De cómo fue capturado el rodaballo por segunda vez

Ya lo he contado: se metió en mi nasa un día del neolítico. En todo lo que podía ser controvertido, eran entonces las mujeres las que mangoneaban. Sabido es el pacto que hicimos: yo lo puse en libertad y él me ha guiado a través de los tiempos con sus consejos rodaballescos. A través de la edad del bronce, de la edad del hierro. Tanto si eran primitivocristianos, goticoflamígeros, reformistas o barrocos, como si eran absolutistas ilustrados, socialistas o capitalistas, el rodaballo se anticipaba a todas las transiciones históricas, a todos los cambios de moda, a las revoluciones y sus retrocesos, a la última verdad revelada, al progreso. Así, con toda premeditación, me ayudó a promover la causa masculina. Nosotros, por fin nosotros, éramos los que cortábamos el bacalao.

Hasta ayer. Ahora no me habla. Aunque lo llame suplicante una y otra vez «¡rodaballete!», ningún «¿qué pasa, hijo?» familiar me responde. Unas mujeres sentadas a una larga mesa lo juzgan. Ya está confesando, con muchos rodeos. (Y también yo confieso por qué el rodaballo se ha hartado hace tiempo de mí y de la causa masculina.)

Cuando, pocos meses antes de la crisis del petróleo, fui al mar a llamarlo otra vez (para que me aconsejara en la declaración de la renta), me dijo que denunciaba el contrato: «De vosotros, los papadas, no se puede sacar ya ni chispa. Sólo trucos y artimañas. Ahora», dijo como despedida, «tendré que ocuparme un poco de las Ilsebills».

Naturalmente, mordió el anzuelo en las turbias aguas del Báltico. Es un tradicionalista. Si no en la bahía de Danzig, fue en la de Lübeck, en esa especie de caldo que baña la costa oriental de Holstein, entre los faros de Cismar y de Scharbeutz, a una milla marina del borde alquitranado de las playas; se prestó a ello conscientemente y —como reconoció luego ante el tribunal— les dio «a tres señoras que se aburrían la ilusión de haber pescado algo».

Sieglinde Huntscha, que durante algún tiempo sólo atendió por «Siggi»; Susanne Maxen, alias «el Maxi», y Franziska Ludkowiak, llamada «Fränki», habían alquilado por unas horas un barco de vela en el pueblecito marinero de Cismar y, con más calma que brisa, se daban mutuamente la tabarra en su jerga. Tres chicas duras de pelar que (como tú, Ilsebill) pertenecen al grupo de las treintañeras —Maxi al principio, Fränki al final de los treinta— y que, cuando hablan, escupen despectivamente cada dos frases y dicen de casi todo que es una mierda, o lo encuentran mierdoso o cagado.

Quizá porque Siggi, el Maxi y Fränki, por vagos motivos, se consideraban lesbianas y pertenecían por ello a un círculo feminista cuyo primer mandamiento era el rechazo radical de la penetración masculina, Siggi se había llevado al barco su bastón de paseo: un bastón ordinariamente viril, con adornos metálicos de recuerdo. El bastón servía de caña. De él colgaba una cuerda corriente. El anzuelo eran unas asexuadas tijeras de uñas. Fränki hacía barquitos de papel de periódico. También los barquitos iban a la deriva. Ni una pizca de brisa quería soplar.

Si por lo menos Siggi hubiera contado chistes de pescadores. Estaban al pairo sin ninguna habilidad marinera. Se pinchaban mutuamente con las extravagantes muletillas del hacía tiempo amainado movimiento estudiantil. Lo encontraban todo —incluida la pesca de Siggi— bastante cagado. «Lo que nos haría falta», dijo Fränki haciendo dobleces en un barquito, «es una base ideológicamente limpia para nuestro superego». Fue entonces cuando el rodaballo mordió.

¡Créeme, Ilsebill! En el momento exacto y con premeditación. (Luego, ante el tribunal, declaró que no había sido fácil aferrarse a una de las hojas de las tijeras de uñas, puntiagudas pero inestables. Se había perforado dos veces el labio superior.)

Fue el Maxi quien lanzó el consabido grito: «¡Ha picado! ¡Tira Siggi! ¡Sácalo! ¡Machomacho!».

