De cómo fue capturado el rodaballo
¡Que no, Ilsebill! De verdad que no voy a contar esa patraña. Recordaré en el papel verazmente lo que Philipp Otto Runge anotó como otra verdad; aunque tenga que descifrarlo en las cenizas palabra a palabra. Porque lo que la parlera vieja dictó al pintor adicionalmente en el verano de 1805 fue quemado con luna llena entre el prado de los ciervos y el estanque del bosque. Así quisieron aquellos señores proteger el orden patriarcal. Lo que explica que los hermanos Grimm sólo lanzaran al mercado de cuentos de hadas una de las dos versiones de Rügen de El pescador y su muxer. Desde entonces Ilsebill, la mujer del pescador, se ha hecho proverbial: una mala pécora gruñona que siempre quiere más, tener más, mandar más. Y el rodaballo, que el pescador ha capturado y puesto en libertad otra vez, tiene que dar y que dar: la cabaña más grande, la casa de piedra, el palacio real, el cetro imperial, la tiara papal. Por último, Ilsebill pide el poder divino de hacer salir y ponerse el sol; y la rapaz Ilsebill y el baldragas de su marido son castigados, y tienen que rascarse otra vez mutuamente la roña en su choza, llamada La Bacinilla. Una verdadera arpía insaciable. Sus fauces nunca se hartan. Siempre un capricho más. Así es la Ilsebill del libro.
En cambio la mía sería su antítesis viviente, lo que desde aquí proclamo. Y también el rodaballo opinaba que ya era hora de dar a conocer la versión original de su leyenda, rehabilitar a todas las Ilsebills y refutar ese cuento propagandístico y antifeminista que él, astutamente, contribuyó a difundir. Claro que sí, y a conciencia. Nada más que la verdad. Créeme, cariño, no vale la pena empezar una pelea. Tienes razón; como siempre, tienes razón. Antes de que nos peleemos, has ganado ya.
Fue hacia finales de la edad de piedra. Un día sin número. Todavía no hacíamos rayas ni muescas. Ver a la luna adelgazar o echar panza sólo nos daba miedo. No había nada previsto que se cumpliera puntualmente. No había fechas. Nunca llegaba nadie ni nada demasiado tarde.
Un día fuera del tiempo, de nubosidad variable, capturé al rodaballo. Allí donde el río Vístula, de lecho siempre distinto, se mezclaba al mar abierto, había puesto mis nasas, en espera de anguilas. No conocíamos las redes. Y tampoco era corriente aún pescar con cebo y anzuelo. Hasta donde me acuerdo —la última glaciación marca el límite de mi memoria— sólo atravesábamos los peces con palos aguzados y, luego, con arco y flechas: la perca, el lucio, la lucioperca, la anguila y la lamprea en los brazos del río y, cuando bajaba por la corriente, el salmón. Allí donde el Báltico bañaba dunas errantes, alanceábamos los peces planos que, en las aguas cálidas y poco profundas, gustan de enterrarse en la arena: platijas, gallos, el rodaballo.
Sólo cuando Aya nos enseñó a tejer cestos de mimbre la casualidad nos ayudó a descubrir el cesto como nasa. A los hombres se nos ocurría pocas veces algo. Fue también Aya la que enterró entre los juncos, a la orilla de un afluente llamado después Raduna y mucho después Radauna, un cesto lleno de huesos de anta roídos, para que el río lavase los últimos restos de fibras y tendones; porque Aya utilizaba los huesos de anta y de reno como utensilios de cocina y para fines rituales.
Cuando, pasado un tiempo suficiente, izamos el cesto del río, algunas anguilas se escaparon por pelos, pero quedaron entre el mimbre, además de alevines, cinco buenas piezas del tamaño del brazo, debatiéndose entre los huesos pelados. Repetimos la operación. La técnica de captura podía perfeccionarse. Y así inventó Aya la nasa; lo mismo que, apenas doscientos años más tarde, fabricó el primer anzuelo con la espoleta de un ave zancuda. Y siguiendo sus instrucciones, bajo su vigilancia inexorable como el Destino, tejimos cestos más estrechos por el lado abierto, en los que más tarde, por iniciativa propia y sin que Aya tuviese que ejercer su madreterna tutela, encajamos un segundo cesto estrechado y luego un tercero, a fin de dificultar la huida de las anguilas. Varas de mimbre flexibles y largas, forzadas a adoptar un complicado sistema: una técnica ya. Sin Aya las cosas funcionaban también.
