Vasco retorna

¿Quién más, rodaballo? ¿Quién más? El herrero Rusch, el monje franciscano Estanislao, el predicador Hegge, el rico Ferber y el abad Jeschke: sí, en tiempos de la abadesa Margareta, fui uno y otro, y sucesivamente éste y aquél —su padre, su pinche, su adversario y su víctima—, ¿por qué no imaginar que, desde lejos, en provecho suyo, para que la pimienta le resultase más barata, yo abriera la ruta marítima de la India a las carabelas portuguesas? Y fue la Sao Raphael la que, el 28 de marzo de 1498, fondeó ante Calicut: en aquella época, Cristina Rusch, de la Empalizada, estaba ya embarazada de Greta la Gorda.

Junto a mis preocupaciones habituales (Ilsebill), esta cuestión me interesó al principio sólo como un juego, pero se convirtió en obsesión cuando inicié mi viaje. Quizá fue el miedo a una realidad extraña el que me hizo buscar un papel. (¿Cómo afrontar Calcuta si no?) O bien un hinduismo superficialmente leído me llevó a extender mis reencarnaciones de la Europa oriental al subcontinente indio: sin embargo, no quise haber sido Lord Curzon ni Kipling. Finalmente me dije: la abadesa Margareta Rusch no habría casado sin razón a Hedviga, su hija mayor, con un comerciante portugués, cuya intención de abrir una factoría comercial en la costa de Malabar, en el sur de la India, se mencionaba expresamente en las capitulaciones matrimoniales. Con permiso del Virrey —así decían—, vivirían en Cochin y desde allí, como garantizaba el contrato matrimonial, enviarían anualmente, por San Martín y San Juan, la cantidad de pimienta convenida. Las prohibiciones de inmigración, todavía vigentes en la época de Vasco y de Alfonso de Albuquerque, se habían suavizado. Se había logrado afianzar los pies.

El matrimonio se estableció en Cochin, donde el comerciante Rodrigues d’Evora y su mujer Hedviga hicieron pronto fortuna en el comercio de las especias —pimienta, clavo, jengibre, cardamomo—, pero no pudieron soportar el clima: con cuatro de sus cinco hijos, murieron antes que la monja Margret que, gracias a sus remesas de especias, había popularizado en Danzig y su comarca los platos especiados: callos con jengibre, mijo picante al curry, liebre a la pimienta, pan de especias. Pimienta con todo. Y como en el programa de mi viaje figuraba la visita del puerto de Cochin, en el Estado indio de Kerala, decidí viajar también de incógnito como Vasco de Gama. Todavía en el aeropuerto de Rin-Maguncia, aunque con el cinturón de seguridad ya puesto, escribí en mi cuaderno de notas: Vasco retorna.


Llega en un Jumbo. En realidad, sólo quiere visitar a la negra Kali y ver cómo saca, roja, la lengua.

Vasco se ha leído todas las estadísticas. Vasco sabe lo que piensa de Calcuta el presidente del Banco Mundial. Vasco tiene que pronunciar una conferencia: previsoramente la ha escrito ya, en frases largas y cortas. «Según estimaciones aproximadas», se llama su discurso. Bien alimentado, Vasco sufre por el problema del hambre mundial. Reencarnado una y otra vez, Vasco es ahora escritor. Escribe un libro en el que ha existido en todas las épocas: neolítica, paleocristiana, goticoflamígera, reformada, barroca, ilustrada, etcétera.

Inmediatamente después del despegue se cita a sí mismo: habría que escribir un informe sobre el hambre. Habría que relacionar el hambre histórica, presente y futura. El hambre de 1317, cuando sólo se podía recurrir a la sémola de esteba. La carencia de carne alrededor de 1520, cuando se inventaron las croquetas, masas, masitas y masones. El hambre en Prusia antes de la introducción de la patata y el hambre crónica en Bangladesh. Habría que describir los gestos, el lenguaje del hambre. El comportamiento ante la expectativa del hambre. Evocar las épocas de hambre pasadas: el invierno del colinabo del 17. El correoso pan de maíz del 45. ¿Qué significa la expresión «morderse los puños de hambre»? Necesitamos un catálogo de citas del hambre, se dice Vasco mientras revuelve sin apetito el pastelillo de carne, insípido por congelado, de la Air India.

La diosa Kali pasa por ser el aspecto femenino del dios Siva. Su poder destruye. Siguiendo su capricho, destroza lo que apenas se sostiene. Vivimos en su era. (Vasco piensa de pasada en su mujer Ilsebill, a la que le gusta pulverizar vasos y que es alguien en cuestión de caprichos.)