Lo mismo desde hacía milenios: el gran ¡ah! Y la misma expectación. ¿Será esta vez el pez insólito, muy raro, mejor dicho, el ejemplar único, el pez viejísimo y legendario, o será otra vez un zapato viejo? La suerte del pescador. Sólo tienes que aguardar pacientemente en silencio, marmullarte la lengua por tiempo indefinido. No pensar o pensar en lo contrario. Absorberte a ti mismo hasta que puedas ser cualquiera. O pronunciar la palabra exacta como cebo. O ser tú mismo cebo y anzuelo. El gusanillo que se retuerce.

Las tijeras peladas eran el único anzuelo y, sin embargo, habían despertado el apetito del rodaballo. Ahora yacía plano en el fondo del barco. Su labio superior sólo sangró cuando Siggi, cautelosamente pero con valor que podría calificarse de varonil, le sacó las tijeritas del belfo. Sorprendente tamaño el del pez. Nunca (salvo en aquella otra ocasión) se había capturado en el Báltico un ejemplar de tal peso. Casi podría pensar que mi pesca neolítica fue menos espectacular. Desde entonces ha acabado de crecer. Más protuberancias abultan y arrugan su piel. ¿Envejecía con el tiempo, era mortal?

A pesar del tamaño: lo que las tres chicas admiraban seguía siendo un pez ordinario. Fränki dijo que era un rodaballo de primera y propuso estofarlo en vino blanco con alcaparras. En una de las muchas tiendas de comestibles que han convertido el balneario de Scharbeutz en centro comercial, había visto, dijo, eneldo fresco. Siggi quería aceitar al rodaballo por ambos lados, espolvorearlo con albahaca y dejar que se hiciera en horno moderado durante media hora.

Las tres vivían en una caseta de peón agrícola, alquilada para las vacaciones. El Maxi era incapaz de comer cualquier pescado que fuera reconocible como tal: ¡Puahhh! Por eso Fränki propuso filetear al rodaballo, bañarlo en huevo una vez cortado en trozos y, friéndolo en abundante aceite, dejarlo irreconocible como pez.

Siggi dijo: «¡Maldita sea! Esto le hubiera gustado a nuestra Billy. Nos hubiera rehogado el rodaballo en mantequilla con estragón o quizá lo hubiera flambeado con coñac». Y Fränki remachó: «¿Y entonces qué, Maxi? Si nuestra Billy te lo hubiera servido con todos los aditamentos, ¿qué? ¿Habrías dicho también puahhh?».

Sin embargo, el Maxi no lo quería de una forma ni de otra, ni tampoco al estilo de Billy. Lo que quiso hacer con el rodaballo, en cuanto Siggi le hubo quitado las tijeras del abultado labio superior, fue echarlo otra vez a las turbias aguas del Báltico: dijo que miraba de una forma muy torcida. Seguro que traía mala suerte. Su sangre era de un rojo tan humano. A un pez así no se le pesca para divertirse. Sólo aparentemente era un pez. Entonces habló el rodaballo.

No muy fuerte, sino en tono casual, dijo: «¡Qué coincidencia!». Igual hubiera podido decir: «A todo esto, ¿qué hora es?». O: «¿Quién va en cabeza en la Liga?».

Siggi, Fränki y el Maxi se quedaron, como suele decirse, sin habla. Sólo después, cuando el rodaballo charlaba ya por los codos, logró el Maxi soltar a media voz exclamaciones como: «¡Qué cachondo! Me deja patidifusa. ¡Machomacho! Si nuestra Billy estuviera aquí».

Fränki y Siggi, sin embargo, siguieron mudas. Sus dos cabezas intentaban reconstruir lo ocurrido aquella tarde de domingo, rechazar la supuesta casualidad, introducir alguna sensatez en aquel suceso irracional y, por debajo de la lógica inocente de los cuentos de hadas —el rodaballo se había presentado diciendo: «Sin duda conocen ustedes, señoras, el cuento de El pescador y su muxer»—, descubrir el sentido oculto de todo aquello: ¿Quién hablaba y con qué fin? ¿Qué era lo que había que racionalizar primero (antes de cualquier verbalización): la capacidad de hablar o el mensaje? ¿Quizá una escolástica medieval tardía y reaccionaria pretendía demostrar que el Mal era capaz de asumir figura de pez? ¿Tenía algo que ver con la personificación del Capitalismo? O, de forma aún más antinómica: ¿se manifestaba así en la actualidad el Espíritu del Mundo hegeliano?