Desde entonces, buena pesca. Superabundancia. Primeros intentos de ahumado en sauces huecos. Las palabras nasa y anguila se convirtieron en conceptos inseparables y yo, que me sentía impulsado a poner mis signos por todas partes, los representé gráficamente. Antes de dejar la playa, después de haber colocado las nasas, dibujaba con el borde afilado de una concha en la arena húmeda: por ejemplo, anguilas retorciéndose tras un artístico trenzado de mimbre. Y si nuestra comarca no hubiera sido llana y pantanosa, sino montañosa y apta para la formación de cavernas, yo hubiera dejado sin duda a mis sucesores, como dibujo rupestre, la anguila en su nasa. «Grabados rupestres neolíticos de la cultura piscatoria de la Europa nororiental, emparentados con los dibujos escandinavos meridionales de Maglemose sobre hueso y ámbar», hubiera dicho el rodaballo en su tempotránsito actual; siempre tuvo debilidad por la cultura.
Eso no sabía hacerlo Aya: trazar signos, hacer un retrato. Sin duda, encontraba bonitos y utilizables con fines rituales mis dibujos arañados en la arena, sin duda quería verse tangiblemente reproducida con sus tres pechos; sin embargo, cuando, por pura diversión, dibujé en una playa una nasa de cinco cestos, prohibió las nasas quíntuples y su representación gráfica. El valor fundamental, establecido por Aya con sus tres pechos, no debía ser superado. Con igual rudeza me llamó al orden cuando dibujé al rodaballo, cautivo en una nasa de anguilas. Aya montó en su cólera de diosamadre: nunca había visto nada por el estilo. Y como no lo había visto, no podía existir. Era sólo algo inventado y, por lo tanto, mentira.
Amenazándome con sanciones, Aya y todo el consejo de mujeres me prohibieron dibujar nunca más rodaballos cautivos en nasas de anguilas. Sin embargo, seguí haciéndolo a escondidas. Porque, por mucho que hubiera aprendido a temer el castigo matriarcal de la denegación del pecho que me amamantaba tres veces diarias, el rodaballo podía más, sobre todo desde que sólo tenía que llamar «¡rodaballete!» para que me hablase en cualquier momento. Me dijo: «Sólo quiere sentirse segura, segura siempre. Lo que no está en su mano lo prohíbe. No obstante, el arte, hijo, no puede prohibirse».
Hacia finales del tercer milenio antes de la Encarnación del Señor —o, como ha calculado una computadora, el 3 de mayo del año 2211 antes de nuestra era… al parecer era viernes—, un día neolítico con viento del este y nubes en formación abierta, sucedió lo que, por razones de autojustificación patriarcal, se ha tergiversado luego en un cuento de hadas; lo cual sigue enfureciendo a mi Ilsebill todavía hoy.
Yo era joven, pero ya barbudo. A última hora de la tarde fui a recoger mi nasa triplemente estrechada, que había colocado por la mañana temprano, antes aún de la primera mamada. (Mi lugar de pesca favorito se encontraba aproximadamente donde más tarde, con el tranvía de la línea 9, se podía llegar cómodamente al popular balneario de Heubude.) A causa de mi talento artístico, Aya me favorecía tutelarmente con una mamada suplementaria fuera de turno. Por eso mi primer pensamiento cuando vi al rodaballo en la nasa de anguilas fue: se lo llevaré a Aya. Ella, a su estilo, lo envolverá en húmedas hojas de tusilago y lo asará entre cenizas calientes.
Entonces habló el rodaballo.
No estoy seguro de si me asombró más el discurso de su boca torcida o el hecho liso y plano de haber capturado en una nasa de anguilas un planchado rodaballo. En cualquier caso, a sus palabras «hola, hijo» no respondí con una pregunta sobre su sorprendente capacidad de hablar. Me interesaba mucho más saber qué había impulsado a un pez plano como él a meterse por los tres estrechamientos de una nasa.