Ya antes de la escala en Kuwait se le rompen las gafas. Las demás precauciones sobran: Vasco se ha comprado en Hamburgo, en una tienda de atuendos tropicales, pantalones, camisas y calcetines de algodón, para combatir la humedad de Calcuta. Vasco lleva Mexaformo extrafuerte. Vasco se ha vacunado contra el cólera y la viruela. Vasco ha tragado en ayunas, tres veces, unas cápsulas antitíficas de colores. Vasco lleva consigo dos kilos de estadísticas. Vasco es huésped del Gobierno de la India. En el Jumbo lo saben. Vasco se llama de otra forma y lo conocen por otro nombre.


En Delhi, ante un público embelesado, hubiera debido hablar de la negra Kali y de cómo saca roja la lengua, y no citar estimaciones aproximadas que, con sus muchos ceros, corresponden a falta de proteínas, exceso de población y cuadros de mortalidad: magnitudes abstractas que sólo son adoradas en notas de pie de página; en cambio la intangible Kali se comprende en todas partes de una forma muy práctica, sobre todo en Calcuta, en el río Hooghly. Ella, adornada con collares de cabezas y de manos cortadas. Ella, la juguetona, dominante, terrible, dravídica Kali. (También puede llamarse Durga, Pravati, Uma, Sati o Tadma.)

Todavía en el Jumbo (sin dormir), Vasco intenta emparentar a la curiosa diosa neolítica Aya, con sus tres pechos, y a la estranguladora Kali de cuatro brazos. Imagina una insurrección: los hombres de la desembocadura del Vístula, oprimidos por la ginecocracia, se solidarizan. Rabiosos por engendrar, quieren (aconsejados por un rodaballo) implantar el patriarcado. Sin embargo, Aya los vence y hace castrar a ciento once hombres con hachas de piedra. En adelante, lleva los secos penes ensartados en una cadena, alrededor de sus poderosas caderas: lo mismo que la india Kali se adorna con manos y cabezas cortadas.

Apenas llegado, Vasco escribe postales: «Querida Ilsebill: todo es aquí muy distinto…». Luego, para poder distinguir lo distinto, hace que le sanen sus gafas.

1498: Vasco sabe que entonces se mintió a sí mismo, lo mismo que se engaña hoy. Siempre se abrillantan los objetivos: para mayor gloria de Dios… Para salvar a la Humanidad amenazada… Sin embargo, fue su orgullo de navegante el que le empujó a llegar por mar a la India, la tierra de las especias. Los buenos negocios los hicieron otros: ¡los gordos especieros!

Por la noche, en una recepción (para mayor gloria suya), unas damas que han estudiado en Inglaterra le hacen preguntas sobre los objetivos y motivaciones del movimiento europeo del Women’s Liberation. Vasco les habla de un tribunal feminista que se reúne en Berlín, pero ocupa los titulares de los periódicos más allá del ámbito regional. Ante ese tribunal, de forma simbólica, se está juzgando a un rodaballo capturado. El rodaballo encarna el principio de la dominación masculina. El acusado está en una cubeta a prueba de bala. Luego, Vasco propone a aquellas señoras que pongan la emancipación de la mujer india bajo el patrocinio de la diosa Kali. (¿No podría Indira, la hija de Nehru, encarnar a Kali terriblemente?) Mientras mordisquean piñones, su propuesta suscita interés, aunque las señoras, pertenecientes a familias brahmánicas acomodadas, prefieren el aspecto benevolente de Durga: Kali es más popular entre las castas inferiores.

Al día siguiente, Vasco no quiere visitar el museo, sino un barrio miserable. Allí causa sensación. La alegría de los desposeídos y su gracia invulnerable lo intimidan. Esas risas de muchachas andrajosas que, como tienen caderas, muestran las caderas. Es verdad: sus manos y sus ojos piden limosna, pero no hay reproches. (No se mueren de hambre, sólo están regularmente subalimentadas.) Todo parece natural. Como si debiera ser así: siempre. Como si la proliferación de barrios miserables cada vez mayores fuera un proceso orgánico que no debiera estorbarse; todo lo más sanearse un poco.

