Limpieza general
Mi cristalería le tiene miedo a Ilsebill. Cuando ella, por un nada, o porque el tiempo había cambiado o porque yo le había tirado por el retrete el agua de los pepinillos en vinagre, que ella se bebía como una toxicómana; cuando mi Ilsebill, de repente, porque se le había roto el hilo, montaba en una cólera fría y gelatinosa —cómo temblaba, cómo se estremecía luego— y —o porque yo había dicho: «¡Del viaje a las Antillas, nada!»— barría mi colección de vasos de las estanterías con mano furibunda, no, con el trapo seco, porque las embarazadas tienen derecho a beberse el agua de los pepinillos y su jaqueca se justificaba por el anticiclón escandinavo, yo, el coleccionista, contemplaba serenamente cómo iba haciendo añicos cada vez más cosas, porque Ilsebill, no contenta ya con abarcar de un golpe de trapo todos los vasos bellamente soplados de los estantes, iba destrozando selectivamente cada vaso, mientras el oblicuo sol de la tarde jugaba con los fragmentos… Todo porque yo, para proteger mi delicada cristalería, le había negado un lavavajillas Bosch o Miele con seis programas y garantizadamente silencioso, se lo había negado con la frase lapidaria de «¡aquí no entra!».
Un ejemplo más de cómo la firmeza (hasta que se renuncia heroicamente a ella) se basta a sí misma. Yo miraba a Ilsebill con serenidad creciente. Liberado por fin de mi pasión de coleccionista, me puse de un talante especulativo y me pregunté si, además de los motivos evidentes —el agua de los pepinillos, el viaje a las Antillas, el anticiclón escandinavo, el lavavajillas— no habría otras razones recónditas para aquel barrido, aquella limpieza general, porque pudiera ser que el furor de Ilsebill tuviese un origen goticoflamígero y procediese de cuando cambié su flagelo de plata —bella pieza de orfebrería de un espadero agremiado— por una copa veneciana (de cristal de Murano): esa preciosa pieza de cristal soplado, que hoy costaría una fortuna, se la dejó Ilsebill para el final.
«Hacer de mí una bruja o una santa, según te conviene. ¡No estamos en la Edad Media!», gritó mientras seguía tirando cosas y se parecía atrozmente a aquella Dorotea que, desde el siglo XIV, me estruja la vesícula y a la que, de una vez, tengo que echar afuera, ¡la muy desgraciada!
Una auténtica declaración de quiebra. Libre de la cristalería, consideré la posibilidad de adquirir un lavavajillas de programa Super 55. Después de veinte lavados había que reponer el detergente y el producto de aclarado. El anticiclón escandinavo perdió su efecto jaquequizador a causa de los frentes atlánticos de bajas. Sólo había que meter y sacar la vajilla. Pero la casa Bosch no podía garantizar que, con la compra del lavavajillas, nuestros problemas domésticos se solucionarían. Porque, ¿quién llena y vacía el lavavajillas? ¿Yo? ¿Por qué siempre yo?
Algunas clases de cristal (de cristal soplado) pueden empañarse después de sólo tres lavados. Nunca más, mientras mi Ilsebill esté embarazada, echaré por el retrete el agua de los pepinillos. Coloqué en los estantes los añicos: bohemios, venecianos y mucho Regency inglés. Y entraron en casa los folletos del viaje, del chárter a las Pequeñas Antillas: playas blancas, sin alquitrán. Cocoteros. Jugos de fruta helados. Gentes morenas de risa despreocupada. La felicidad incluida en el precio. Y ahí está Ilsebill llegando en un vuelo chárter: se mueve rubia en el visor de una cámara publicitaria que, por principio, sólo fotografía lo rubio.