El rodaballo me informó. Didáctico desde el principio, con superioridad omnisciente y por ello, a pesar de sus afirmaciones categóricas, nasalmente locuaz, doctoral, poniéndole paño al púlpito y a la gente de vuelta y media, o molestamente paternal: quería conversar conmigo. Lo que le había impulsado no había sido una curiosidad tonta o (como dijo ya entonces) femenina, sino una decisión bien meditada de su voluntad viril. Al fin y al cabo, había algunos conocimientos que escapaban al horizonte neolítico y que él, rodaballo sabio, quería transmitirme a mí, hombre y pescador obtuso, mantenido en la infancia por la total tutela femenina. Previsoramente, había aprendido a hablar el dialecto de la costa del Báltico. En este país, dijo, no éramos de muchas palabras. Un farfulleo lastimoso, que sólo nombraba lo más necesario. En un tiempo relativamente breve, dijo, había conseguido dominar aquella lengua que lo achataba todo. Ya era capaz de pronunciar palabras como «abadeho» y «shapuza». El diálogo, desde luego, no fracasaría por dificultades idiomáticas. Sin embargo, a la larga, también a él le resultaba estrecho aquel entramado de mimbre.
Apenas lo hube liberado de la triple nasa y puesto a salvo sobre la arena, dijo ante todo: «Gracias, hijo», y luego: «Naturalmente, sé muy bien a qué peligros me expone mi decisión. Sé que sé bien. Se ha corrido la voz de las distintas formas en que vuestras mujeres, que os gobiernan mediante su tutela, tuestan brecas en espetones de mimbre, asan la anguila, el lucio, la perca y las platijas del tamaño de la mano sobre piedras al rojo, o envuelven en hojas y entierran en ceniza ardiente a mis semejantes, lo mismo que a todos los peces gordos, hasta que estamos bien hechos y, sin embargo, jugosos. ¡Que os aproveche! Siempre gusta tener buen gusto. Sin embargo, estoy seguro de que mi oferta de ser siempre tu asesor, es decir, asesor de la causa masculina, supera mi valor culinario. En suma: tú, hijo mío, me dejas en libertad; yo vuelvo en cuanto me llames. A cambio de tu magnanimidad, me comprometo a suministrarte información recogida a escala mundial. Al fin y al cabo, mis semejantes —de la misma especie y de otras afines— se encuentran en todos los mares y en todas las costas. Sé cómo habría que aconsejarte. Privados de derechos como estáis los hombres del Báltico, mis buenos consejos os serán necesarios. Tú, un artista que en su desamparo sabe trazar signos, que busca la forma permanente y significativa, sabrás anteponer a la ventaja pasajera del botín mi promesa intemporal. Y en lo que se refiere a mi credibilidad, sea este lema, hijo mío, mi primera lección para ti: “Un hombre no tiene más que una palabra”».
Es verdad. Me dejé embaucar por él. Me tocó las fibras sensibles. Me daba categoría. Superarme a mí mismo. Tomar conciencia. Empecé a sentirme importante. Sin embargo —¡créeme, Ilsebill!—, todavía me quedaban dudas. Quise poner a prueba a aquel rodaballo que tantas palabras pronunciaba bajo palabra. Apenas lo hube echado al agua poco profunda, lo llamé otra vez: «¡Rodaballo! ¡Vuelve! Tengo que preguntarte una cosa».
Y, en el sitio mismo en que lo había dejado, saltó desde el Báltico a las abiertas palmas de mis manos: «¿Qué pasa, hijo? Siempre a tus órdenes. También, por cierto, con tormenta o marejada».
