Por qué quiso el rodaballo encender de nuevo dos hornos fríos
Cuando el tribunal feminista se ocupó del caso Agnes Kurbiella, las medidas de seguridad con respecto al acusado rodaballo se consideraban garantizadas, aunque había que seguir contando con atentados (rapto, veneno); el pez plano respiraba la mayor parte del tiempo enterrado en arena del Báltico y sólo podía ser adivinado: las protuberancias de sus ojos y su torcida boca parlante quedaban al descubierto. Sólo cuando la representante del Ministerio Fiscal solicitó que se abreviase el confuso proceso y quiso reducir el caso a la —como dijo— «relación más pertinente» de Agnes Kurbiella con el historiógrafo de la corte Martin Opitz von Boberfeld, protestó el rodaballo, removiendo su lecho de arena con las aletas.
«¡Alto Tribunal femenino! Ese aparente ahorro de tiempo reduciría a la mitad toda comprensión de las cosas, mejor dicho, la destruiría, porque la joven Agnes no sólo sostenía una doble relación, sino que estaba auténticamente dividida también, sin que por ello resultase dañada su alma. Su naturaleza espaciosa le permitía, sin solución de continuidad, dirigir la casa como cocinera y amante, precalentar la cama y —¿cómo podría decirlo de forma conveniente?— reanimar el fuego, primero del pintor Möller, luego del poeta Opitz y, finalmente, tanto del uno como del otro; y aprovecho para confesar desde ahora que en esto aconsejé tanto a Möller como a Opitz: los dos me llamaron en el lugar de marras para que saliera del Báltico, y yo los escuché y ayudé. Fue un día en que soplaba un viento de tierra del nordeste. Sin embargo, si la respetada acusación quiere absolutamente, es decir, con dudosa ventaja, ahorrar tiempo, quisiera también desdoblarme como Agnes. Los tiempos requieren aparentemente decisiones radicales. Todo hay que hacerlo de golpe.»
La defensora de oficio, Sra. Von Carnow, que resultaba patética porque el rodaballo hacía caso omiso de ella, se unió a la protesta del pez. Con voz piante dijo: «Si, por razones de tiempo, se hiciera eso, podría darse la impresión de que se quería dictar una sentencia prefabricada, acabando con prisas un proceso simulado. La mujer no debe utilizar jamás esos métodos. ¡Se trata de pervertidas prácticas masculinas!».
La agitación del público no permitió saber claramente lo que opinaba. Tras una breve deliberación, el tribunal decidió tratar el caso Agnes Kurbiella como caso doble. Sin embargo, exhortó al rodaballo a ser breve y a renunciar a descripciones abusivas de los viajes artísticos de Möller y a una larga exposición de la labor diplomática de Opitz. Eso no interesaba en el presente caso. Al fin y al cabo, el pintor municipal Anton Möller era un anciano de sesenta y ocho años cuando redujo a Agnes, que acababa de cumplir catorce, a un estado de dependencia, y Opitz debía de andar también por el final de sus treinta cuando Agnes, que entretanto tenía dieciocho, entró a su servicio.
«Me ahorran ustedes explicaciones», dijo el rodaballo. «Fue precisamente porque ambos caballeros —aunque uno hubiera podido ser hijo del otro— estaban ya tan caducos, desplumados, usados y consumidos por lo que aconsejé a aquellos dos pobres diablos. Me dieron pena cuando estaban en el agua poco profunda de la desembocadura del Vístula y el uno, años después el otro, me llamaron: “¡Rodaballo, dime algo! Mi cama está siempre medio vacía. Me hielo interior y exteriormente. Estoy lleno de lacras y huelo a humo frío”. Por eso mi consejo fue: “Buscaos algo juvenil. Refrescaos, rejuveneceos. Calentaos con lo femenino. Resucitad”. Tanto Möller como Opitz necesitaban la inspiración, el estímulo sensual, yo diría: un fuego en aquel horno apagado si se quería pedir a sus medianos talentos algún fruto en la vejez, un tardío relámpago de juventud. Aquellos dos moribundos necesitaban un boca a boca intelectual. Les hacía falta el proverbial beso de la musa. Aunque corra el peligro de que aquí, bajo la escudriñadora mirada de unas señoras marcadamente refrigeradas, se rían de mí por anticuado, lo diré: recomendé al pintor y al poeta que tomaran por musa a la dulce Agnes.»