Por lo demás, mi cristalería sigue siendo bella en añicos. Rotos, esos vasos están más enteros que nosotros. Y a Ilsebill le dije: «Esa Dorotea tenía —seguramente lo recuerdas— un látigo de hilo de plata trenzado que, siendo todavía niña, le regaló el espadero Alberto Slichting, probablemente por consejo del rodaballo. Porque ante el tribunal feminista, ese objeto goticoflamígero de uso corriente, con el que Dorotea, en sus ataques de jaqueca, se acercaba a su Jesús, se citó siempre como instrumento de opresión inventado por los hombres y, por consiguiente, muy típico. ¿También a ti —di la verdad, Ilsebill— te gustaría a veces infligirte sufrimientos, digamos moderados, con un pequeño flagelo de plata? ¿O te basta con hacer trizas la cristalería? Después de hacerlo parecías francamente aliviada. Libre y cariñosa a la vez. Podemos comprar otras copas nuevas. En Hamburgo he visto dos vasos barrocos —supuestamente daneses— escandalosamente caros —no importa—, que guardan entre sí la misma relación que tú y yo: son irregularmente distintos y, sin embargo, armónicos. ¿Quieres?».
No, dice Ilsebill, lo que quiere decir que sí. Todavía están los dos vasos armónicamente enteros. El próximo anticiclón escandinavo se retrasa. Los pepinillos en vinagre ya no se cotizan. De momento, sólo la chucruta cruda y en grandes cantidades. Al parecer, en las Pequeñas Antillas la humedad del aire impide las jaquecas. Sin embargo, eso de que el lavavajillas —ahí está por fin, en pleno funcionamiento— trabaje silenciosamente es un timo, Ilsebill, un timo completo. Y nuestro problema de platos sucios, resumen de todos los problemas planteados desde Dorotea, sigue sin resolver. Tu lavado y mi lavado no acaban de convertirse en nuestro lavado.
«No, rodaballo», dije más tarde, «esa Dorotea con la que cargué en el año 1356 del Señor era una zorra cascarrabias, cuya forma de sacarme de quicio todavía hoy me afecta; porque mi Ilsebill, embarazada de dos meses, es capaz de malos humores igualmente infecciosos. Pasa echando pestes junto al cacharro: la leche se agria. Proyecta su sombra: y vasos incólumes saltan en pedazos. Se sitúa silenciosamente tras los invitados, cuya risa rebota alegremente de un lado a otro, como una pelota: e inmediatamente se acaba la juerga, la pelota se pincha, llaman a los niños, buscan las llaves del coche con cara de ser muy tarde y dicen embarazadamente: “Bueno, hasta otra”».
Los invitados se marchan. No queda ya nada, salvo la expresión de aguafiestas. Las ventanas se oscurecen. La última mosca, último resto rezagado de la alegría del verano, cae de la pared. Una jaqueca centroeuropea se convierte en acontecimiento social. Y así ocurrió también —créeme, rodaballo— cuando, siguiendo tu consejo —«¡El matrimonio aumenta el patrimonio!»— me casé con la goticoflamígera Dorotea de Montovia.
Según las buenas costumbres, las bodas debían durar tres días. No sólo se habían engalanado los espaderos y orfebres del gremio, sino que también los campesinos de la Isla, entonces todavía ricos, habían llegado en carros de dos o más caballos desde Montovia y Käsemark, aunque sabían que el menú de Dorotea, aun en ocasión tan feliz, sería el del Miércoles de Ceniza; ya de niña los platos de carne la hacían vomitar.
Por añadidura, Dorotea había invitado a varios patricios, a algunos Caballeros Teutónicos y a su confesor dominicano, a mesas separadas. Aquello no podía acabar bien. Aquello era un insulto para el gremio… y no sólo porque Dorotea hubiera puesto una mesa demasiado sobria: pescado, sopa de puerro, un poco de cecina, mucha sémola de esteba… y nada de bueyes cebados, cochinillos asados o gansos rellenos de papilla de mijo. Con todo, la mesa, adornada con acederas y nabos crudos, tenía un aspecto apetitoso. En unas escudillas, huevas de arenque mezcladas con requesón y eneldo. La cuajada se podía remojar con aceite de linaza. El que quería podía endulzar su sémola de esteba con compota de ciruelas.
