Al parecer se llamaba Axel

Lo que pasa con el amor, Ilsebill, es algo muy diferente. No es algo imaginado sólo porque la idea se le ocurriera al rodaballo de los cuentos. Existe más bien como existe la lluvia. No se puede desconectar, no huele a pescado, no lo ponen en el cine, encuentra ocasiones impensadas, por ejemplo: a alguien le gusta la leche batida, es curioso, a mí también… y ya está ahí.

Tú estás ahora embarazada del cuarto mes porque los dos buscamos una expresión para el amor: ¡en la práctica ha de salir algo de él! ¡No debe ser un fin en sí mismo! Sin embargo, el amor es más amplio que una cama de matrimonio y crece sin consideración al tiempo: por todas partes se mete, totalmente disperso, dividido y, sin embargo, entero.

Por eso a Agnes Kurbiella no le era difícil hacer, con el pescado cocido que había dejado Möller, una sopita para Opitz, agregándole eneldo fresco. Y también tú, si yo dejase restos, los utilizarías sabrosamente fuera de casa: en alguna parte, en otro sitio, donde ningún teléfono separase. Tiene que ser posible encontrarnos dando marcha atrás: por ejemplo, en la Puerta Verde que, en tiempo de Dorotea, se llamaba Puerta de las Carabelas. Agnes acaba de volver del mercado y ha cocinado un pollo sin desplumar para el pintor Möller, mientras yo (en tratos con el rey Vladislao) me siento interiormente rico en figuras y lleno de citas ajenas. Ella está embarazada y la escena es también invernal. Camina pesadamente por la nieve cenagosa. Sus andares son patosos. Tuerce por la calle de los Bolseros. Con tal de que no tropiece…

«¡Todo eso son evasiones!», dices mirando con severidad por la ventana el enero actual. Pero cómo podríamos vivir sin evasiones. También tú eres una evasión. Por eso Agnes nunca cerraba las puertas. Sólo estaban entornadas. Entre sus idas y venidas no había transición. A menudo ella estaba allí, pero yo sólo me veía a mí, mientras que algún otro (Möller) la veía a ella, aunque Agnes estaba conmigo. Su amor no ocupaba lugar. Por eso nunca pude comprender su presencia: lo que echaba en falta estaba allí. Y tampoco el rodaballo, para quien todo, como su raspa, debe adelgazarse lógicamente hasta convertirse en aleta caudal, ha podido comprender que lo que nunca le faltó a ella fue el eneldo. Él creía que el amor tenía que funcionar como una ratonera: ella debía de haber caído en la de Möller y en la mía. Sin embargo, fue uno de los cuatro o cinco suecos que, con su regimiento, habían ocupado Putzig y sólo habían salido a caballo a cazar conejos, atravesando las dunas, donde se tropezaron con Agnes que, con su cabello ensortijado, se sentaba en medio del limo arenario. Estaba cuidando sus gansos y, de pronto, los tuvo a los cuatro encima: uno tras otro, terminaron rápido. Pero sólo el primero contó realmente. Para ella fue más que lo que fueron luego Möller y Opitz. Y al parecer se llamaba Axel. Y al parecer su barba de pelusilla era rubia. Y su voz ronca conservó su resonancia: imperativa. Nunca volvió y siempre estuvo cerca de ella, mientras yo sentado, cuando Agnes atravesaba la estancia, volvía ante el papel blanco a Zlatna donde, en mi época de joven profesor en Transilvania, fui sorprendido sobre las guisanteras por una moza que nunca cocinó para mí: lo mismo que tú escuchas siempre, mientras estoy ahí, si viene alguien más. Y, sin embargo, yo me he marchado hace mucho y sólo sigo fumando.

Mis evasiones… las tuyas. Encontrémonos, te propongo, donde el riachuelo de Striess se une al Radauna y el Radauna se une al Motlava y el Motlava se une al Vístula y todas las aguas juntas desembocan en el Báltico. Allí te explicaré lo que pasó con Agnes, en la que pienso cuando estoy contigo, Ilsebill, y, distraído —lo que siempre provoca una escena—, te llamo mi pequeña Agnes.


Cuando Agnes Kurbiella vino a la ciudad desde la península de Hela, donde estaban acuarteladas las tropas de ocupación suecas, el pintor Möller, viejo y entregado ya desde hacía años al bebercio, la vio ante la iglesia de Santo Tobías, jugando infantilmente con unas conchas, que era lo único que había traído de las playas de Hela. Los suecos se habían llevado a su padre, su madre y todos sus gansos. (Luego nunca supo exactamente quién o qué fue lo primero.) Möller observó la posición inclinada de su cabeza, como pensativa, y se llevó a la niña a su casa de la Charca de las Carpas, donde le dio trabajo en la cocina.