«¿Quién eres?», gritó en medio de una intrincada frase rodaballesca Franziska Ludkowiak que, en calidad de Fränki, se había apoderado del bastón chapado —la caña de pescar ahora ociosa de Siggi—, y parecía dispuesta a desinvitar a aquel huésped no invitado: debía de proceder de estratos intermedios del subconsciente; inducía a la esquizofrenia y recordaba esas películas en que la locura, ligeramente deformada, nos contempla desde espejos agrietados. (Fränki odiaba las mixtificaciones, aunque le gustaba que el Maxi le echase las cartas.)

Ahora bien, la pregunta «¿quién eres?» se ha formulado con frecuencia en ocasiones igualmente sorprendentes. La mayoría de las veces no hay respuesta o se recibe sólo una información oscuramente mascullada. El rodaballo, sin embargo, no era partidario de los secretitos. Ante todo, rogó que de vez en cuando lo rociaran con agua —de lo que se ocupó Siggi, con una lata de conservas vacía—, luego pidió que le limpiaran con un kleenex el labio superior, que todavía sangraba —lo que hizo también Siggi—, y por último habló sin ambages.

Después de hacer una breve descripción de la situación neolítica y una presentación objetiva del matriarcado huérfano de padre, me introdujo a mí, pescador ignorante, y explicó las razones que le habían movido a meterse en mi nasa de anguilas y ofrecerse a ser mi asesor por contrata.

Me llamó zoquete neolítico de nivel medio. Dijo que, mantenido en un estado de minoría de edad, había sido incapaz de darme cuenta del sistema de tutela absoluta del dominio femenino y, mucho más, de escapar de él. Sólo mis dotes artísticas, mi irresistible tendencia a trazar en la arena dibujos, adornos y figuras le habían hecho concebir la esperanza de que yo pudiera, siguiendo sus consejos, crear las condiciones para una sustitución gradual —él dijo «evolucionaria»— del dominio de las mujeres. Lo cual se había conseguido, por cierto, aunque con dos siglos de retraso en la región de la desembocadura del Vístula. Pero también después le había planteado problemas. En todos mis tempotránsitos, lo mismo en la época goticoflamígera que en el Siglo de las Luces, yo había sido un incapaz. Dijo que, aunque se había ocupado de ella de una forma apasionadamente partidista, ahora había perdido todo interés por la causa masculina. Él era así: siempre tenía que probar cosas nuevas. No había que considerar la Creación como acabada. Estaba de acuerdo con Bloch, el viejo herético. (Y citó al filósofo: «Soy. Pero no me poseo. Por eso sólo devenimos».) En consecuencia quería —y rogaba a las señoras que le llamasen simplemente rodaballo— iniciar una nueva fase del desarrollo de la Humanidad. La causa masculina no daba más de sí. Muy pronto, una crisis a escala mundial señalaría el fin del dominio masculino. Los caballeros estaban en bancarrota. Su abuso del poder había agotado su potencia. Incapaces de nuevos impulsos, pretendían ahora salvar al capitalismo mediante el socialismo. De risa. Él, el rodaballo, quería ofrecerse a ayudar en lo sucesivo únicamente al sexo femenino. No, desde luego, quedándose en tierra. Tenían que comprender que necesitaba su elemento. Y como disfrutaba de la hospitalidad de tres señoras para las que la podrida relación hombre-mujer sólo significaba una fastidiosa monotonía, confiaba en encontrar comprensión para su necesidad elemental.

«En suma», dijo el rodaballo para terminar, «ustedes, señoras, me ponen otra vez en libertad; y yo las asesoraré en todas las situaciones de la vida, aunque también en las cuestiones de principio. Aquí, en este día, hay que fijar el comienzo de una nueva era. Mi idea es que el poder cambie de sexo. Ha llegado la hora de la mujer. Sólo así podremos dar al mundo, a nuestro pobre mundo —porque ha perdido toda esperanza—, a ese juguete de una virilidad hoy desfallecida, un sentido nuevo…, digámoslo con franqueza, un sentido femenino. No todo se ha perdido».