«Pero», le dije al rodaballo, «¿y si no lo pasamos mal bajo la tutela de nuestra Aya? ¿Y si no echamos en falta nada porque las cosas nos van bien? ¡De verdad! Porque lo cierto es que tenemos cuanto necesitamos. No nos privamos de nada. Sólo rara vez, cuando nos andamos con tiquismiquis, nos quitan el pecho. Tres veces al día nos amamantan. Hasta los viejos carracos tienen segura su leche. Siempre ha sido así. Incluso en el paleolítico. En cualquier caso, desde el fin de la última glaciación. El pecho nos sienta bien. Estamos contentos, satisfechos, seguros. Siempre calentitos. Nunca tenemos que decidir en favor o en contra. Vivimos sin responsabilidades, como nos da la gana. Claro que, a veces, nos entra la inquietud. Cuando queremos saber de dónde viene el río. O si detrás del río, donde sale el sol, está pasando algo. También me gustaría saber si se puede contar más de lo que nos dejan. Y también está la cuestión del sentido de las cosas. Quiero decir, saber si lo que hacemos, que es siempre lo mismo, podría ser, además de lo que es, algo distinto. Aya dice: sólo hay lo que hay. En cuanto empezamos a rebullir y a sentir dudas, nos da el pecho. Eso ayuda a calmar…, bueno, las inquietudes y las preguntas. Tú en cambio, rodaballo, me pones nervioso. Hablas de una forma tan ambigua. ¿Qué es eso de la información? Dime entonces: ¿de dónde viene el río? ¿Hay algún sitio en que se puedan meter más de tres nasas una dentro de otra? Y lo que existe, ¿tiene algún otro sentido? Por ejemplo el fuego. Sólo sabemos que Aya nos trajo, inmediatamente después de la última glaciación, tres brasas del cielo. Dice que el fuego es bueno para cocer carne, pescado, raíces y setas, y también para acuclillarse a su alrededor charlando, por el calorcito. Y yo te pregunto, rodaballo: ¿qué más puede hacer el fuego?».
Entonces el rodaballo me respondió. Me habló de hordas de las dos orillas del río, que también tenían su Aya, aunque se hiciera llamar Eua o Eya. Me habló de otros ríos y del mar, que era mucho mayor. Como un periódico flotante me dio noticias, me informó de chismes heroicos y mitológicos. Comentó citas de Zeus, comentadas por un dios llamado Poseidón. Glosó divinidades femeninas: una se llamaba Hera. Sin embargo, no me enteré de mucho, aunque él me informaba de un modo técnico y objetivo. Así me habló por primera vez del metal, que podía fundirse en las piedras con ayuda del fuego y, vertiéndolo en moldes de arena, ser enfriado y endurecido de nuevo. «¡Date cuenta, hijo mío! Con metal se pueden forjar hachas y puntas de lanza.»
Después de haber anunciado con su boca torcida «el fin de la edad del hacha de mano neolítica», me describió el camino de unas colinas próximas del interior, más tarde llamadas las lomas bálticas, en donde, aunque poco abundantes, podían encontrarse rocas metalíferas. Y tres días más tarde, cuando, como habíamos convenido, lo llamé de nuevo —«¡Rodaballete, asoma el morrete!»— me trajo, probablemente de Suecia, una muestra de mineral: escondida en su bolsa branquial superior.
«¡Ánimo!», dijo el rodaballo. «Fundid eso y más, y no sólo habréis conseguido el cobre sino que, por añadidura, habréis dado al fuego otro sentido, un sentido progresista, terminante, determinante, un sentido viril. El fuego no es sólo calor y cocina casera. En el fuego se agitan las visiones. El fuego purifica. Del fuego salta la chispa. El fuego es idea y futuro. A orillas de otros ríos, el futuro ha comenzado ya. Los hombres lo dominan resueltos, sin consultar con sus Ayas o Eyas. Sólo vosotros os dejáis todavía dar el pecho y arrullar. Niños de teta hasta la senectud. Tenéis que apoderaros prometeicamente del fuego. ¡No seas sólo pescador, hijo mío! ¡Sé un forjador!»
(Ay, Ilsebill, si el metal se hubiera quedado en las montañas.) Con el pretexto de la caza —hasta alanceamos una jabalina— buscamos en las colinas luego llamadas montes Zigankos la confirmación del regalo del rodaballo, de su muestra de mineral. Pronto tuvimos un hacha de cobre, unas cuantas hojas y algunas puntas de lanza de metal, que mostramos con ostentación. Las mujeres se estremecieron con risitas nerviosas cuando tocaron el nuevo material. Me empezaron a encargar adornos. Entonces intervino Aya.
Llena de ira, amenazó enseguida con denegarnos el pecho. Los Edeks tuvimos que sufrir penosos interrogatorios. ¿De dónde venían aquellos conocimientos repentinos? Normalmente no se nos ocurría nada útil. Los servicios que había que reclamar del fuego los decidía sólo ella, la Superaya. Nada había que objetar al valor en uso de los objetos de metal —entre ellos, el primer cuchillo de cocina, forjado por mí—, pero aquella independencia súbita iba demasiado lejos.