Después de haber posado Agnes durante tres años para el pintor municipal como vendedora del mercado, cestera cachuba, seria pasamanera o acicalada hija de burgués y, por añadidura, haberle cocinado platos ligeros (aunque a él le gustaba comer bien), a Agnes comenzó a subírsele el borde del delantal: se convirtió en modelo embarazada.

Tras muchos dibujos a la sanguina más bien correctos, Möller, poco antes del alumbramiento, pintó su autorretrato con tizas de colores, como si quisiera confirmar su paternidad, en el cuerpo abombado de su fregona: un retrato animado porque, en cuanto el nonato cambiaba de postura o estiraba las piernas, achichonaba la tensa efigie de su padre putativo. Éste tenía aspecto de aldeano, con sus ojos risueños, sus carrillos hinchados y su barba rojiza en torno a la boca.

Luego Möller pintó a Agnes, en su avanzado estado de embarazo y con la sana fisonomía de él por delante, de tamaño natural y al óleo sobre lienzo, pero dejando un espacio libre en el lado derecho del retrato. Inmediatamente después del nacimiento —la niña no llegó a cumplir el año— se dibujó primero con tiza en el vientre fláccido de la joven madre, y luego pintó al óleo a Agnes, con el rostro de enfermo del hígado de él, en la superficie todavía vacía del retrato, junto al vientre abultado (con su rostro de guasa): el padre mofletudo y el padre melancólico.

El pintor Möller se veía de dos formas distintas. Para él, todo era una alegoría. Es una lástima que no nos haya llegado aquel logrado retrato, atractivo a pesar de su manierismo; porque después de la muerte de la pequeña Jadwiga, Möller, al parecer, rascó el lienzo, lo perforó, lo rajó y —en lo que a él se refería— lo asesinó doblemente.


En las estadísticas se puede leer, junto a otros horrores convertidos en papel, que los lactantes europeos, gracias a su alimentación especial, ingurgitan nueve veces más de albúmina, hidratos de carbono y calorías (o dejan que se pudran después de haberlos probado apenas) que lo que queda para los lactantes indios. Agnes Kurbiella no sabía nada de proteínas ni vitaminas. Es cierto que Erasmo de Rotterdam había exhortado insistentemente (en latín) a todas las madres a que amamantasen a sus propios hijos, pero como tras algunos días a Agnes se le cortó la leche y Möller no quiso pagar una nodriza, ella empapuzó a la niña, ya escuchimizada de nacimiento, primero con leche de vaca diluida, luego con papilla de avena y por fin con alimentos que premasticaba: pollo con mijo, sesos de ternera con nabitos, huevas de arenque con espinacas, lengua de cordero con puré de lentejas. Eran los restos que dejaba el pintor Möller.

Y con eso fue con lo que yo, más tarde, cuando mi Ilsebill se marchó de viaje (a las Pequeñas Antillas) alimenté a nuestra hija: con potes etiquetados que costaban entre 1,50 y 1,80 marcos cada uno, y cuyo cierre al vacío tenía que hacer ruido al abrirlos. Le di carne de vaca con fideos al huevo en salsa de tomate. Esa comida contenía un 3,7 % de albúmina, 3 % de materias grasas, 7,5 % de hidratos de carbono y 82 calorías por cada 100 gramos, con lo que el peso total de 220 gramos contenía 28 gramos de carne.

Para lograr una dieta equilibrada, en el programa semanal —espinacas a la crema con huevos frescos y patatas, pavo con arroz, jamón con ensalada de legumbres y fideos al huevo—, las cifras variaban. En el caso de la merluza en salsa verde con patatas, la etiqueta indicaba un 5,4 % de albúmina y 93 calorías. La parte de pescado pesaba 49 gramos. Además, mientras mi Ilsebill estaba de viaje (corriendo rubia entre hombres morenos por playas blancas, lo mismo que en el prospecto), yo disolvía una vez al día, en agua recién hervida, sémola perlada para niños de una bolsa herméticamente sellada de conservación en fresco. La papilla contenía, además de leche, grasas vegetales y sémola de trigo fanfarrón, miel y azúcar. Estaba (lo decía el paquete) enriquecida con vitaminas. Por la mañana temprano, a las seis y media, y al mediodía, le daba a nuestra hija leche en polvo, igualmente desleída y enriquecida, en un biberón, para lo que, siguiendo las indicaciones de Ilsebill, esterilizaba antes la tetina en agua hirviendo. (¡Ay, si le hubiese pagado a Agnes la nodriza, aquella señora Zeinlein que vivía al lado!)