Vasco (el descubridor) formula preguntas sobre el trabajo, el salario, el número de hijos, la escolaridad, la planificación familiar, la flora intestinal, las letrinas. Las respuestas corroboran las estadísticas, pero nada más. Luego tiene que visitar una fortaleza (del tiempo de sus mogoles), en cuyas amplias instalaciones están acuarteladas unidades del ejército indio. Desde las almenas, Vasco intenta retener una imagen: sobre la explanada que se extiende ante la fortaleza, cuya hierba han aniquilado las vacas, al mediodía, bajo el sol de invierno, quinientos cuerpos andrajosos parecen fulminados, como si los hubieran segado desde las aspilleras de la fortaleza las ametralladoras inglesas. Cada montón de ropas aislado. Unidades polvorientas. Cadáveres que quieren pudrirse. El sol debe de calentar su sueño de muerte: extras de una película colonialista, que se mantienen inmóviles para el plano siguiente. Lástima que Vasco se haya dejado su cámara de pequeño formato. Toma nota de la expresión «durmientes de la muerte». Se dice: ¿me la he inventado yo? Vasco se prohíbe a sí mismo, inútilmente, encontrar hermosos los cadáveres durmientes alineados por casualidad o por otras leyes. Si, cansado, quisiera echarse entre ellos, parecería extrañamente fuera de lugar.


El presidente de la Comisión de Planificación rellena un traje tipo Nehru y habla, mientras habla por encima de Vasco, a lo lejos y en profundidad: tenemos detrás, como quizá usted sabe, tres mil años de Historia. No existimos sólo desde que aquel portugués nos descubrió en su ruta.

Vasco parece escuchar con atención, mientras intenta en vano recordar una vez más la maniobra de atraque en Calicut en el 1498. (Para ver qué pasaba, enviamos un galeote a tierra.) El presidente de la Comisión de Planificación explica que la India es inconcebiblemente multiforme y, sin embargo, una unidad. Es imposible conocernos. Calcuta, dice, es indudablemente un problema, pero también viven muchos artistas en esa fascinante ciudad. Y la lírica bengalí…

El próximo barrio miserable crece (orgánicamente) junto a la central eléctrica de Delhi que, incesantemente, vomita masas de humo. Frente a ese barrio se alza el moderno edificio de la Organización Mundial de la Salud, Oficina del Asia Meridional. En las ventanas de los muchos pisos de la Organización Mundial de la Salud se reflejan las masas de humo, pero no el barrio miserable. Al lado, para que no falte nada, el pabellón del Indian Council for Cultural Relations, que ha invitado a Vasco a ver y comprender: somos una democracia moderna.

En el barrio, Vasco habla con mujeres de Uttar Pradesh, que tienen seis u ocho hijos, pero no saben cuántas rupias al mes ganan sus maridos que trabajan en la central de al lado, con escobas de paja, como barrenderos. Ese barrio pasa por limpio. Vasco encuentra a un médico que, sin embargo, nunca ha visitado la Organización Mundial de la Salud que está enfrente, lo mismo que la Organización Mundial de la Salud nunca ha visitado a ese médico. Naturalmente que hay casos de viruela, dice el médico. Los notifico. Pero las vacunaciones se hacen siempre demasiado tarde. Yo trabajo por mi cuenta. En otros barrios miserables no hay médicos como yo. La gente me considera tonto porque lo hago. El médico no habla inglés. Traducido, todo parece plausible. Quizá sea sólo enfermero. Vasco deposita sobre la mesa de la cabaña-consultorio un billete en rupias para medicinas. Al salir, los hijos de Vasco le dijeron: no nos traigas nada. Nada de cosas raras de ésas. Dale el dinero allí a alguien. Y tampoco Ilsebill ha tenido esta vez deseos especiales.


Para visitar monumentos de su época de los mogoles, Vasco se traslada a Fatehpur-Sikri. Hoy sonríe al recordar su intento de entonces de ser tolerante en una espaciosa vivienda y fortaleza, incluyendo en su concepción del matrimonio, además de a una mahometana, a una hindú y a una dama cristiana de la Goa portuguesa. Sólo la mujer hindú le dio un hijo (contrahecho). Perduran las tallas en la roja arenisca. Cada columna fue trabajada de forma distinta. Sin embargo, el desierto no lo permitió. Cuando se acabó el agua, hubo que abandonar la ciudad. Tanta tolerancia para nada. (Cuando Vasco, en 1524, murió en Cochin, la monja cocinera Margareta Rusch se convirtió en abadesa de las monjas de Santa Brígida, después de lo cual se procuró a capricho hombres protestantes, católicos y navegantes, y también monjes exclaustrados: así era ella de tolerante, de espaciosa.)