Todas las sospechas recayeron sobre mí, porque los otros Edeks, en sus confesiones, me acusaron. Yo inventé una coincidencia tras otra, pero no traicioné al rodaballo. En castigo, todas las mujeres me negaron pecho y calor de hogar durante un duro invierno. Se proscribió terminantemente el metal. Prohibido utilizar el fuego para fines extraños. El hacha de cobre, las hojas y las puntas de lanza fueron arrojadas al Raduna después de una danza circular y apisonante en torno a los tres pechos de Aya, que yo había dibujado en la arena y decorado con conchas: en medio de gritos de abjuración. (Créeme, Ilsebill, no fue fácil volver a utilizar las hachas de piedra.)
Sin embargo, cuando, desesperado, llamé al rodaballo en el mar, su voz dominó el estruendo del oleaje tempestuoso y revuelto: «No es para tanto. ¿No te has dado cuenta, hijo mío, de que vuestra tiránica Aya que condena todo metal, ese prototipo tripectoral de una feminidad sin historia, vuestra gran vulva omnívora, la santa madre primitiva…, de que vuestra Aya ha escondido entre sus huesos de anta culinarios el cuchillo de cobre que tú, para darle una alegría, forjaste, endureciste y afilaste? En secreto lo utiliza. Lo mismo que tú, a pesar de la prohibición, dibujas secretamente mi imagen en la arena. ¡Una furcia redomada es tu Aya tutelar! Tenéis que cortaros el cordón umbilical. Y precisamente con el cuchillo de cocina. ¡Mátala, hijo. Mátala!».
(No, Ilsebill, no utilicé la violencia. No fui yo quien luego golpeó. Siempre, hasta hoy, he creído en el más Ayá.)
Ella detuvo el tiempo. Era, para nosotros, el único concepto. Inventaba incansablemente nuevos pretextos rituales para reafirmar lo existente en procesiones solemnes, y sus dimensiones carnales determinaban la forma de nuestra religión neolítica. Porque, además de a Aya, sólo ofrecíamos sacrificios al Lobo del Cielo, al que una mujer de nuestra horda primitiva —la Aya primitiva— robó tres brasas ardientes. De ella procedía todo, no sólo la nasa y el anzuelo.
Ya fuera para apartarnos a los Edeks de nuevos abusos del fuego, o bien para perfeccionar su cocina casera: Aya, en el ámbito de nuestra horda, convirtió en oficio la cocción de la arcilla y el barro. Empezó cubriendo de una espesa capa de barro aves zancudas con sus plumas y también erizos con su capa de espinas, y enterrándolos, así cubiertos, en brasas y cenizas calientes. Quizá las envolturas rotas, en las que quedaron aprisionados plumaje y púas, se concibieran luego como posibles cacharros. En cualquier caso, Aya me enseñó a amasar el barro y la arcilla y a formar, con guijarros de morrena, un espacio de cocción que acumulaba el calor y quedaba libre de brasas, y en el que, además de cacharros y cuencos, adquirió dureza cerámica mi pequeña artesanía primitiva; así surgieron esos ídolos de tres pechos que hoy son piezas de museo.
Cuando se lo conté al rodaballo, debió de darse cuenta del placer con que yo reproducía en barro la carne de Aya, sus rollitos y sus hoyuelos. Su pregunta fue: «¿Cuántos hoyuelos tiene?».
Así me enseñó a contar. No días, semanas, meses, ni brecas, becadas, antas o renos: conté los hoyuelos de Aya hasta el ciento once. Hice un ídolo de arcilla de tres pechos con ciento once hoyuelos que le gustó mucho a nuestra Aya, la cual aprendió también a contar hasta ciento once, sobre todo porque las demás mujeres —el contarlos se convirtió en pasatiempo de la horda— tenían todas muchos menos de cien. La mayoría de los hoyuelos los tenía Aya (como tú, Ilsebill) en el acolchado invernal de sus nalgas: treinta y tres.