No fue sólo el público presente el que se rió del rodaballo. Como presidenta del tribunal, la Dra. Schönherr dijo: «Eso suena muy generoso, que atribuya, si no a la mujer en general, sí a Agnes en concreto, además de las labores de la cocina y de la misión de calentar la cama como una botella de agua caliente, otra función más: ser musa, dar besitos, abonar una tierra caliente y húmeda y ayudar a artistas agotados, transmitiéndoles una alta inspiración, a producir obras mediocres. Si volviera a ponerse de moda, se podría ayudar por fin a nuestros seniles genios. Éstos podrían además deducir a las musas de sus impuestos. El Kursbuch, ayer todavía revolucionario, encontraría mañana, como Nuevo Almanaque de las Musas, unos lectores bien dispuestos. Pero, bromas aparte: ¿que resultó de esa división del trabajo?».
«¡Poco, por desgracia muy poco!», dijo el rodaballo. «Surgieron algunos grotescos, aunque semipresentables desnudos de Agnes embarazada; porque, después de todo, el viejo Möller consiguió arrancar a su potencia senil un testimonio de fabricación casera. A Opitz no se le ocurrió ningún soneto, ni una oda a Agnes. Ni siquiera logró estar yámbicamente a la altura del jardincito de eneldo de ella. Más bien de mal humor se ocupaba de preparar la nueva edición de sus viejos poemas. En cada nueva edición de su traducción de un novelón inglés llamado Arcadia garrapateaba nuevas correcciones. La traducción de los Salmos de David le resultó más correcta que inspirada. Obras de encargo: los habituales panegíricos a los príncipes… eso sí. Y ni siquiera consiguió embarazar a Agnes, como cabría suponer, porque cuando ella, tres años después de la muerte de su primera hija, se hinchó por segunda vez, el inquieto Opitz estaba otra vez de viaje: Thorn, Königsberg, Varsovia. Probablemente fue el pintor Möller quien consiguió atizar de nuevo un poco de brasa bajo la ceniza.
»No, Alto Tribunal, desde el punto de vista artístico, ni Möller ni Opitz pudieron arrancarse del alma un regalo al mundo, una obra maestra; por ejemplo, una tabla tardía —la tanto tiempo planeada crucifixión sobre la Hagelsberg, con Danzig la pecadora al fondo— o una estremecedora alegoría de la guerra, la peste y el valle de lágrimas, comparable al temprano poema sobre la peste en Bunzlau, aunque la joven Agnes, con su gracia conmovedora y su aire siempre un poco insensato, supiese crear el silencio lleno de murmullos en que el arte empieza a germinar. Es verdad que, a menudo, Opitz se quedaba embobado mirándola cuando Agnes, pareciendo transparente como un cuerpo astral, le batía un huevo en el caldo de gallina, pero todo se quedaba en primeros versos de poemas y prometedores tartamudeos que nunca encontraban su orden yámbico. Es cierto que surgían fugaces esbozos que dejaban adivinar grandes proyectos, pero nada llegó a realizarse. Todo se quedó en promesas. En suma: después de haber prendido como la yesca mi bien intencionado consejo en el pintor y en el poeta, aquellos dos hornos se enfriaron de nuevo.»
Tras una pausa, en la que el rodaballo quiso escuchar seguramente el efecto de su semiconfesión, porque los ruidos de la parte de la sala reservada al público se transmitían a su tanque de cristal a prueba de bala, dijo, ahora con voz de falsete: «Oigo risitas burlonas. El público, evidentemente incansable, pretende hacer humor a mi costa. Sin embargo, confieso sin rodeos haber derrochado las cualidades de musa de la joven Agnes Kurbiella. La esperanza me engañó. Creí que se podría arrancar todavía al genial Möller, al teórico Opitz, alguna obra duradera. Porque, al fin y al cabo, Möller no era en balde el pintor de la ciudad. Y sin Opitz la poesía alemana difícilmente hubiera logrado rimas correctas y alternancias regulares de sílabas fuertes y débiles. Por eso pido al Alto Tribunal que preste oído a los dictámenes historicoliterarios que he solicitado sobre la obra de Opitz y me permita dar una conferencia con proyecciones, a fin de que el público ignaro vea qué prometedoramente comenzó el pintor Möller, con qué rapidez se volvió alegórico y de qué forma más lamentable malgastó su talento, siempre brillante. Sólo entonces podrá juzgarse si yo, el rodaballo tan severamente acusado por las mujeres, obré criminal, equivocada o quizá acertadamente, al proporcionar una musa a esos dos casi extintos artistas».