En un pueblo, todavía en el Estado de Uttar Pradesh, Vasco visita la escuela, una cabaña de adobe como las otras chozas y construcciones. Todo es de color de adobe: las calles de la aldea de tierra apisonada, las vacas, las bicicletas, los niños, el cielo. Sólo los saris de las mujeres son de colores desteñidos. Una vez más, la pobreza se permite el lujo de ser bella. El maestro tiene ojos de color castaño claro. Le enseña a Vasco libros de texto. En un librito, que cuenta la historia de la India en hindú, Vasco se ve a sí mismo, dibujado con trazos simples: barbudo bajo su birrete de terciopelo. En algún repliegue de su existencia viajera se siente orgulloso o conmovido y, sin embargo, querría enojarse por haber hecho Historia en los libros de texto y haberse convertido en materia didáctica. (¿Qué saben ellos de mí? ¿De mis inquietudes? Siempre he buscado objetivos situados más allá del horizonte. Quise llegar a Dios por el camino de la náutica. Y mi miedo, durante toda mi vida, del veneno de los dominicos. Todo acabó. Sólo interiormente quedé rico en figuras…)

Como lo esperan de él, Vasco hace preguntas. El maestro se queja de los que llegan para enseñar la planificación familiar oficial con cuadros sin letreros, como si estuvieran destinados a imbéciles. Y, sin embargo, el 45 % de los niños acuden una temporada a la escuela. Para demostrarlo, los niños de la aldea leen en voz alta en el librito donde Vasco se ha convertido en material didáctico.

En el templo baila la diosa, esta vez en su amable aspecto de Durga, en el nicho de la izquierda. En el de la derecha, un dios-mono. Las cornejas ruidosas, las risas de los niños. Le traducen a Vasco las quejas de los campesinos por el precio del trigo, repentinamente duplicado. La mayoría lo ha vendido demasiado barato. Una tercera parte de los campesinos no tienen tierras. Muchos se marchan a la ciudad. Un campesino rico alquila su tractor. Por miedo a ser raptadas, como era habitual en la época de los mogoles, las mujeres se cubren el rostro cuando Vasco pasa. En medio del polvo, un viejo que masca betel le regala una zanahoria. Al día siguiente, Vasco tiene diarrea y ha de tomar Mexaformo extrafuerte: tres tabletas diarias. Eso ayuda más tarde. Pero todavía caga líquido y de color rubio mostaza. La sopa hace burbujas. Vasco busca lombrices y se siente decepcionado por no tener, como el poeta Opitz a quien arrebató la peste, cagaleras negras. Eso ocurrió cuando el mundo era un valle de lágrimas. La cocinera de Opitz se llamaba Agnes. En su libro, Vasco le atribuye sentimientos que ella servía al poeta como régimen. La peste, se decía, fue traída de la India por mar.

Cuando inspecciona en Sikri los restos de su época mogol y visita también su tumba, anuda como otros turistas (previo pago de una rupia), en la filigrana calada de la capilla funeraria, un cordoncito de algodón para pedir un deseo. Pero no sabe qué desear: ¡Dios santo! Esta loca alegría de vivir. Esta magnificencia magnífica. ¡Tu error de planificación, oh Dios! ¿Por qué me has guiado hasta aquí? (Fue un piloto árabe, que conocía la ruta y los monzones. Ahmed ibn Majid tenía la costumbre de cantar en verso sus propias proezas náuticas.)


En el aeropuerto, a Vasco le cuelgan del cuello una guirnalda de flores. Por todas partes banderas (no en su honor). En Calcuta se celebra el campeonato mundial de ping-pong, como acontecimiento político. La Federación Internacional de Tenis de Mesa ha excluido a Israel y a Sudáfrica y, en cambio, los palestinos han sido autorizados a venir a jugar al ping-pong. Sólo Holanda ha protestado. Como a los participantes brasileños les faltan algunas vacunas, se les ha sometido a cuarentena. El moderno estadio de tenis de mesa se ha construido en cuatro meses. El ayuntamiento de la ciudad de Calcuta, con sus tres mil barrios miserables, que aquí se llaman bustees, está orgulloso de su hazaña. A causa del campeonato mundial de tenis de mesa, todos los hoteles están llenos. Por eso a Vasco lo alojan en la suite para huéspedes del antiguo palacio del virrey, en el que, desde la independencia de la India, reside el gobernador del Gobierno central. En el dormitorio de Vasco, con un techo de siete metros de altura, la cama se encuentra en el centro, bajo un mosquitero. Dos ventiladores de tres palas dan aire. Sobre el escritorio, dos tinterillos del tiempo de la reina Victoria: Vasco toma notas sobre la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke. Su intercambio epistolar con el conde Rumford. Los dos querían, mediante cocinas gigantes, combatir el hambre en todo el mundo: ella, con su sopa de patata al estilo de la Prusia oriental; él, con la sopa de beneficencia de Rumford. Vasco escribe: pero los cachubos no querían acostumbrarse a la patata; lo mismo que a los bengalíes, comedores de arroz, la sémola de trigo, aunque se mueran de hambre, les resulta repugnante. Por eso, durante mucho tiempo, los cachubos siguieron comiendo un mijo demasiado escaso, hasta que finalmente se hincharon de patatas con piel.