Y, sin embargo, desde el principio reinó un ambiente de violencia. Los Caballeros Teutónicos se jactaron de los lituanos paganos que habían acosado hasta los pantanos el invierno pasado y el anterior. El dominico se lamentó de que todavía se permitiera a los campesinos de la hoz del Vístula en Montovia vivir de una forma tan sacrílegamente libre y sin pagar diezmo alguno por sus propiedades. Los patricios les dijeron a la cara a los espaderos que en otras ciudades sabían cómo tratar a los gremios y partirles la boca si se atrevían a abrirla. Mis compañeros de gremio tragaron al principio, pero luego se les empezaron a salir, de rabia, los ojos de las órbitas. Las provocaciones volaban entre las mesas. E inmediatamente después de la bronca provocada por un Caballero Teutónico que arrojó un rábano crudo al regazo de la endomingada hijita del patricio Schönbart, los invitados a la boda se marcharon. Sólo se quedaron los campesinos, que no entendían gran cosa. Yo, abochornado, recogí los platos. Y Dorotea se rió.
«Te lo digo yo, rodaballo: a los aturdidos invitados que quedaban, mi Dorotea no les ofreció, a guisa de postre, una alegre carcajada, sino un balido estridente, como escapado del rebaño de cabras de Satán. Y a esa zorra de sangre fría quisieron hacerla luego santa: para morirse de risa.»
El rodaballo me consoló: había que pagar aquel precio elevado, pero aceptable. Al fin y al cabo, sólo gracias a la religión cristiana se había podido salir del matriarcado absoluto. Esa religión se basaba en el juego alternativo de Don Carnal y Doña Cuaresma. Por eso había que tolerar lo demás, es decir, el poder doméstico y culinario de esta o de aquella Dorotea.
«¡Claro, claro!», dijo el rodaballo. «Sus eternos potajes cuaresmales no son precisamente apetitosos, pero, como perteneciente a un gremio, te puedes resarcir en las reuniones matinales y otras ocasiones festivas, te puedes dar a la cuchipanda y la borrachera hasta hacerte polvo el hígado. Además, tu Dorotea es muy bella, y no sólo para contemplarla. Y está sana, por muy delicada y frágilmente que viva sus visiones interiores y cópulas celestiales.»
«Pero si de eso se trata precisamente, rodaballo. Su salud me abruma. Cuando yo —sólo hace falta un cambio brusco del tiempo— tengo la cabeza como un bombo y me entran ganas de llorar, ella, incluso en pleno bochorno, está siempre malignamente despierta y conserva la cabeza clara para sus especulaciones ascéticas. Puede ayunar hasta quedarse en los huesos, pero su calma no flaquea por ello. A mí me estropea el buen humor. Me impide pensar. Me pone malo. Ahora me hace daño la luz. No puedo soportar el ruido, el croar de los sapos. Desde que tengo por mujer a Dorotea estoy sufriente. Mi cabeza, antes capaz de resistir el ruido infernal de cualquier fragua, me estalla en pedazos en cuanto escucho o barrunto sólo su ligero paso maléfico. Y cuando me habla con su voz resignada e inalterable y, con sus reglas de ayuno, me obliga a integrarme en un lúgubre sistema, no me atrevo a contradecirla. Tengo miedo de su manía versificadora que todo lo refiere a su dulce Jesús.» (Y le cité unos versos de mi Dorotea: «Quando tañe mis cuerdas sonoras, Ihesu-Christo alegra mis oras…».)
Entonces el rodaballo, mi asesor y padre adoptivo de siempre, me atiborró de escolástica. Me dio lecciones y me enseñó a comprender que lo torcido es derecho, un montón de añicos un cristal intacto, la oscuridad una mansión de luz y la coacción, libertad cristiana. Así doctrinado y nunca falto de respuesta, yo debía en lo sucesivo, tan pronto como mi Dorotea, a su estilo sano, se pusiera insoportable, obligarla a aceptar mi ortopedia dialéctica.