Aunque surgieron protestas del público —«¡Quiere meternos el cuento del beso de la musa!»… «Ahora se ve lo que es: ¡un filólogo de mierda!»—, el tribunal decidió atender la solicitud del acusado, tanto más cuanto que la defensora de oficio, Sra. Von Carnow, amenazó, con gestos descompuestos y voz temblorosa, con renunciar a su cargo. (Lloró un poco, con éxito.)
En primer lugar se proyectaron en la pantalla del cine transformado en sala de juicio diapositivas que mostraban especialmente las obras maestras de Möller El Juicio Final y El denario del César, enteras o en fragmentos. Luego se ofrecieron ejemplos de su veta popular: burguesas de Danzig ante ostentosas y opulentas fachadas hanseáticas, pescadoras en el Puente Largo, alguna moza rolliza, doncellas que se dirigían a misa, todas ellas en atuendo de la época. Un especialista holandés en historia del arte habló informativamente sobre el desconocido pintor de provincias: de cómo, siendo de la corte de Königsberg, se formó en sus viajes, más por los Países Bajos que por Italia; de cómo había que lamentar que todas sus copias de Durero hubieran desaparecido; de las razones por las que, a pesar de sus muchas influencias, no se le podía clasificar como epígono; de lo difíciles que eran las cosas para los jóvenes de talento entre el Renacimiento que acababa y el temprano Barroco; de por qué había que incluir El Juicio Final de Möller, a pesar de sus coqueteos alegóricos, entre los testimonios destacados de su tiempo; de lo notable que había sido Möller antes de que, hacia 1610, su fuerza creadora desapareciera, y de las grandes esperanzas que había suscitado su talento pictórico.
Después se leyeron los informes de algunos famosos especialistas en historia de la literatura. Se supo que Opitz, comparado con Gryphius y con Hoffmanswaldau, había adolecido de falta de dominio de la metáfora y de refinamiento formal. Se probó, mediante citas, con cuánta perfección había recurrido Opitz a citas ajenas en su propia producción. Sobre la base de su biografía, se fijaron las fechas de una vida llena de peripecias, aventurera y cada vez más dudosa, ensombrecida por su actividad como agente doble. Luego se afirmó con pesar: «Eso se refleja poco en sus poemas. Todos en clave, espiritualizados, mitologizados o reducidos a tesis didácticas, hasta los poemas de amor. Lástima que su libreto de ópera, lo mismo que la música —sin duda superior— de Heinrich Schütz, se haya perdido».
Después se citaron algunos versos —«… la Libertad quiere ser oprimida, atropellada, discutida…»— para demostrar que, en cualquier caso, algunos perdurarían. «Fue un hombre conciliador que, ejerciendo la diplomacia unas veces al servicio de los católicos y otras al de los protestantes, intentó mediar entre las religiones en discordia: “¡La violencia no hace a nadie piadoso, no hace a nadie cristiano!”.»
Otro informe puntualizaba la inalterable posición política del poeta, a pesar de sus cambios aparentemente oportunistas: en plena Guerra de los Treinta Años, fue un irenista. Lo inspiraba la eiréne, la palabra griega para paz. Podía decirse que la tolerancia fue su lema. Por eso tampoco sus poemas mostraban ninguna pasión partidista, sino una comprensión artística equilibrada, a menudo en su propio perjuicio. Había sido demasiado inteligente y había estado demasiado sometido a una razón ordenada para permitirse metáforas audaces, extravagantes y tontas en su misma belleza. De ahí también, casi al principio de su estancia en Danzig, el encuentro —doloroso para Opitz— con el joven Gryphius, liberador del lenguaje, que había reprochado al venerado maestro su politiqueo debilitante, su actividad como agente mercenario, su miedo a manifestar su dolor y su puro egocentrismo. A pesar de todo, Opitz había ejercido una influencia literaria. Recientemente la diligencia de los filólogos había podido probar que la descripción de la batalla de Wittstock sobre el Dosse en Simplicissimus había sido inspirada, por lo menos, por la descripción de escenas de batalla de la traducción de Opitz de la Arcadia. Era posible que el joven Grimmelshausen, como testigo presencial desde un árbol, hubiera comparado las escenas bélicas con las metáforas impresas y comprobado su veracidad, porque la realidad se parecía atrozmente a la forma en que se habla de ella en la literatura: lo que demostraba, una vez más, que todo lo que sucedía estaba ya en los libros.