El palacio del gobernador se llama Raj Bhavan. Por todas partes, discretos criados de túnicas rojas raídas, bajo blancos turbantes, que juntan las manos para saludar a Vasco. Los soldados de los corredores saludan militarmente. El cocinero lleva treinta y seis años en la casa. Cocinaba para los británicos y sus invitados. Durante la comida, cuatro criados se ocupan de Vasco. El viejo cocinero pone a la mesa lo que él llama cocina europea. Con el desayuno (ham and eggs), le traen a Vasco el periódico con los últimos resultados del tenis de mesa. Por medio de su ayudante, el gobernador solicita el honor de comer con Vasco. Vasco teme la comida con el gobernador. (¡No y mil veces no! ¿Qué diablos pinto yo aquí?) Quiere irse a casa con su Ilsebill.


Pero Calcuta, esa ciudad que se desmorona, costrosa, pululante, que se alimenta de su propia mierda, ha elegido la alegría. Quiere que su miseria —y por todas partes puede fotografiarse la miseria— sea aterradoramente hermosa: las ruinas cubiertas de anuncios, el pavimento agrietado, perlas de sudor que forman la cifra de nueve millones. De las estaciones de ferrocarril brotan hombres que, como Vasco todavía ayer, tienen diarrea a diario: larvas de camisa blanca en un montón de mierda salpicado de victorianismo, que continuamente inventa arabescos. Por todas partes, escupitajos de rojo jugo de betel.

Cruzar y recruzar a pie el puente sobre el Hooghly. A la izquierda venden cachivaches: zapatos viejos, fibra de coco, pizarras, camisas descoloridas, herramientas primitivas, cursilerías de Hong Kong, cursilerías locales. La acera de la derecha está ribeteada de campesinos de las aldeas que rodean Calcuta. Ofrecen en montoncitos: cebollas violetas, lentejas amarillas, grisáceas, color cinabrio, raíz de jengibre, caña de azúcar, melaza prensada en tortas, arroz con cáscara, grano bastamente triturado, tortas de pan. El puente, sin pilar central, vibra bajo los pies desnudos, camiones, rickshaws y carros de bueyes que pasan en ambos sentidos. De pronto, Vasco se siente acometido por un sentimiento de alegría en medio de la multitud. También él quiere mascar betel. Solo bajo las cabezas del puente, donde no hay más que miseria, se estremece al ver mujeres consumidas y ancianos de cabeza reducida a los que la muerte ha marcado ya.


En Calcuta no hay barrios miserables o bustees aislados. Toda la ciudad es un bustee y un barrio miserable. Ni la clase media ni la capa superior pueden sustraerse a ellos. Las calles muestran niñas bien con libros de texto, que, delante y detrás de montones de andrajos de su misma edad, se abren paso en la corriente de la calle, forman islas en el tráfico, son una unidad con el todo. Donde el tráfico deja espacios libres, el pavimento tiene también sus habitantes. Junto a los parques y entre casas señoriales podridas, se agrupan chozas parecidas a poblados, de lata y de cartón. El que fue arrastrado a la ciudad por la última hambre (hace escasamente un año), el que es expulsado por los bustees o no es acogido por ellos, ése se queda. Vienen de Bihar, son forasteros entre los bengalíes. Por la noche se acurrucan en torno a hogueras, delante de sus chabolas de cartón, y cocinan lo que han encontrado en la basura. Al final sólo queda el instinto gregario. Polvo de carbón mezclado con paja para formar bolitas o boñigas de vaca secas alimentan los fuegos. La edad de piedra tiene un porvenir. Ya empieza a apoderarse de la ciudad. Ya parecen los autobuses descubrimientos arqueológicos. Vasco huye al palacio del gobernador. La guardia del palacio lo conoce ya.


