La otra verdad

Cuando la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke había muerto y por todas partes estaban acantonados los franceses, y Sophie, la nieta de Amanda, había empezado a dirigir la cocina del gobernador de Napoleón, con espíritu todavía revolucionario, en el otoño de 1807, cuando en todos los bosques había setas a montones, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm se reunieron con los poetas Clemens Brentano y Achim von Arnim en la caseta del guardabosque de Oliva, para ocuparse de actividades editoriales e intercambiar ideas.

El año anterior, Von Arnim y Brentano habían publicado una colección llena de preciosas composiciones, El cuerno mágico del niño; y como la miseria general de la guerra aumentaba la necesidad de hermosas palabras y el miedo buscaba refugio en los cuentos, querían en paz, apartados del bullicio ciudadano y libres de las diarias rencillas políticas, extraer de aquel cúmulo todavía desordenado de raros tesoros un segundo y un tercer volúmenes, a fin de que el pueblo, después de tanta ilustración fría y tanto rigor clásico, encontrase por fin algún consuelo: aunque fuera mediante la gracia del olvido.

Con dos días de retraso llegaron el pintor Philipp Otto Runge, por Stettin, y Bettina, la hermana de Clemens Brentano, de Berlín. La caseta del guardabosque les había sido recomendada a los amigos por el pastor Blech, diácono de la iglesia mayor de Danzig, a través de Savigny, que se carteaba con Blech; por otra parte, a los jóvenes les gustaban las citas secretas en medio de la Naturaleza. Sólo el viejo guardabosque y un leñador cachubo, con su mujer y sus cuatro hijos, vivían, como fuera del tiempo, en la casa de madera, junto al estanque y el prado de los corzos.

No les fue fácil a los amigos soportar el silencio. Brentano, cuya mujer había muerto y cuyo segundo matrimonio, contraído hacía pocos meses, comenzaba infelizmente, se encontraba decaído o bien hería a los otros, especialmente al delicado Wilhelm Grimm, con su humor forzado. Su hermana estaba todavía rebosante de experiencias de su viaje: en la primavera había visto a Goethe en persona, con cuya madre se carteaba, y sostuvo una conversación que, de forma muy natural, recayó en apuntes de la infancia del gran hombre.

Jakob Grimm y Von Arnim, que inmediatamente después del desastre de Jena y Auerstedt había trasladado su residencia a Königsberg, hablaron con amargura de la recientemente concertada paz de Tilsit, que calificaron de vergonzosa imposición. Von Arnim sólo quería ahora administrar sus bienes. Jakob Grimm no sabía si debía aceptar la oferta de convertirse en bibliotecario privado del odiado rey advenedizo Jérôme, en el castillo de Wilhelmshöhe, cerca de Kassel. (La aceptó.) Wilhelm, que acababa de terminar sus estudios de Derecho, decidió que, en unos tiempos tan malos, era mejor ser investigador independiente. Todos hablaron de sus planes y esperanzas. Sólo el pintor Runge permaneció mudo (aunque lleno de discursos interiores) y apartado de los acontecimientos del momento. Había llegado de Hamburgo y, en el camino, había visitado su ciudad natal de Wolgast y, en sus cercanías, la isla de Rügen, en donde, unos años antes, había escuchado en dialecto bajo alemán de la costa, de una vieja mujer que, entretanto, había muerto, varios cuentos, de los que había anotado alguno. Un hombre de patillas, ojos protuberantes y una frente siempre preocupada, que habría de morir, enfermo de los pulmones, tres años después: malogrado, como suele decirse.


La caseta del guardabosque estaba a una hora larga de camino de Oliva, y aunque sus buhardillas, donde los amigos soñaban su felicidad y dormían sus preocupaciones, eran estrechas y de techo bajo, la cocina, sin embargo, con su larga mesa sobre un suelo de tierra apisonada, ofrecía espacio suficiente para idas y venidas excitadas, discursos entusiastas, carcajadas rebotantes y un número excesivo de hojas pulcramente manuscritas y de misivas varias de editores. La estufa de ladrillo, de la que se ocupaba constantemente la mujer del leñador —que respondía al nombre de Lovise— calentaba de maravilla. Siempre había café de malta caliente y, en un cesto, una hogaza de pan de centeno, de la que los amigos cogían pedazos, porque, tan recién hecho, daba un hambre voraz. Sólo rara vez lloriqueaba alguno de los cuatro niños, todos los cuales, desde el bebé de seis meses hasta la Amanda de seis años, tomaban del pecho de Lovise. Aquello lo observaban los amigos asombrados y un poco cortados. Únicamente Bettina estaba entusiasmada. «¡Eso es la vida, sencilla y auténtica!», decía.