«Tienes que negarle una lógica propia», dijo el rodaballo. «Lo que no comprende le será siempre incomprensible. Porque en sentido estricto, como mujer, no tiene por qué tener una lógica. Invéntate —estoy seguro de que puedes hacerlo— un edificio amplio y, sin embargo, estrechamente compartimentado, en el que de esto se deduzca aquello, y de esto y aquello lo de más allá. Cuando ella te contradiga o pretenda que su intuición le dice que a ese edificio levantado le falta una entrada y una salida, respóndele: ese edificio es lógico en sí porque ha sido correctamente concebido, y ha sido correctamente concebido porque es lógico en sí. Y si tu Dorotea sigue contradiciéndote o llega a oponer a tu sistema sus versos al dulce Jesús, dile amablemente: tienes que cuidarte, mujer. Todo esto es demasiado para ti. Basta con que yo vea claro. Estás pálida, fatigada. Te tiemblan los párpados. El sudor perla tu frente virginal, cuya belleza no está hecha para pensar. Te voy a poner compresas húmedas. Vamos a tapar las ventanas. Que todos anden de puntillas. Que se cacen todas las moscas. Porque tienes que tener una tranquilidad absoluta. Porque has abusado de tus fuerzas. Porque estás enferma, querida. Me preocupas.»
Así, convertido por el rodaballo, tras varios cursillos, en escolástico y maestro en la ciencia de cortar pelos en cuatro, fui a ver a mi esposa Dorotea y, como no pudo seguir mi lógica, le metí en la cabeza que tenía la llamada jaqueca. Naturalmente, desde entonces fui menos sensible al tiempo atmosférico y apenas padecí dolores de cabeza ni crisis de llanto. Sin embargo, me permito dudar de que la pérdida de las jaquecas —el último de los prehistóricos derechos consuetudinarios del hombre— me supusiera algún alivio. Y, ante el tribunal feminista, también el rodaballo confesó, después de sus evasivas habituales (en las que se permitió citar en latín a los Padres de la Iglesia), que su consejo de entonces de que convenciera a las mujeres goticoflamígeras de que la jaqueca era un privilegio femenino, sin duda aumentó la belleza de éstas, pero favoreció muy poco la causa masculina.
En cualquier caso, Dorotea, antes o después de sus jaquecas, me sometió a estrechos interrogatorios. Desde luego, hablaba con versos y metáforas, pero traducida en prosa (con palabras de mi Ilsebill) hubiera dicho: «¿De dónde te has sacado eso? Esa idea no se ha fraguado en tu cabeza de requesón. Enrollarme con tu lógica de mierda. ¿Quién te lo ha sugerido y dónde?».
Así cogido, terminé por confesar y delaté al rodaballo a Dorotea. Verdad es que aún pude avisarle a tiempo —«¡Ten cuidado, rodaballo! Vendrá buscando algo»—, pero él siguió ofendido y hasta hoy no me ha perdonado —«¡Abuso de confianza!», dijo— mi traición.
«¡Con todo lo que he hecho por ti, hijo mío! Destetarte de tu Aya. Enseñarte a fundir el metal, acuñar moneda, elaborar sutiles sistemas cerrados, el pensamiento lógico. Yo situé el razonable patriarcado por encima del matriarcado embrutecedor. Para beneficiaros a los hombres inventé el principio de la división del trabajo. A ti te aconsejé el matrimonio, que aumentó tu patrimonio. Y por último, libré tu crónica cabeza de bombo de la jaqueca, con lo cual, por desgracia, te has convertido en un cabeza hueca: parlanchín e irresponsable. Me has vendido, has abusado de mi confianza, has confiado nuestro secreto a una olla de grillos. En adelante, el matrimonio será para ti un yugo. Además, el marido, reinante, tendrá que pagar tributo a su dragón doméstico: aunque sólo sea en la cocina, lavando platos. En cualquier caso, sólo te aconsejaré en asuntos extramatrimoniales. Que venga tu Dorotea, con su serenidad de madona. No le diré nada, aunque me dé un beso.»