En el programa dice: té con un productor de cine que mañana vuela a Chicago para mostrar a los estudiantes americanos su película sobre Calcuta. Hablamos sonrientes: dos fríos productores. Vasco quiere saber si sería imaginable otra película, en la que Vasco de Gama, resucitado, viajase a la India de hoy, tuviese miedo de la diosa Kali, visitase Calcuta, padeciese diarrea y viviese en el palacio del gobernador. Luego habla de sus tempotransitorias cocineras: de la Aya neolítica, de la goticoflamígera Dorotea, de la revolucionaria Sophie y de la abadesa cocinera Margareta Rusch, para cuya cocina era importante la disminución del precio de la pimienta. Menciona al rodaballo y sus actividades desde el neolítico. Y el productor de cine asiente: en la India se conoce un pez semejante, en función análoga, desde la época dravídica: por principio lucha contra Kali, pero también inútilmente.

Luego el productor habla del próximo festival de cine y se refiere de pasada a los muertos de las calles de Calcuta, que se recogen hacia la madrugada. Siempre los ha habido. Ya en 1943, cuando él era niño, murieron de hambre dos millones de bengalíes, porque el ejército británico utilizó todas las reservas de arroz en la guerra contra los japoneses. ¿Que si hay una película sobre eso? No, por desgracia no. El hambre no puede filmarse.


Por todas partes en Calcuta, en casa del productor de cine, con las monjas de la madre Teresa o en la comida que el gobernador da en su honor, todos quieren saber de Vasco —como si eso afectase a la India— de qué trata su próximo libro.

Incluso durante la visita a un bustee el planificador del Ministerio de Planificación que lo acompaña le pregunta detalles literarios. Y Vasco se explica detalladamente. Se trata de la historia de la alimentación. Todo se desarrolla en la zona de la desembocadura del Vístula. Pero, en realidad, podría pasar también en la desembocadura del Ganges, por ejemplo aquí, en el río Hooghly. La diosa de su libro se llama Aya. Desgraciadamente, él sabe demasiado poco de la Kali dravídica.

Luego Vasco se refugia en preguntas estadísticas y recibe respuestas que podría leer en los documentos oficiales. En Calcuta hay tres mil bustees. Se evita llamarlos barrios miserables. En cada bustee viven entre quinientas y setenta y cinco mil personas. Eso hace tres millones de habitantes de bustees. Por término medio, en cada habitación viven de ocho a diez personas. De diez a doce chozas forman, en torno a un patio, un cuadrado abierto. Los excrementos y los desechos de cocina corren por canales descubiertos, en el centro de la calle principal. La escuela, para unos cuarenta y cinco niños, está atendida en este bustee por un asistente social: otra vez esa alegría, el orgullo de tener una escuela. Vasco trata de tomar nota del mal olor. Signos de miseria y la injusticia habitual. Hay que pagar alquileres usurarios a los propietarios de las chozas, que viven también en los bustees. Cada uno caga donde puede o lo dejan. Síseñor, sí, escribe Vasco: sin embargo, a diferencia de Fráncfort, aquí se vive. Más tarde quiere tachar esa frase.

Los habitantes de los bustees vienen del campo. Habría que sanear primero las aldeas, dice el planificador, para poder sanear Calcuta. Por eso Vasco va a las aldeas: chozas de barro bajo cocoteros. Ve los silos redondos, levantados sobre pilares contra las ratas, pero vacíos. Vasco es tratado como visitante. Una campesina sonriente, de la que cuelgan siete niños, hace subir a su hijo mayor a un cocotero. Vasco bebe leche de coco y se acuerda. El arroz nuevo de los campos no tiene suficiente agua. El canal de la calle se ha secado: hay que dragarlo, pero nadie sabe cuándo. Los campesinos están entrampados, en su mayoría por las bodas de sus hijas. En los préstamos pagan un cuarenta por ciento de interés. Los intocables no pueden ayudar en la cosecha. Las mujeres y los hombres se bañan en charcas distintas, en las que se ha acumulado y evaporado el agua de lluvia del último monzón. Todos se bañan vestidos. (Después del puritanismo musulmán vino el victoriano.) Todos los niños tienen lombrices. Vasco se confirma en su idea: una bonita aldea. Le gustan los cocoteros, plataneras, chozas de barro, niños con lombrices y mujeres sonrientes. Pero la aldea está enferma y en ruta ya hacia Calcuta.


En el campeonato mundial de tenis de mesa, China y Checoslovaquia se clasifican para las finales. Las entradas son demasiado caras hasta para la clase media. Por eso, el estadio de tenis de mesa recién construido está casi vacío.

