitans L.), planta silvestre, se han recolectado y triturado en mi región, en épocas de necesidad o simplemente por su buen sabor, hasta en el siglo XX, por ejemplo durante la Primera Guerra Mundial o en el año del éxodo del 45. Se le ha llamado esteba, pero también mijo salvaje, pan del cielo, hierba del maná o maná prusiano.

El desgranado de las plantas de esteba no era fácil, porque los granos maduros colgaban aislados en los tallos. Por eso los recogíamos con el rocío mañanero, con ayuda de sacos estirados que, en el extremo de un palo, pasábamos por la hierba. Más tarde utilizamos rastros. Y cuando en el siglo XIX aumentó la superficie agrícola útil y la planta silvestre se hizo más rara o se encontraba sólo en los suelos pantanosos, a menudo se ataban las cribas de esteba a unas pértigas de hasta cuatro metros. (Por cierto, eran sobre todo los hombres los que cosechaban la esteba, mientras que la recogida de setas, bayas, acederas y raíces estaba, desde tiempo inmemorial, reservada a las mujeres; por ello, ante el tribunal feminista, el rodaballo pretendió que se reconociera a la sémola de esteba, alimento de emergencia, como mérito masculino.)

La esteba molida era tan buscada que en el siglo XVIII (antes de la introducción de la patata) era uno de los productos de exportación. Hasta los siervos de la gleba tenían que entregar a sus señores, además de otros productos naturales, sémola de esteba. Y antes de que, en el siglo XIX, llegara al mercado el barato arroz de la Carolina, en las bodas aldeanas se servía, en lugar del mijo nupcial, papilla de esteba dulce, cocida en leche con canela. (Y como régimen para ancianos, la sémola de esteba era apreciada por su digestibilidad, por lo que los colonos jubilados de la Prusia occidental se aseguraban, en sus contratos de prestación de servicios, cierta cantidad de esteba.)

Naturalmente, en las épocas de hambre recogíamos también otras hierbas, como el mijo silvestre (Milium effusum) o el melámpiro rojo (Melampyrum arvense), con los que se podía hacer un pan algo amargo, pero digestivo. Y el limo arenario nos ayudó, en las malas cosechas, a estirar el cereal cultivado. Sin embargo, fue sobre todo la sémola de esteba la que, como maná prusiano, nos ayudaba a pasar los inviernos. Por ello Vigga, cuando quiso deshacerse de los godos, les sirvió esteba en bazofia godesca: abundante y sin aditamentos. Sólo mezcló al grano y machacó en el mortero algunas pipas de girasol.


Nuestro maná no les gustó a los godos. Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio eran carnívoros y hubieran comido pescado asado en un apuro, pero la papilla la utilizaban sólo para rellenar huecos. Es verdad que engulleron lo que Vigga les había puesto delante en hondos cuencos, pero la perspectiva de pasar un invierno o más viviendo sólo de sémola (y remolachas leñosas) les quitó el apetito. Mi amigo Ludguerio tenía aspecto de haberse tragado un sapo. A ello se añadió el que Vigga, en su conferencia ilustrativa sobre la difícil recolección de las plantas silvestres (trabajo claramente masculino), aludió a nuestras reservas pomorscas llamándolas raciones escasas, pero calificó el lugar donde se encontraban de secreto e inaccesible.

Fue mi amigo Ludguerio quien, modestamente (y de forma ya nada arrogante), solicitó consejo. También Luderico y Ludnoto quisieron saber qué podían hacer. Por último, como Vigga, elocuentemente, seguía callada, el príncipe Ludolfo, un hombre apuesto que parecía hecho para un monumento y que no sólo era padre de Ludguerio, Luderico y Ludnoto, sino que pasaba también por progenitor de la propia Vigga, quiso saber claramente qué podían esperar los godos aquí, en los nebulosos pantanos situados entre los ríos, aparte de una sémola de esteba demasiado escasa.

«Nada», dijo Vigga. Y, con bastante rudeza: «Tenéis que largaros. Hacia el norte, de donde habéis venido. O hacia el sur, donde, al parecer, todo es mejor». Y comenzó a describir a sus huéspedes el Mediodía: allí se comía a diario buey y cordero al espetón. El hidromiel los aguardaba en jarros siempre llenos. No había nieblas. No había hielos que bloqueasen los ríos. Jamás nevaba en invierno durante semanas. Y, por añadidura, el sur prometía a los hombres valientes victorias, honores y gloria póstuma. Si querían hacer Historia no podían permanecer sedentarios, considerando como único progreso el cultivo del nabo, sino que tenían que domeñar sin descanso nuevos horizontes. «¡Coged vuestros trastos y largaos de una vez!», dijo Vigga, señalando con el brazo estirado la dirección pertinente.

Ante esto, Ludolfo, Luderico, Ludnoto y mi amigo Ludguerio se tragaron la sémola de esteba que quedaba, para tener fuerzas al día siguiente. Como Vigga les había aconsejado, se fueron hacia el sur y participaron en las migraciones bárbaras con el resultado que se conoce: la verdad es que fueron muy lejos.

Entre nosotros, sin embargo, las únicas variaciones en los siglos siguientes fueron las del tiempo atmosférico, hasta que llegó el obispo Adalberto con su cruz.

El rodaballo
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