Esto debió de ocurrir apenas dos años después de nuestro enlace. Yo no estaba presente. Sólo en el proceso contra el rodaballo se revelaron detalles, porque el tribunal feminista fue informado por él, el propio interesado. Es impresionante el parecido de la fiscal del alto tribunal, y no sólo con mi Ilsebill. Las dos son hermanas de Dorotea de Montovia: de expresión imperiosa, inyectadas de una fuerte voluntad que todo lo concentra y puede mover montañas. Son (las tres) espantosamente rubias y respetuosas de una moral severa, y están poseídas de ese valor que siempre empuja hacia adelante, pase lo que pase.
De manera que Dorotea fue a ver al rodaballo. Llevaba consigo toda su belleza y su juventud sin mácula: un viernes, después de cocer unos arenques de Escania en un caldo de cebolla. Fue con su largo sayal (de penitente), el cabello suelto.
Yo, previsoramente, le había dicho: «Tienes que meterte en el mar hasta las rodillas y luego llamarlo varias veces, saludándolo de mi parte. Entonces vendrá y, si lo besas, quizá te diga algo. ¡Formula un deseo, un deseo!».
Así pues, Dorotea atravesó la playa en línea recta, dejando las huellas de sus pies desnudos, hasta donde las indiferentes olas del Báltico desfallecían. Entonces se recogió el sayal. Metida hasta las rodillas en la perezosa rompiente, llamó, y su llamada olía a arenque: «¡Rrodavallo, salit commo el rrayo et bessar vos é syn desmayo!».
Ella se le presentó así: era Dorotea de Montovia y no pertenecía a ningún hombre, salvo Jesús; ni siquiera a su esposo Alberto el espadero. Jesucristo Nuestro Señor era su esposo celestial. Y si besaba al rodaballo no lo besaría a él, sino a su dulce Jesús en figura de rodaballo.
Y lo mismo que a mí, siempre que tempotransitaba, me saltaba a las manos, el rodaballo saltó enseguida a los brazos de Dorotea que, asustada, dejó escapar un aire, lo cual, entre otros detalles, fue mencionado ante el tribunal feminista y reflejado en las actas.
El rodaballo no dijo nada, pero ofreció a Dorotea su torcida boca. Tenía los labios agrietados por la brisa del mar. Con sus largos y ascéticos dedos, ella lo sostuvo por el blanco lado ciego y la pedregosa cara superior. Los dos se besaron largamente. Un beso de ventosa. Se besaron sin cerrar los ojos. («En la mi voca bessome el grand peçe, et mi coraçón de plazer s’estremeçe», decía luego una aleluya de Dorotea.)
Después del beso ella había cambiado. Su boca se había torcido, aunque de forma apenas perceptible. No era su dulce Jesús quien la había besado. Con boca ligeramente ladeada, quiso que el rodaballo le dijera enseguida a cuántas mujeres había besado antes. Y si a las otras mujeres sus besos les habían sabido lo mismo. Y por qué tenía el gesto torcido. Y cómo iba a explicárselo todo aquello a su dulce Jesús.
Sin embargo, el rodaballo callaba y a Dorotea le pareció terrible y extraño. Entonces lo tiró al mar, gritando: «De bessar mi coraçón es fartado, ¿dó fincó, rrodavallo, vuestro arado…?».
Cuando Dorotea volvió, vi que su boca se había torcido y estaba inclinada con respecto a sus ojos. Desde entonces tuvo una expresión desdeñosa, que realzaba su belleza, aunque los niños de la calle le gritasen: «¡Rrodavallo, cara de cavallo! ¡Rrodavallo, cara de cavallo!».