Sin embargo, la verdadera aportación de Opitz —como confirmaban todos los informes— estaba en su opúsculo teórico Sobre el Arte Poética. Había purificado el lenguaje, desde Lutero popular pero sólo apto para versos ramplones, convirtiéndolo en lenguaje artístico. En un informe se llegaba a decir: «Gracias a Opitz, la gran poesía se vio liberada de su cautiverio latino de siglos; su obra fue emancipadora».
El tribunal tomó nota de todo ello y, sin duda, hubiera dictado una suave sentencia si la fiscal Sieglinde Huntscha no hubiera hecho al rodaballo preguntas incisivas y provocadoras. Aquella mujer, de aspecto heroico hasta cuando estaba sentada, se puso en pie, enrojeció hasta la raíz del pelo, cargó de desprecio su voz antes de hablar, apuntó con un índice flaco al recipiente de vidrio blindado en que el rodaballo, posiblemente animado por los informes de los historiadores literarios, agitaba todas sus aletas a unos palmos por encima de su lecho de arena, y dirigió, no, disparó (con acento repentinamente sajón) una pregunta tras otra contra el acusado pez plano, logrando enseguida un primer éxito: el rodaballo se dejó caer como alcanzado por un balazo. Se enterró en la arena del Báltico, se echó arena con su aleta caudal sobre su antiquísima piel pedregosa y enturbió las aguas de su tanque de cristal, sin duda a prueba de balas pero no de preguntas certeras: como ido, desaparecido, pareció haberse escapado, se hizo inaccesible.
Y, sin embargo, las preguntas de la fiscal ni siquiera contenían escondidos anzuelos intelectuales. No atacaban por principio al rodaballo. De forma totalmente directa, Sieglinde Huntscha quiso saber: «Si una mujer puede ser musa de profesión, ¿puede haber también hombres que desempeñen esa tarea? En caso afirmativo: ¿qué hombres han inspirado como musos a artistas famosas, es decir, han fomentado indirectamente su arte? ¿O es que quizá el acusado opina que la relación de la mujer con el arte sólo puede ser mediadora, fertilizadora, pasiva, servidora? ¿Sólo servimos para encender vuestros apagados fuegos? ¿Hay un salario por hora para remunerar el trabajo de musa? ¿Es que el rodaballo va a proponernos paternalmente, ahora, que nos encuadremos como trabajadoras del hogar sometidas a una tarifa y formemos un sindicato de musas? ¿O es que el acusado sólo quiere, con esa charlatanería por encargo de los informes periciales, enmascarar el verdadero sentido de su discurso? Porque lo que en realidad quiere decir es: las buenas chicas pueden tocar a veces el piano de forma muy mona y ser muy habilidosas como ceramistas y también en trabajos de artesanía; como dibujantes con ideas, la decoración interior les resulta apropiada; y tampoco les es difícil escribir versos conmovedores, absorbentes o melancólicos con sangre de su corazón, jugo de su vagina o bilis negra, siempre que sufran, amen o sean, por su esquizofrenia, hermanas de Ofelia. No obstante, el Mesías de Händel, el Imperativo Categórico, la catedral de Estrasburgo, el Fausto de Goethe, El pensador de Rodin y el Guernika de Picasso, todo eso, las cimas del arte, les está vedado. ¿Es así, rodaballo?».
Entretanto, la arena del Báltico removida se había posado otra vez. El pez plano yacía sin remover las aletas. Sólo las burbujas ascendentes mostraban por dónde respiraba, a través de las branquias. Y su torcida boca vivía: «Sisí…», dijo, «así es, por desgracia».
La concurrencia autorizada ni siquiera pudo indignarse. Sólo un respirar profundo unía al público. Únicamente la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, suspiró: «Es horrible».
