La cocinera besa
Cuando ella abre su boca,
más dada a tararear que al canturreo,
y la frunce: purés espesos, albondiguillas,
o cuando, con dientes hábiles,
muerde el pescuezo de cordero mollar o la pechuga izquierda del ganso
y, revueltos con su saliva,
me los pasa de un lengüetazo.
Carne fibrosa premasticada.
Pasado por la máquina lo muy duro.
Sus besos alimentan.
Así viajan cocochas de trucha, aceitunas,
nueces también, huesos de ciruela
que no ha partido con sus molares,
pan negro lavado en un trago de cerveza,
un grano de pimienta entero
y queso en porciones, que ella vuelve a porcionar en sus besos.
Débil ya y enterrado en almohadas,
acosado por la liebre, el asco, los pensamientos,
yo resucitaba (una y otra vez) con sus besos
que nunca llegaban vacíos ni eran sólo besos.
Y yo correspondía:
carne de marisco-sesos de ternera-menudos de pollo-tocino.
Una vez nos comimos un lucio en la raspa;
yo el suyo, ella el mío.
Una vez intercambiamos tórtolas;
incluidos los huesecillos.
Una vez (y repetidas veces) nos besamos llenos de judías.
Una vez, después de la pelea de siempre
(porque me había bebido el dinero del alquiler del piso),
nos reconcilió un rábano que, de veras, nos importaba un rábano.
Y una vez el comino de la chucruta nos alegró tanto,
que nos lo cambiábamos y cambiábamos hambrientos de más.
Cuando Agnes, la cocinera,
besó al agonizante poeta Opitz,
él se llevó una punta de espárrago para el último viaje.