Entonces se exhortaron mutuamente al trabajo. La continuación de El cuerno mágico del niño debía resultar aún más espléndida. Al comienzo sólo se discutió el principio inspirador. Mientras Arnim quería yuxtaponer, sin adulteración alguna, poesía y voz del pueblo, a fin de preservar, en definitiva, una poesía popular alemana —«porque cuando los tesoros se han conservado tanto tiempo nadie debe tomar la lima para abrillantarlos…»—, Brentano quería mejorar ese tesoro de canciones, cuentos y fábulas, es decir, hacer hablar al pueblo de una forma más artística: «Sólo la mano del artista ennoblece la piedra tosca, aunque también en bruto nos parezca magnífica». Jakob Grimm tenía una visión más objetiva del conjunto y quería introducir metódicamente un orden en aquella exuberancia: «Todo eso es un río de palabras que tiene, por lo tanto, una fuente a la que debemos remontarnos para interrogarla sobre sus orígenes». Sólo el delicado Wilhelm era partidario de escuchar, con toda humildad pero con oído atento, lo que se contaba junto al hogar o en torno a la rueca, y de transcribirlo sin añadidos para conservarlo. «Para mí, eso sólo sería ya mucho», dijo. (Y más adelante reunió efectivamente con paciencia cuentos de hadas, recopilándolos fielmente en un tesoro del hogar.)

Lo curioso era que la Srta. Bettina, infantil y sabihonda a la vez, consiguiera estar de acuerdo con todos aquellos hombres, por muy vehementemente que sostuvieran sus discusiones. Era partidaria de yuxtaponer poesía y voz del pueblo, del cuento de hadas artístico, de investigar la corriente del lenguaje y de la simple transcripción de los hallazgos hechos junto al hogar. Y cuando el pintor Runge, atropellada y oscuramente, habló de las fuerzas primitivas de la materia, del hálito del azar, y luego otra vez de los estambres de las flores y de lo fugitivo a que se adhiere todo lo vivo, utilizando otras metáforas, Bettina estuvo también de acuerdo con él. Todos ellos, sus amigos, eran estupendos. Todos tenían razón. Todas las ideas eran aprovechables. Así era la Naturaleza en su hermoso desorden: espaciosa. Había que entregar al lector todo eso en su espontaneidad salvaje y ordenarlo sólo con mesura. El lector lo utilizaría a su modo. «¡Entonces podréis seguir investigando!», exclamó Bettina.

El pintor Runge dijo: «Bueno, uno de los cuentos en dialecto aportados por mí —“Del enebro”— ha sido aceptado, por fortuna, en el Diario de los Anacoretas; sin embargo, el otro, que tomé igualmente hace años, en la isla de Rügen, de labios de una anciana y del que anoté también una variante porque la vieja, extravagantemente tozuda, lo contaba unas veces de una forma y otras de otra —a saber, el cuento de El pescador y su muxer—, sigue todavía inédito, aunque el librero Zimmer, hace ya dos años, recomendó a los señores Arnim y Brentano que recogieran en El cuerno mágico ese cuento del rodaballo. Ahora hay ocasión de hablar otra vez de ese asunto, que os presento finalmente en dos versiones. Para ello, a instancias de los Sres. Grimm, he venido de tan lejos. Porque, en realidad, debería estar sentado ante mi cuadro. Se titula La mañana y no acabo de terminarlo».

Entonces el pintor Runge depositó su cuento dialectal, en dos versiones, sobre la larga mesa llena de papeles. Una de las versiones es el cuento que ha llegado hasta nosotros; de la otra se hablará todavía.