Cuando al día siguiente me informé —porque Dorotea, penitentemente arrodillada sobre guisantes sin pelar, no decía palabra— el rodaballo me dijo: «Aunque tu abuso de confianza pueda tener consecuencias desagradables, tu mujercita me ha gustado, si bien es verdad que olía a arenque. Me gusta su lengua histéricamente revoloteante. Su querer siempre más y más. Sólo sus preguntas son importunas».
Naturalmente, le advertí al rodaballo que Dorotea volvería, pero se quedó tan tranquilo: aquello no le asustaba. Claro está que ella planeaba algo, dijo. El vengarse de los desaires era muy propio de la naturaleza femenina; sin embargo, no había faldas en el mundo que pudieran hacerle morder el anzuelo.
Y ante el tribunal feminista le dijo a Sieglinde Huntscha, la fiscal: «¡Pero mi distinguida señora! ¡Claro que tenía conciencia del peligro! ¿Acaso no corrí un peligro mayor aún cuando, voluntariamente, me colgué de su cómico anzuelo? Ese tremendo cabello rubio de usted o de Dorotea me ha atraído siempre. Es un impulso fatal. Las mujeres de voluntad fuerte como Dorotea o como usted —¿puedo llamarla Sieglinde?— siempre me han… como suele decirse: enloquecido de amor. Aunque, naturalmente, dentro de los límites establecidos. Ya me entiende: ¡soy un pez!».
Cuando Dorotea fue a buscar otra vez al rodaballo, llevaba consigo un cuchillo de cocina: «¡Rrodavallo, salit commo el rrayo!», gritó. El rodaballo saltó del agua. Se besaron. Sin embargo, cuando él siguió sin responder a sus preguntas, ella le cortó la cabeza al estilo de las amas de casa, de un tajo dado exactamente detrás de la aleta branquial. El aleteante cuerpo plano cayó sobre la arena con un ruido sordo. Ella pinchó la cabeza con el cuchillo, que sostuvo verticalmente, y gritó sin rima alguna, con la boca torcida por el beso rodaballesco: «¿Me lo diredes agora, rrodavallo? ¡Rrespondet, rrodavallo! Dezit, rrodavallo: ¿me amades?».
Antes de que la cabeza del rodaballo hable desde el cuchillo verticalmente sostenido, hay que recordar que él, el aconsejador, el sabihondo, el omnisciente, me había convencido para que sublimara la relación, puramente carnal, entre hombre y mujer mediante un sentimiento superior, el amor, porque sólo así, por el grillete del tempotránsito matrimonial, se crearía una dependencia que afectaría especialmente a la mujer: «Siempre deben querer que les digan si las quieren y cuánto las quieren, si el amor perdura o si crece, si amenazan otros amores y si, a la larga, está seguro el amor». Por eso la pregunta de Dorotea, que hasta entonces sólo había hecho a su dulce Jesús, pero nunca a mí, era una pregunta de dependencia; y por eso el tribunal feminista denunció la «institución del amor», no sin razón, como instrumento de opresión masculina; aunque en la expresión «pescar un marido» los tiros vayan por otro lado.
En cualquier caso, la cabeza cortada del rodaballo habló horriblemente desde el cuchillo vertical: «¡Ajajá! ¡Así, de sopetón! Muy bonito. No hay nada como la práctica. Pero a mí no se me parte de un tajo. Sabré reunificarme. Seguiré siendo uno. Esos amores súbitos no me convencen. Y escúchame bien: porque lo quieres todo o nada, porque no te bastan mis besos, que te hacen hermosa, nunca te bastan, porque exiges amor pero te niegas a darlo sin preguntas, y también porque has convertido en principio de placer el alto principio de Jesús y a tu marido, el buen espadero Alberto, que teama, teama y teama, sólo le ofreces una carne fría, me tendrás por entero, Dorotea, y ahora mismo. Durante un día y una noche».