El rodaballo exultaba: «Espléndido, hijo. Aunque de momento no hayamos podido introducir más que —ya era hora— la edad del cobre, como preparación de la edad del bronce, ha sonado la hora del álgebra. En adelante se contará. Y quien cuenta pronto hará cuentas. Y quien hace cuentas calcula. Como en el imperio minoico, en donde, recientemente, se hace la cuenta de la compra en tablillas de arcilla. Vosotros, los hombres, aprended en secreto el arte de calcular, a fin de que no sean las mujeres las que os ajusten un día las cuentas. Pronto sabréis medir el tiempo y fijar las fechas. Pronto cambiaréis cosas contadas por cosas que contéis. Si no os pagan mañana os pagarán pasado mañana, y desembolsaréis y reembolsaréis de la misma forma. Al principio con conchas, pero luego vendrá, a pesar de Aya aunque quizá mucho después de Aya, la moneda de metal. Aquí tienes una. Plata ática, todavía en circulación. Encontré esa moneda en un barco que se hundió frente a las costas de Creta en un maremoto. Pero ¿qué te cuento de Creta y de barcos de vela? ¿Qué sabes tú del rey Minos? Burros: os colgáis de la teta como alelados y dejáis que vuestra Aya, con sus ciento once hoyuelos, os tome por tontos».
Debe de haber sido siglos después de mis primeras hazañas de cálculo cuando el rodaballo me regaló la moneda. Tampoco estoy seguro de si era un dracma. Probablemente alguna moneda votiva del Asia Menor, sin ningún valor de intercambio. Se podría fechar unos mil años antes de la era cristiana. Sin embargo, qué importaba un milenio más o menos para nuestro desarrollo mínimo en los pantanos de la desembocadura del Vístula. En cualquier caso, en algún momento el rodaballo me trajo en su bolsa branquial una moneda metálica, lo mismo que más tarde y que antes me trajo objetos artísticos minoicos, arcaicos, áticos y egipcios: gemas, sellos, figurillas y adornos de filigrana.
Naturalmente, como yo era imbécil, le regalé a Aya el dracma griego. Aunque le gustó también aquella plata agradable al tacto, no quiso saber nada más de juegos numéricos, valores de compra ni medios de pago. Declaró que ciento once era el número más alto, el número absoluto, el valor final Aya. Se podía contar y comprobar en ella. Mientras no se pudiera palpar en alguna de las mujeres de la horda más de ciento once hoyuelos, la cifra seguiría siendo ciento once. Todo cálculo que pasase de ahí era antinatural y, por consiguiente, contrario al sentido común. Castigaría toda especulación. Había que combatir el irracionalismo en sus comienzos. Luego me ordenó que, antes de la llegada del invierno, colocase ciento once cráneos de anta sobre ciento once postes en un círculo de ciento once pasos, señalando de ese modo el nuevo lugar de sacrificios.
Reconocerás, Ilsebill, que tanta tutela paleomaterna aunque me mantuviera abrigado e inocente, se convirtió poco a poco en coacción. Porque las cosas quedaron así. Durante un sinnúmero de siglos sólo pudimos contar hasta ciento once. Es verdad que, en algún momento del último milenio antes de la Encarnación del Señor, comenzó el comercio del ámbar con los fenicios, que llegaron con sus barcos de vela como si el rodaballo los hubiera guiado hasta nuestras remotas costas, pero a aquellos caballeros les dábamos trozos del tamaño del puño y sólo con dificultad aprendimos el arte del regateo. Nos timaban siempre.
El rodaballo refunfuñó cuando lo saqué del mar. Me hizo la cuenta de nuestras pérdidas: «¡Seguís siendo unos mentecatos neolíticos! ¿Es que os van a tomar siempre el pelo? Con vuestro ámbar podríais adquirir pertrechos de bronce completos para ciento once hordas tan grandes y tan huérfanas de padre como la vuestra. Y por si fuera poco, joyas de plata y tejidos de púrpura para las mujeres. Aunque no sepáis acuñar moneda, tenéis que meteros en la cabeza que vuestro ámbar vale tanto como el oro en Sidón y Tiro. Me estáis hartando. Nunca seréis hombres de veras. ¡Maricas!».