La verdad es que la vieja, que vivía en un islote llamado Oehe, entre la alargada isla de Hiddensee y la gran isla de Rügen, pero con viento favorable venía a remo a la isla principal para vender en el mercado de Schaprode su queso de oveja, le dictó al pintor Philipp Otto Runge, para que las anotara en su cuaderno, dos verdades. Una hacía verosímil a la peleadora Ilsebill: cómo quiso más, siempre más, ser rey-emperador-papa pero, en definitiva, cuando le pidió al rodaballo todopoderoso ser como Dios —«Como el Buen Dios ser quisiera…»— fue otra vez devuelta a su cabaña de techo de paja, llamada La Bacinilla; la otra verdad dictada por la anciana al pintor Runge mostraba a una Ilsebill modesta y a un pescador desmedido en sus deseos: quiere ser invencible en la guerra. Quiere construir, atravesar, habitar, conducir a su meta puentes que crucen el río más ancho, casas y torres que rocen las nubes, carros veloces no tirados por bueyes ni caballos, buques que naveguen bajo el agua. Quiere dominar el mundo, derrotar a la Naturaleza y, separándose de la tierra, elevarse sobre ella. «Agora volar quisiera…», decía el segundo cuento. Y cuando, al final, el marido, aunque su mujer Ilsebill le aconseje siempre que se contente —«No queramos desear más nada, sino estar contentos…»— quiere subir hasta las estrellas —«Hasta el cielo volar quiero y volar he…»— se derrumban todo el esplendor, las torres, los puentes y los aparatos voladores, se rompen los diques, se producen sequías, devastan las tormentas de arena, escupen fuego los montes, la vieja Tierra, al temblar, se sacude el dominio del Hombre, y llega el gran frío, la nueva era glaciar que todo lo cubre. «Y allá están bajo el yelo, hasta hoy y mil días», terminaba el cuento del rodaballo que cumplió todos los deseos del hombre que quería más, siempre más, salvo el último de volar más alto que las estrellas.

Cuando el pintor Runge le preguntó a la vieja cuál de los dos cuentos era el verdadero, ella dijo: «Eluno yel otro guntoh». Luego se fue otra vez al mercado a vender su queso de oveja, porque, antes de que cayera la noche, quería estar de regreso en su isla «kon argo durce yun frahko».

El pintor Runge se volvió a Wolgast, donde vivía en casa de su padre. Allí copió de su cuaderno de notas, con bella caligrafía, los dos cuentos —una verdad y la otra—, sin cambiar una sola palabra.


Cuando los hermanos Grimm, los poetas Arnim y Brentano y Bettina, la hermana de Brentano, hubieron leído una y otra transcripción y, como no sabían suficiente dialecto, hubieron preguntado qué significaba «calandraca» y «tamarrusquito», elogiaron la moraleja y la autenticidad de los cuentos de distintas formas: Arnim quería incluir los dos enseguida en El cuerno mágico; Brentano, en cambio, los quería purificar de dialecto, versificarlos y transformarlos en una gran epopeya; a Jakob Grimm le complacía su gramática desenfadada; Wilhelm Grimm quería recopilar más adelante esos y otros cuentos. Sólo Bettina era incapaz de acostumbrarse a uno de ellos: Ilsebill aparecía en él demasiado mala. Si se publicaba así, los hombres se apresurarían a decir: así son las mujeres, discutidoras y rapaces, todas ellas. «¡Y, sin embargo, las mujeres siempre llevan las de perder!», dijo.

A eso contestó su hermano Clemens: «A mí, en cambio, no me gusta que, en el otro cuento, la obra y el esfuerzo del hombre, su sueño de grandezas, se vean frustrados de una forma tan cruel. Todo lo que consideramos sagrado, la Historia con sus múltiples ramificaciones, el glorioso imperio de los Hohenstaufen, las altas catedrales góticas, no existiría si el hombre se contentase con una obtusa modestia. Si se entregase al público así el cuento, mostrando que toda ambición masculina lleva al caos, la autoridad del hombre quedaría pronto en ridículo. Por lo demás, no hay duda de que las mujeres son más inmoderadas en sus deseos. Eso es cosa sabida».

Entonces el hermano y la hermana discutieron en torno a la larga mesa. Y también los restantes amigos estuvieron pronto peleándose. Hasta el objetivo Jakob Grimm consideraba más válida a la perversa Ilsebill que al exorbitado pescador. Conocía (de Hesse, de Silesia) otros cuentos en los que era la mujer la que siempre quería más y más. El sensitivo Wilhelm lo contradijo: sabido era que el deseo de poder del hombre oprimía al mundo. ¿No era Napoleón —como César— un pérfido ejemplo? ¿No había querido el Corso, siempre trepando, siendo general ser cónsul del Directorio, siendo uno de los tres cónsules ser el primero, siendo Primer Cónsul ser Emperador y luego, siendo Emperador, someter toda Europa? ¿Y no proyectaba invadir la India, no quería quebrar el espinazo a la Bretaña dominadora del mundo y quizá, como lo había intentado el sueco Carlos, adentrarse en la profunda Rusia?

En eso estuvieron de acuerdo los amigos, que sufrían por la desgracia de su patria. Sólo Bettina no quiso que se ofendiera a la grandeza del pequeño hombre. El propio Goethe, él mismo un gran hombre, le había hecho comprender con claras palabras la importancia de Napoleón. Con lo cual Arnim se puso insultante hacia Goethe y ruidosamente patriótico. (Luego, en la Guerra de Liberación, fue capitán de un batallón de la reserva territorial y se portó como un valiente.)