Después de que sus cuatro servidores le han traído el periódico de la mañana y le han servido el desayuno (poached eggs), Vasco visita al ex primer ministro del Gobierno del Frente Popular de la Bengala occidental. Un anciano señor se sienta erguido ante él, vestido de algodón blanco que la corriente de aire agita. No, pertenece al partido comunista marxista y no a los seguidores de Moscú. Sin amargura habla de derrotas. Vasco se entera de cómo se escindieron los naxalitas, constituyéndose en movimiento revolucionario. Muchos muchachos inteligentes, dice el marxista con tristeza, y añade irónicamente: de buenas familias. Al no tener éxito —porque todas las noticias sobre «territorios liberados» eran propaganda china— los naxalitas comenzaron a liquidar a sus antiguos camaradas, unos cuatrocientos marxistas. No, dice, el maoísmo no puede trasplantarse a la India. En el fondo, el radicalismo naxalita fue sólo uno de esos gestos burgueses de impotencia.

Yo también sería aquí radical, se oye Vasco decir a sí mismo. Decide (interiormente rico en figuras) inventar en su libro una conversación en la que Lena Stubbe, cocinera de la cocina popular de Danzig-Ohra, discuta con el camarada Augusto Bebel, que se encuentra de paso (hacia 1895), sobre si las mujeres de los trabajadores deben dejarse guiar por la cocina burguesa o hace falta un libro de cocina proletaria.

El melancólico marxista (brahmán) se sienta en un cuarto desnudo, agitando las rodillas. De vez en cuando, conversaciones telefónicas breves. Junto a tres patos salvajes de madera que sirven de adorno mural, un pequeño retrato de Lenin. Sólo en la última semana se han producido dos atentados contra camaradas. Ante la casa, en torno al auto negro, están sus guardaespaldas.

Luego Vasco visita a unos poetas. Ellos se leen en inglés mutuamente poemas sobre flores, las nubes del monzón y el dios Ganesh, de cabeza de elefante. Una lady inglesa (en sari) musita impresiones de sus viajes por la India. Unas cuarenta personas, sumamente espirituales, se acuclillan envueltas en hermosas y amplias telas, sobre alfombras de esparto y bajo la hélice del ventilador: los bustees comienzan debajo mismo de las ventanas.

Vasco admira las cuidadas ediciones, la charla literaria de la fiesta, los carteles pop importados. Como todos, mordisquea piñones y no sabe a cuál de las poetisas le gustaría tirarse si tuviera oportunidad.


¿Por qué no un poema sobre el montón de mierda que Dios abandonó y llamó Calcuta? Sobre cómo hormiguea, apesta, vive y aumenta. Si Dios hubiera cagado un montón de cemento habría salido Fráncfort. El aeropuerto de Calcuta se llama Dum Dum. En él sigue funcionando la antigua fábrica de municiones británica. Hipócritas cristianos aseguraban que las balas dum-dum, con su entalladura en la punta, abrían agujeros tan grandes que evitaban los sufrimientos habituales, por ejemplo, en el caso de heridas en el vientre. En la prisión de Dum Dum se encuentran los naxalitas que quedan. En un poema sobre Calcuta no debería aparecer la esperanza. Escribir con pus. Rascar las costras…


Una monja de Wattenscheid, perteneciente a la orden de la madre Teresa, lleva a Vasco a un bustee de leprosos. Allí hay un niño moribundo. Con su mano blanca, la monja espanta las moscas del niño moribundo. Enfrente apesta el matadero, cuyo tejado de tejas está ocupado por buitres. Sólo se puede cruzar, pasar de largo, mirar a otro lado.

Vasco no sabe ya dónde está ni dónde estuvo. Ahora en el hogar de niños: el afecto de los de dos años. Ahora en la escuela: donde los escolares, con los ojos cerrados, cantan católicamente. Ahora en la casa cuna: un matrimonio brahmánico sin hijos adopta al recién nacido de una madre intocable. Vasco les desea felicidad. Ahora durante el reparto de leche, junto al ambulatorio: todo es insuficiente. Una monja resuelta pone orden en el tumulto. La hermana Anand explica lo que la madre Teresa dice de todos los problemas de Calcuta: aunque seamos sólo una gota en el océano, sin nosotras el océano no estaría lleno.

No mires. Pasa de largo. Tapónate los oídos. Practica la mirada indiferente. Déjate la compasión en la maleta, entre las camisas y los calcetines, o sujeta el billete en tu guía, donde, bajo la K, dice «Kalkutta, véase Calcuta». O mira. Párate. Escucha. Avergüénzate conmovido. Muestra tu lengua roja porque tu compasión es de calderilla y se distribuye rápidamente.