Lo mismo que en el cuento del pescador y su mujer Ilsebill se habla siempre, sin más detalles del rodaballo —«Díxole el rodaballo… Llegóse el rodaballo nadando y díxole…»—, así hablo yo también del rodaballo, como si sólo existiera el omnisciente, el que, siempre que yo tempotransitaba, me aconsejó, instruyó y adoctrinó, me educó en la virilidad y me aleccionó categóricamente sobre cómo mantener a las mujeres dóciles en la tibieza del lecho y enseñarles a practicar, con ánimo apacible, una tranquila resignación. Sin embargo, existen la platija, el rombo, la pelaya y el gallo. El mío era y es el llamado rodaballo, que se parece a la platija, pero tiene la piel accidentada por osificaciones como guijarros.
El rodaballo se extiende por todo el Mediterráneo, por el mar del Norte hasta la costa noruega y por el Báltico, mi mar Báltico. Como en todos los peces planos, el eje de sus ojos está inclinado en relación con la boca torcida, lo que le da un aspecto sabihondo y, al mismo tiempo, maligno o, mejor dicho, atravesado: bizquea desconsideradamente. (Al parecer, el dios ático Poseidón lo empleó en su lucha contra Hera, la Atenea pelásgica, y otras defensoras del matriarcado: en calidad de agitador.)
Su familia —todos los pleuronéctidos— tiene muy buen sabor. La Aya neolítica cocía lentamente a sus congéneres en hojas húmedas. Hacia finales de la edad del bronce, Vigga lo frotaba por ambos lados con ceniza blanca y, por su lado ciego, lo acostaba sobre ceniza bajo la que se consumía la brasa. Después de darle la vuelta lo lacteaba según la receta neolítica, con un chorro de su pecho siempre rebosante, o bien, según la nueva moda, con leche de yegua fermentada. Mestuina, que cocinaba ya sobre una parrilla de hierro en cacharros refractarios, cocía el rodaballo a fuego lento con acederas o hidromiel. Antes de servirlo, espolvoreaba eneldo silvestre sobre el pez de ojos blancos.
Él, el auténtico rodaballo parlante que me soliviantaba desde hacía siglos, conocía todas las recetas utilizadas para preparar paganamente a sus iguales y con las que más tarde, durante la cuaresma cristiana (no sólo los viernes), se servían a la mesa. Con cierto despego hacia sí mismo, de una forma torcidamente irónica, era capaz de elogiar su propio sabor: «La realidad, hijo, es que el rodaballo es uno de los peces nobles. Más adelante, cuando vosotros, hombres menores de edad y seniles desde la infancia, os liberéis por fin del pecho materno, acuñando monedas, fechando la Historia e imponiendo el patriarcado, cuando —¡por fin!— os hayáis emancipado de una tutela femenina de seis mil años, estofaréis en vino blanco a mis semejantes, rodaballos y también platijas, les añadiréis alcaparras, los rodearéis de gelatina, los disfrazaréis sabrosamente con salsas y los serviréis en porcelana de Sajonia. Brasearéis, glasearéis, escalfaréis, rebozaréis y filetearéis a mis iguales, los ennobleceréis con trufas, los espiritualizaréis con coñac y los bautizaréis con nombres de mariscales, duques, el Príncipe de Gales o el Hotel Bristol. ¡Campañas militares, conquistas, invasiones! Oriente negociará con Occidente. El Sur enriquecerá al Norte. ¡Os anuncio y me anuncio las aceitunas, el refinamiento, el buen paladar, el limón!».
Sin embargo, eso había de tardar. (Tú sabes lo difícil que os resulta a vosotras desacostumbrar a los hombres de su padreterna tutela.) Mucho tiempo después de Aya y sus ciento once hoyuelos y tres pechos seguían dominando todavía las mujeres, aunque con mayor dificultad. Los hombres habíamos probado el gusto del metal. Y el rodaballo nos tenía al día. Sólo con llamar llegaba mi periódico flotante. Supe de avanzadas culturas lejanas, de los sumerios y de la doble hacha minoica, de Micenas y la invención de la espada, de guerras en que luchaban hombres contra hombres porque por todas partes había quebrado el dominio de las mujeres, poco dadas a la Historia, y por fin podían señalarse fechas.