A todo esto guardaba silencio Runge, aunque estaba furioso contra el Gran Hombre de Weimar porque, en un concurso de pintura, no había encontrado suficientemente clásico su cuadro Combate de Aquiles con los dioses del río. Sólo una vez objetó, sin ser escuchado: la vieja le había dicho que ambos cuentos eran ciertos.

Cuando Brentano llamó a la Ilsebill peleadora y rapaz de uno de los cuentos la mujer por excelencia, para lo que adujo groseros ejemplos de su reciente pero ya fracasado matrimonio con una tal Auguste Busmann, Bettina (que, después de la revolución del 30, lucharía por los derechos de la mujer) se enfadó con su destemplado hermano: «¡Como si las mujeres no fuéramos ya suficientemente humilladas!». Echando una mirada a la muda mujer cachuba que se sentaba junto al hogar (y a sus asustados hijos), puso fin a la agria disputa: «Amigos, vamos a pensárnoslo otra vez. La buena de Lovise me decía antes que en los bosques hay setas a montones. Deberíamos confiarnos a la Naturaleza y recoger en cestos lo que ella nos ofrece. Son apenas las primeras horas de la tarde. El sol de otoño nos brinda su luz dorada. Dónde mejor que en la catedral del bosque podrá aquietarse nuestra disputa. Por lo demás, la buena de Lovise ha anunciado para esta noche la visita de su prima. Es cocinera del gobernador local y, además, experta en setas».


Así pues, fueron al bosque y lo vieron de distintas formas. Cada uno llevaba un cesto. Pensaban permanecer al alcance de la voz para no perderse. El bosque de Oliva era un hayedo, que se unía al bosque que rodeaba Goldkrug y a las colinas boscosas del interior de la Cachubia. Brentano (como si quisiera ensayar su ulterior conversión al catolicismo) se sintió pronto invadido por un sentimiento de profundo y sublime, universal y concentrado recogimiento; con el cesto vacío, apoyado en un tronco liso de haya y llorando su mal del siglo, fue encontrado por el sensible Wilhelm y consolado de un modo tan ineficaz que también Wilhelm se puso a llorar; con lo que los dos se abrazaron hasta recobrar la calma y luego, por fin, como a ciegas, recogieron algunas setas: en su mayoría lactarias no comestibles y más hifolomas que armilarias.

A todo esto, Arnim y Bettina (que unos años más tarde se convertirían en esposos y tendrían ocho hijos) se habían encontrado, como por casualidad, al borde de un calvero que desembocaba en un oscuro estanque. Se mostraron lo que habían reunido en sus cestos: Arnim estaba orgulloso de varios boletos anillados y algunos bayos; la juguetona Bettina le enseñó tres o cuatro boletos subtomentosos comestibles y solicitó su indulgencia para las amanitas matamoscas que había reunido: eran hermosas como en los cuentos de hadas. De ellas emanaba un encanto. Sabía que la matamoscas, incluso cuando se comía muy poco de ella, producía ensoñaciones, absorbía el tiempo, liberaba el Yo y lo conciliaba todo, por muy abiertamente que se contradijera. Entonces quitó la piel al sombrerete, tomó un pedazo de la seta matamoscas, comió de él y dio de comer a Arnim. Los dos se quedaron inmóviles y esperaron los efectos. Pronto se hicieron sentir. Sus dedos quisieron jugar juntos. Al mirarse a los ojos se vieron mutuamente hasta el fondo del alma. Y pronunciaron palabras que se vistieron de púrpura y encontraron su reflejo en todas las aguas: Bettina comparó el cercano estanque del bosque con los ojos tristes de algún príncipe encantado.

Cuando el efecto de la amanita cedió un tanto —ya oscurecía— Arnim encontró en su faltriquera un cuchillo de aldeano, que había adquirido por poco precio durante su viaje por el Rin con su amigo Brentano. Y con el cuchillo talló en el tronco de un haya, liso como aquel junto al que Clemens y Wilhelm habían llorado, la palabra «eternamente» y, debajo, las letras A y B. (Así dieron un sentido al calvero y el oscuro estanque: mucho después hubo allí una lápida cuya inscripción los recordaba.)