Ahora estás en Kalighat, donde los montones de andrajos, que se recogen de noche en las calles, reciben una vez más arroz suficiente en la casa de los muertos de la madre Teresa. Al lado (por fin), el templo de la diosa Kali. Vasco le da cinco rupias al sacerdote que hace de guía. En el altar de los sacrificios, la sangre con moscas recuerda aún las cabras sacrificadas por la mañana. Mujeres jóvenes rascan pequeños amuletos en el barro empapado de sangre. Al lado, un árbol para las madres que quieren hijos, muchos hijos, otro hijo, más hijos, todavía más hijos, hijos todos los años. Las madres cuelgan del árbol piedras con deseos. El árbol está lleno de piedras de deseos que significan hijos, más hijos. Por todas partes, una locura floral y una cursilería hindú de estilo católico. La negra Kali queda oculta por la multitud de fieles.

Vasco se mantiene apartado. Quiere saber por qué saca ella esa lengua roja. El sacerdote cuenta que Kali, después de haber matado a todos los demonios (y a otros contrarrevolucionarios) no podía dejar de matar y sólo recuperó el sentido cuando había puesto ya el pie en el pecho de su aspecto masculino derribado, sobre Siva. Entonces Kali se avergonzó y, por vergüenza, sacó la lengua.

Desde entonces, el sacar la lengua es en la India un gesto de vergüenza. Vasco no ha visto nunca a un ministro, gobernador, brahmán o poeta bisbiseante sacar una lengua roja. Ha visto lenguas pálidas de las vacas, que pacen apaciblemente en la basura. Ha visto cómo la desnutrición vuelve a los niños rubios. Ha visto a las madres sumergir los chupetes de sus hijos que lloraban en turbia agua de azúcar. Ha visto moscas sobre todo lo existente. Ha visto la vida antes de la muerte.

Vasco se refugia en el periódico. Junto a la noticia sobre la huelga de los transportistas de alimentos en la Calcuta septentrional, lee cómo se desarrolla el campeonato mundial de tenis de mesa: los participantes suecos tienen diarrea. Después de dar una vuelta por la ciudad, huyeron espantados al hotel. Ahora quieren marcharse a casa antes del final. Y también Vasco escribe a su Ilsebill, embarazada de tres meses, fragmentos de frases incoherentes en una postal, cuya cara brillante muestra a la diosa Kali: «No se entiende nada. La razón no basta. Los leprosos son peores de lo que me había imaginado. He conocido a una monja que cree firmemente y está siempre alegre. Aquí se suda de lo lindo. Mañana cogeré el avión. Visitaré la costa de Malabar, donde desembarcó Vasco…».


Dar desde Calcuta señales de vida en una postal. Ver Calcuta y después seguir viviendo. Encontrar en Calcuta el camino de Damasco. Vivo como Calcuta. Cortarse los cojones en Calcuta (en el templo de Kali, donde se sacrifican cabritos y está el árbol lleno de piedras que piden hijos, siempre más hijos). En Calcuta, amortajado bajo el mosquitero, soñar con Calcuta. Perderse en Calcuta. Escribir en una isla desierta un libro sobre Calcuta. Decir en sociedad que Calcuta es un ejemplo. Imaginarse la zona Fráncfort-Mannheim como si fuera Calcuta. Desear un viaje a Calcuta a los niños malos, a las mujeres que, como Ilsebill, nunca están contentas, y a los hombres que están siempre ocupados. Recomendar a unos recién casados Calcuta para su viaje de bodas. Escribir un poema llamado Calcuta al que las moscas pongan puntos-comas-puntos y comas. Hacer que un compositor ponga música a todas las propuestas hechas para sanear Calcuta y estrenarla en Calcuta como oratorio (cantado por un orfeón). Fabricar una nueva dialéctica con las contradicciones de Calcuta. Trasladar las Naciones Unidas a Calcuta.


Cuando Vasco redivivo volvió a Calcuta y apenas podía acordarse de su primer desembarco, quiso planchar la ciudad con diez mil apisonadoras y construirla de nuevo con una computadora. Entonces, la computadora escupió tres mil bustees de dieciséis pisos, un gran barrio miserable, sólo que congelado, mucho más solitario, sin esperanza en el azar y totalmente cerrado sobre sí mismo, después de haberse tragado todo el ruido. Así murió Calcuta, aunque había sido saneada ligeramente por encima del mínimo vital. No faltaban ya muchas cosas, salvo lo más necesario. Seres humanos multiplicándose por necesidad de realizarse. En cualquier caso, se dijo Vasco, ahora mueren menos bebés. O se podría costear un nuevo estudio, vendiendo a peso las viejas estadísticas. No perder más palabras con Calcuta. Borrar Calcuta de todas las guías turísticas. En Calcuta, Vasco engordó dos kilos.

El rodaballo
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