El rodaballo me daba pesadas conferencias: sobre la arquitectura de los templos de Mesopotamia y el primer palacio de Cnosos. Sobre el cultivo de los cereales —escanda almidonera-cebada-escanda común-mijo— en la región del Danubio. Sobre la cría de rebaños de animales domésticos en el Asia Menor y la posible cría de rebaños de renos en la región del Báltico. Sobre la covadera y la azada, sobre el revolucionario arado.
Todas sus conferencias las terminaba con palabras de exhortación: «¡Ha llegado la hora, hijo mío! El neolítico, como llamamos a la edad de piedra más reciente, ha entrado en su fase final. Desde Mesopotamia, por el delta del Nilo y hasta la isla de Creta, fomentada por la energía masculina, se extiende una alta cultura. Allí se ve a las mujeres cultivar los campos y moler en morteros de piedra el grano recogido. Allí no son irremediables las hambres. No, cerdos y vacas se multiplican en rebaños. Siempre hay reservas. Se construyen viviendas duraderas. De las hordas y los clanes surgen las tribus. Reinan los reyes Horus. Los imperios limitan con imperios. Y los hombres se alzan en armas. Saben por qué luchan: por la heredad heredada. Sin embargo, vosotros seguís cenagados en la lujuria y no sabéis lo que quiere decir procrear. La madre fornica con el hijo. La hermana no sabe que es su hermano quien la contenta. Sin sospechar cubre el padre a la hija. ¡Todo inocentemente! ¡Lo sé! Síseñor, dependéis de esas tetas. Nunca tenéis bastante. Eternamente mamones. Pero, ahí fuera, el futuro ha plantado ya sus banderolas. La Naturaleza no quiere ser mujerilmente padecida, sino virilmente doblegada. Abrid canales. Desecad marismas. Repartid, labrad y poseed la tierra. Engendrad el hijo. Dejad una herencia. Habéis mamado dos mil años de más, pero los mamados habéis sido vosotros. Os lo aconsejo: quitáos del pecho. Tenéis que destetaros. Hijo mío, ¡deja de mamarla de una vez!».
Al rodaballo le era fácil decirlo, muy fácil. Nosotros, de todos modos, necesitamos aún un milenio cumplido para virilizarnos en el sentido rodaballesco. Sin embargo, entonces nos hicimos hombres, como puede comprobarse en los libros: hombres de mirada penetrante bajo capuces de cuero y cascos. Hombres de ojos que escrutaban y recorrían horizontes. Hombres furiosos por engendrar, que sublimaron sus falos hediondos en torres nobiliarias, torpedos y cohetes espaciales. Hombres sistemáticos, agrupados en órdenes viriles. Hombres de palabra formidable capaces de cortar palabras en cuatro. Descubridores que no se conocían a sí mismos. Héroes que no querían, nunca y por ningún concepto, morir en la cama. Hombres que con boca dura decretaban la libertad. Hombres con objetivos finales, tenaces, que sabían vencerse a sí mismos, resueltos, indómitos, crecidos siempre ante la adversidad, inventores de sus propios enemigos, grandiosamente pretenciosos, defensores del honor por el honor, hombres de principios, que iban al grano, irónicamente autocontemplativos, trágicos, destrozados, capaces de ver más allá.
Hasta el rodaballo, que nos había aconsejado esa evolución, se asustó cada vez más y finalmente se refugió —en la época de Napoleón— en cuentos de hadas planamente contados en bajo alemán. Sólo seguía asesorándonos en cosas pequeñas. Luego calló durante mucho tiempo. Desde hace poco se le puede hablar otra vez y ahora me aconseja que ayude a Ilsebill a lavar los platos y que —como está embarazada— haga un curso de puericultura. «Muchas mujeres», dice, «valen tanto como cualquier hombre. Como, por ejemplo, tu eficiente Ilsebill. Hay que reconocerlo, hijo, como siempre fue nuestra benovolente intención desde que, por mi propia voluntad, me metí en tu nasa de anguilas».
Y figúrate, Ilsebill, el otro día me dijo el rodaballo que en breve responderá a las mujeres y a sus acusaciones. Maldiciendo la falsificación de su leyenda por los hermanos Grimm, exclamó: «¡Hay que acabar de una vez con ese cuento!».