El silencio empujó al rodaballo a seguir. «Quisiera, hablando de Agnes, elogiar el privilegio femenino de ser musa, pero no para suavizar ese sí. Ella valía más que Möller y Opitz juntos. Ni siquiera un Rubens o un Hölderlin hubieran podido agotar todo lo que ofrecía. Mi error fue derrochar su abundancia en dos talentos agotados. No, Agnes no era artista. Sin embargo, fue fuente de todas las artes: sus formas esbeltas, su silencio épico, su pensamiento en el que la Nada pensaba, su pluralidad de significados, su tibieza húmeda. Sólo cuando cuidaba el estómago enfermo de Opitz con unos sesos de ternera estofados con puntas de espárrago su cocina se elevaba a nivel creador, sobre todo porque cantaba ante los pucheros, limitándose a una sola nota insistente, que bastaba porque era más rica que todas las melodías. Cantaba casi siempre cancioncillas en las que los suecos rimaban con los horrores de la guerra. Conviene saber que, en la primavera de 1632, Agnes, a los trece años, fue convertida en huérfana de padre y madre y utilizada como agujero para sus astas por los caballeros suecos del regimiento de ocupación de Oxenstierna, en la península de Hela, lo que trastornó su razón. A veces hablaba de un tal Axel. Debió de ser uno de los caballeros. Sólo él logró penetrarla mentalmente.
»Esto, respetado tribunal, por lo que se refiere a Agnes Kurbiella. Sí, señoras, lo afirmo; una vez más, sí. Agnes no tenía que hacer formas ni reformas. No tenía que ser creadora. Porque ella misma era una creación: acabada.»
Aunque es posible que el discurso del rodaballo, que ahora tenía otra vez tonos profundos de órgano, hubiese conmovido tanto al público como al tribunal feminista, la sentencia le fue adversa. Fue declarado culpable de haber entregado a una niña ya trastornada por los masculinos horrores de la guerra a dos hombres agotados, a fin de que abusaran de ella como estimulante. Se habló de celestineo masculino. Sonriendo como si sintiera en la boca un sabor a almendras amargas, la presidenta, al leer los resultandos de la sentencia, admitió que había que tener en cuenta, hasta cierto punto, el limitado conocimiento del ser humano que tenía el acusado: «Esos señores de la creación no saben ser de otro modo. Para ellos, el privilegio de crear es irrenunciable. Nosotras las mujeres tenemos que ser criaturas y, naturalmente, criaturas acabadas. Hay que agradecer a los caballeros suecos, en especial al funesto Axel, el haber enloquecido la mente de la infantil Agnes de una forma tan artísticamente apropiada. Las mujeres un tanto chifladas resultan extraordinariamente adecuadas para musas. Estamos ansiosas por saber de qué nueva forma viscosa se pronunciará el acusado en la próxima audiencia, en relación con el amor».
Cuando la defensora de oficio del rodaballo se puso en pie para hacer sus contraalegaciones, una buena parte del público abandonó la sala ruidosamente. Ni siquiera el consejo consultivo revolucionario del tribunal feminista quiso escuchar a la Sra. Von Carnow. Y hasta yo tuve dificultades para soportar su voz quejumbrosa, lloriqueante, de gorjeante monotonía, aunque Bettina —exteriormente una persona atractiva, interiormente un ángel desplumado— se pareciera a mi Agnes: su rizado cabello del color de la herrumbre, sus ojos siempre parpadeantes, su sonrisa que nada era capaz de borrar, su alta frente infantilmente abombada.
Muy pocos oyeron la inoportuna queja de la Sra. Von Carnow: «¿No es hermoso y meritorio ser, como mujer, la musa del artista, su cristal quebradizo, su vuelo vivificador, su forma primitiva? ¿No ha nacido todo lo que es grande gracias a la colaboración silenciosa de las mujeres que lo inspiraron y sólo a causa de ellas? ¿Queremos las mujeres rechazar ese alto servicio y cegar las fuentes del Arte? ¿No es la devoción la prueba más firme de la fortaleza femenina? ¿Queremos endurecernos hasta ser impenetrables? ¿Y dónde quedará entonces, me pregunto, el Eterno Femenino?».
«¡Ya está bien!», la interrumpió el rodaballo. «Sus preguntitas me conmueven hasta a mí. Sin embargo, dignísima señora, está usted pasada de moda. Es lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Me temo que sería incluso capaz, como aquella Agnes cuyo caso se trata aquí, de ofrecer un amor incondicional. ¡Cielo santo! Hoy eso no lo aguanta ya nadie.»
(Entonces me marché yo también, aunque Bettina von Carnow me traía atractivos recuerdos.) ¡Ay, Agnes! Tu pescado hervido. Tu sonrisa vacía. Tus pies descalzos. Tus manos dormidas. Tu voz adormecedora. Tus huecos imposibles de colmar. Siempre había eneldo fresco en casa: tu amor vivaz, siempre vivaz…