Naturalmente, Siggi, Fränki y el Maxi no se limitaron a decir: «¡Vale! De acuerdo. Trato hecho. Ni de encargo». Porque si las tres hubieran aceptado sin más la propuesta del rodaballo, lo hubieran devuelto al Báltico y se hubieran asegurado así sus consejos con un apretón de manos, el largo proceso de mis tempotránsitos milenarios habría quedado oculto; sin embargo, como el rodaballo no fue liberado, sino diligentemente rociado con agua, curado con kleenex hemostáticos y, finalmente, llevado a tierra, todo ha salido a la luz, el desembocante Vístula se ha convertido en lugar ejemplar, y yo también me he vuelto un ejemplo y tengo que descargarme, me confieso con Ilsebill, lo anoto todo, aquí queda escrito.

Sieglinde Huntscha, doctora en Derecho, manifestó objetivamente su opinión: la oferta del rodaballo era interesante pero, sin consultar con la junta directiva electa de la Federación Feminista, no se podía aceptar ni rechazar. Al fin y al cabo, el propio rodaballo había reconocido que la época de las decisiones viriles, es decir, de las decisiones en solitario, había pasado. Tenía que comprender que su confesión parcial suscitaba cuestiones que no podían discutirse a bordo de un barcucho alquilado. Se levantaría acta enseguida de todo lo declarado hasta entonces. Él, el rodaballo, debía considerarse en prisión preventiva. Ella, Sieglinde Huntscha, le garantizaba un buen trato. Fränki dijo: «¿Es que no se siente a gusto con nosotras?».

El rodaballo respondió primero fríamente y luego con acentos amenazadores: «¡Señoras mías! Me he entregado a ustedes libremente. Mi honrada oferta de no favorecer en lo sucesivo la causa masculina y ayudar al movimiento femenino, a las muchas Ilsebills totalmente resueltas, pero también desorientadas y todavía con mentalidad de señora gorda…, esa protección que ofrezco sigue estando en pie. Sin embargo, si ustedes pretenden airear públicamente, con fines de ejemplaridad, mi existencia rodaballesca que se pierde en la noche de los tiempos, sabré defenderme con una dureza que podría llamarse masculina. Sabré replicar sin miramientos. No soy buen enemigo. Ni tema apropiado para estudios sociológicos. Ninguna sutileza jurídica —en el caso de que quisieran juzgarme— podría comprometerme. Ninguna ley humana puede aplicárseme. En cambio, hay muchas razones para temerme».

El Maxi tuvo un poco de miedo: «Habla en serio». Sin embargo, Siggi y Fränki permanecieron firmes como es debido: no se dejaban intimidar por amenazas. Conocían el paño. Dios padre y toda la pesca. La habitual arrogancia masculina.

Entonces, naturalmente, se levantó una fresca brisa. Navegaron con ligereza hacia Cismar, pueblo del Holstein oriental cuyo monasterio bien merece una visita. En su caseta de peón para turistas, de techo de paja, Fränki instaló al rodaballo en una bañera de cinc. Luego trajo agua del mar en bidones. El Maxi compró en Eutin un libro sobre el cuidado de peces de mar en acuarios. Entretanto, Siggi, después de haber levantado acta de todo, hablaba desde la oficina de correos local con Berlín, Estocolmo, Tokio, Amsterdam y Nueva York. Le resultó bastante caro, aunque, para la conversación principal, hizo que la Federación la llamase a su vez. Las feministas de todo el mundo se sintieron naturalmente entusiasmadas cuando supieron del rodaballo parlante y su sensacional confesión, sobre todo porque el misógino cuento El pescador y su muxer tenía su equivalente en todas partes, hasta en África y la India.

«¿Te apuestas algo?», le dijo Siggi a Fränki. «Ésas convocan un tribunal y además —de eso me encargo yo— en Berlín. Es un caso que pasará a la Historia.»