Cuando la cabeza del rodaballo hubo hablado así, saltó del cuchillo, se unió de nuevo al plano cuerpo y la cola, se transformó ante los espantados ojos de Dorotea en un rodaballo gigante, y golpeándola con las aletas, con la cola, la empujó por la playa hasta el mar, cada vez más profundo y, como había prometido, se la llevó consigo.
Así como suena. Y también ante el tribunal dijo el rodaballo sin rodeos: «En suma, que me la llevé». Las acusadoras mujeres lo calificaron de «típicamente masculino», en tanto que, antes, el rodaballo había hecho constar en acta que la pregunta de Dorotea de si la quería era «típicamente femenina». Además, confesó que, con su acción punitiva, había querido anticipar el cuento, más adelante mal interpretado como antifeminista, de El pescador y su muxer. No obstante, lo que ocurrió bajo el agua no quiso revelarlo. Dijo que él era un tipo chapado a la antigua. Para él la discreción era una cuestión de honor.
Cuando el tranquilo mar devolvió al día siguiente a Dorotea, yo la estaba esperando preocupado en la playa, dispuesto ya a perdonar, a olvidar. Lentamente, salió del mar y pasó por mi lado dejando sus huellas. Asustadas, las gaviotas se mantuvieron distantes. No me extrañó que el sayal y el pelo de trigo de Dorotea estuviesen secos. Sin embargo, vino otra vez cambiada: ahora tenía los ojos ligeramente ladeados y en ángulo con su boca torcida. Volvió con ojos de pez, como la dibujaré cuando mi Ilsebill pose para mí.
Al pasar Dorotea me dijo: ahora lo sabía todo. Pero no diría nada. Y como también el rodaballo se mantuvo impenetrable ante el tribunal, nunca he sabido lo que, a principios del verano de 1358, hizo a mi Dorotea omnisciente en el fondo del Báltico. Sin embargo, la severa fiscal Sieglinde Huntscha me muestra ahora la misma sonrisa conocedora y premonitoria con que Dorotea, a partir de entonces, bajaba las escaleras, se arrodillaba sobre los arvejos o recorría las calles: otra vez perdida en su Jesús, casi santa ya.
En adelante, la casa fue un desbarajuste. Por primera vez se nos fue la sirvienta. Los platos se quedaron sin lavar, atrajeron moscas, llenaron la casa de ratas, apestaron. Desde Dorotea se plantea el problema de los platos sucios.
No, Ilsebill, antes incluso, con el amasado del barro, el modelado de la arcilla, con el cocido de los primeros cuencos, cántaros, ollas y escudillas, en tiempos de Aya, cuando empezamos a desarrollar nuestra cerámica, el lavado de platos comenzó a ser un problema; aunque la pregunta intemporal «¿quién lava los platos?» recibía una clara respuesta: los hombres lavan los platos. Naturalmente, la cosa no funcionó a la larga. En algún momento (poco después de Mestuina), dejamos caer simplemente los grasientos cacharros: aquello era una frescura, incompatible con el progreso de la causa masculina.
Desde luego, que la mujer lavase los platos de la mañana a la noche no era ninguna solución. En ese sentido, tu lavavajillas, que hemos inventado los hombres, que tú has deseado, que querías tener (sin falta), sí que puede considerarse como un progreso a plazos, garantía incluida; podría emanciparnos. ¿De qué? ¿De las plastas de mostaza en el borde del plato? ¿De la grasa de cordero agrietada? ¿De los restos resecos? ¿Del asco en general?
Así hemos esquivado el lavado de platos. Ninguna Agnes nos borrará de la piel las preocupaciones diarias con caricias de sus dedos estropeados por la lejía. Nunca más cantará Sophie en la cocina, por encima de platos y tazas, sus levantiscas canciones revolucionarias. Sólo, casi silencioso, tu lavavajillas. Ojalá hubiera existido cuando Dorotea, después de que el rodaballo la dejó, hizo que me matase a trabajar entre torres de platos apilados.