Entretanto, Jakob Grimm y Philipp Otto Runge habían sostenido serios coloquios y, sin embargo, se habían topado con muchos paxilos enrollados y algunos boletos comestibles. Como pintor, Runge era también un teórico, capaz de escribir sobre los colores, por lo que, entre sus papeles póstumos, se encontró la obra La esfera cromática; en cambio, Jakob Grimm intentaba investigar, desde el punto de vista de la lingüística histórica, la regularidad de los cambios fonéticos, el trasfondo mitológico de toda realidad y los inmensos campos semánticos; por eso, hasta hoy, citamos el diccionario que lleva su nombre.

Finalmente, los dos se pusieron a hablar otra vez del cuento del rodaballo en sus dos versiones. Utilizaría con gusto en la próxima oportunidad la primera versión, según la cual la ansiosa Ilsebill tiene que volver a su bacinilla, dijo Jakob Grimm. (Por eso, un año después de la muerte de Runge, el cuento de El pescador y su muxer fue recogido en la colección de Cuentos de la infancia y del hogar de Grimm.) Sin embargo, la otra versión —en definitiva también Runge estuvo de acuerdo— había que retenerla, por su tono apocalíptico. «Sin duda es siempre así», dijo el pintor un poco amargamente: «Los hombres podemos tolerar una verdad, pero no la otra».

Entonces el mayor de los Grimm se preguntó si no podría transformarse el otro cuento desde el punto de vista moral, aplicándolo a Napoleón, a fin de que, como panfleto político, fuese útil y sirviese a la desgraciada patria. (Y en 1814 apareció, en alto alemán, un texto de esa clase contra el tirano; naturalmente, éste había sido ya derrotado.)

Y como ahora anochecía en el bosque de Oliva, los amigos se empezaron a llamar mutuamente hasta que se encontraron, pero no sabían volver. Ya empezaban a asustarse un poco —hasta Runge y el mayor de los hermanos Grimm estaban preocupados— cuando, de lo profundo del bosque, surgió el viejo guardabosque. Al parecer, había oído sus gritos. Sin decir palabra, como si no hubiera nada que decir, se los llevó a todos.


A la casa del guardabosque, junto al estanque y el prado de los corzos, ya de noche, había llegado entretanto la prima de la mujer cachuba del leñador, con un pan recién hecho de la cocina del gobernador. Lovise llamó a su prima Sophie. Y mientras la graciosa, pero también ruidosa damisela comenzaba a clasificar las setas recogidas, dando mientras tanto explicaciones —«¡Ésta es la bruja, que es venenosa!»— Brentano recordó con dolor que su mujer fallecida hacía menos de un año se había llamado también Sophie.

Y Sophie Rotzoll —ése era el nombre completo de la cocinera del gobernador francés— limpió las setas buenas y las salteó en una gran sartén, con tocino y cebolla, hasta que soltaron su jugo, al que echó pimienta y, finalmente, sazonó con perejil. Los amigos se las comieron sentados a la larga mesa, y hubo setas también para Lovise y Sophie. El viejo guardabosque y el leñador cachubo, que se llamaba Kutschorra, se sentaron en un banco junto al hogar y mojaron pedazos del pan que había traído Sophie, en escudillas llenas de sopa de cerveza que había sobrado del día anterior. Y también los amigos remojaron trozos de pan. En la alcoba, junto a la cocina, los hijos de Lovise soñaban quizá con galletas. De granos de anís.

Con qué calor hablaban los amigos. Con cuánto ingenio les informaba la cocinera Sophie. Cuando, de pronto, se habló nuevamente del rodaballo y de sus verdades, Sophie y Lovise dijeron que también ellas conocían esos cuentos. Pero sólo una de las verdades era cierta. Sólo los hombres querían más, siempre más. «¡Ellos trajeron todas las desgracias!», exclamó Sophie, golpeando el pan con el puño.

Eso hubiera provocado otra vez disputas en torno a la larga mesa, si el delicado Wilhelm no hubiera dicho de repente: «¡La luna! ¡Mirad la luna!». Y todos miraron a través de las ventanitas cómo la luna derramaba su luz sobre el estanque, donde dormían los cisnes, y sobre el prado, donde pastaban los corzos.

Salieron de la casa. Sólo el guardabosque se quedó en el banco del hogar. Sin embargo, mientras todos contemplaban la luna y encontraban hermosas palabras para nombrarla, el pintor Runge entró en la casa, volvió con un tizón sacado del fuego y encendió con él una hoja de papel escrita por ambos lados.

«¡Eh, rodaballo! Ahí va tu otra verdad», dijo Runge cuando el escrito se hubo carbonizado.

«¡Dios mío!», dijo el menor de los Grimm, «ojalá no haya sido un error.»

Entonces volvieron a entrar en la casa. Y yo, ahora, tengo que escribir y escribir.

El rodaballo
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