El Maxi leyó en su manual: «Es un rodaballo corriente. Se encuentra en el Atlántico, el Mediterráneo, en el Mar del Norte y rara vez en el Báltico. Come algas, insectos y cosas así». El labio superior del rodaballo no sangraba ya. El pez yacía plano en el fondo de la bañera. Siggi tenía preparado junto a ella un magnetófono. Sin embargo, el rodaballo guardó absoluto silencio.


¿Y tú qué, Ilsebill? ¿Hubieras sido también partidaria del tribunal, de un arreglo público de cuentas?

Ilsebill dijo: «Claro que no, querido. Para que te quedes contento: habría echado al rodaballo al agua y, lo mismo que en el cuento, habría pedido ante todo algo estupendo. Por ejemplo, un lavavajillas superautomático, y después muchas cosas más, siempre más».

El rodaballo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Portadilla.xhtml
dedicatoria.xhtml
Mes01.xhtml
Capitulo101.xhtml
Capitulo102.xhtml
Capitulo103.xhtml
Capitulo104.xhtml
Capitulo105.xhtml
Capitulo106.xhtml
Capitulo107.xhtml
Capitulo108.xhtml
Capitulo109.xhtml
Capitulo110.xhtml
Capitulo111.xhtml
Capitulo112.xhtml
Capitulo113.xhtml
Capitulo114.xhtml
Capitulo115.xhtml
Capitulo116.xhtml
Capitulo117.xhtml
Capitulo118.xhtml
Capitulo119.xhtml
Capitulo120.xhtml
Capitulo121.xhtml
Capitulo122.xhtml
Mes02.xhtml
Capitulo201.xhtml
Capitulo202.xhtml
Capitulo203.xhtml
Capitulo204.xhtml
Capitulo205.xhtml
Capitulo206.xhtml
Capitulo207.xhtml
Capitulo208.xhtml
Capitulo209.xhtml
Capitulo210.xhtml
Capitulo211.xhtml
Mes03.xhtml
Capitulo301.xhtml
Capitulo302.xhtml
Capitulo303.xhtml
Capitulo304.xhtml
Capitulo305.xhtml
Capitulo306.xhtml
Capitulo307.xhtml
Capitulo308.xhtml
Capitulo309.xhtml
Capitulo310.xhtml
Capitulo311.xhtml
Capitulo312.xhtml
Capitulo313.xhtml
Capitulo314.xhtml
Mes04.xhtml
Capitulo401.xhtml
Capitulo402.xhtml
Capitulo403.xhtml
Capitulo404.xhtml
Capitulo405.xhtml
Capitulo406.xhtml
Capitulo407.xhtml
Capitulo408.xhtml
Capitulo409.xhtml
Capitulo410.xhtml
Capitulo411.xhtml
Capitulo412.xhtml
Mes05.xhtml
Capitulo501.xhtml
Capitulo502.xhtml
Capitulo503.xhtml
Capitulo504.xhtml
Capitulo505.xhtml
Capitulo506.xhtml
Capitulo507.xhtml
Capitulo508.xhtml
Capitulo509.xhtml
Capitulo510.xhtml
Capitulo511.xhtml
Mes06.xhtml
Capitulo601.xhtml
Capitulo602.xhtml
Capitulo603.xhtml
Capitulo604.xhtml
Capitulo605.xhtml
Capitulo606.xhtml
Capitulo607.xhtml
Capitulo608.xhtml
Capitulo609.xhtml
Capitulo610.xhtml
Capitulo611.xhtml
Mes07.xhtml
Capitulo701.xhtml
Capitulo702.xhtml
Capitulo703.xhtml
Capitulo704.xhtml
Capitulo705.xhtml
Capitulo706.xhtml
Capitulo707.xhtml
Capitulo708.xhtml
Capitulo709.xhtml
Capitulo710.xhtml
Mes08.xhtml
Capitulo801.xhtml
Mes09.xhtml
Capitulo901.xhtml
Capitulo902.xhtml
Capitulo903.xhtml
Capitulo904.xhtml
Capitulo905.xhtml
Capitulo906.xhtml
Capitulo907.xhtml
Capitulo908.xhtml
Capitulo909.xhtml
Capitulo910.xhtml
autor.xhtml
TOC.xhtml