Empapuzar a los niños. Hoy no es ya un problema para el hombre abandonado, porque todo está hecho y al alcance de la mano: pañales de papel absorbentes y desechables después de usados, pomadas y polvos; en caso necesario, supositorios calmantes y números de teléfono que prometen un doctor o una doctora. Hay además libros de bolsillo con instrucciones y dibujos ilustrativos de todas las operaciones. Pronto se podrá confiar en el hombre. Pronto podrá arreglárselas solo. Pronto habrá aprendido a dar su propio calor al hogar. Ya es más maternal de lo previsto…

«No te preocupes. Es un juego de niños. Eso puedo hacerlo en un coser y cantar. Por qué no iba a poder un hombre solo… Claro que no es sólo cosa de mujeres. Buen viaje, Ilsebill. Y descansa. Y que te liberes mucho. Y que no nos olvides. Y quiéreme un poco de cuando en cuando. Y cuídate. Dicen que hay tiburones. Ponnos unas líneas sobre tu isla. Ya nos las arreglaremos.»


Cuando Dorotea se fue a Finsterwalde y Aquisgrán de peregrinaje y me convirtió en hombrecito de mi casa con las cuatro niñas que nos quedaban, entre ellas dos mellizas que no tenían todavía el año, todo era más difícil. He visto en Calcuta madres que, lo mismo que yo cuando mi Dorotea me abandonó goticoflamígeramente, premasticaban la comida de sus hijos, lo mismo que Agnes masticaba para su hija Jadwiga los nabitos y la pechuga de pollo hasta convertirlos en papilla. (Así la dibujó a la sanguina Möller que, tacañamente, le negó la nodriza.) Pero el bebé no quería, no podía, engordaba cada vez menos, no retenía nada, cagaba unas veces duro y otras líquido sin digerir, era un crío lloriqueante, se apergaminó pronto y se marchitó: alimentado a morir.

Eso era corriente entonces, como han determinado las estadísticas retrospectivas: en todas partes, y no sólo entre los curtidores del Barrio del Suburbio y los siervos de la gleba. La diminuta Martita, Anita, la pizca de Gundel. Stine, Trude, Lovise: se me murieron tantas hijas que tuve con Dorotea, Agnes y Amanda, tenía tantas penas a mis espaldas que, cuando le daba a nuestra hija su biberón esterilizado o abría la ruidosa cerradura al vacío de los tarros de contenido exactamente medido, o cuando disolvía la semolina perlada para niños en agua hervida y veía los resultados bien digeridos —¡olía a bien alimentado!— en los pañales desechables, me sentía realmente eufórico y cantaba líricamente a la industria centroeuropea de la alimentación infantil, aunque sabía que nuestro hijo y millones de otros encantadores bebés les quitan diariamente de la boca a los lactantes sudasiáticos lo más necesario. Y lo que es peor: sabido es que nuestra leche en polvo enriquecida con vitaminas resulta literalmente mortal para muchos lactantes no europeos, por lo que la propaganda de una gran empresa suiza, que busca en África un mercado para su leche en polvo, debe calificarse de criminal. (Quitan a las madres africanas la fe en su propia leche.) Por eso el rodaballo, cuando ante el tribunal feminista se trató de la alimentación infantil, pudo decir con preocupación profunda y melodiosa: «Señoras, en este caso la solidaridad femenina sería imprescindible. Si ustedes disfrutan ya del lujo de lo desechable, deberían estar dispuestas al menos a ayudar a sus hermanas africanas: por ejemplo, boicoteando todos los productos bellamente presentados de la casa Nestlé. Al fin y al cabo, no se puede resolver el problema mundial del exceso de población mediante la mortalidad infantil. ¿No les parece?».

Sin embargo, el público femenino protestó ruidosamente y no quiso renunciar a su leche en polvo. El consejo consultivo revolucionario se pronunció mayoritariamente en favor de los alimentos preparados en botes de cierre al vacío: el rodaballo debía de estar chiflado. Proponer precisamente a las madres que renunciaran a la sociedad de consumo. La mujer que trabajaba lo necesitaba. La facilitación del trabajo doméstico liberaba fuerzas emancipadoras. No se podía renunciar a eso. A pesar de la solidaridad. Enviarían un telegrama de simpatía a África. Naturalmente, lo que la Nestlé hacía allí era una cerdada. (Y se redactó una resolución, aprobada por mayoría, a la que se dio más peso con firmas recogidas entre el público y que fue telegrafiada urbi et orbe…)

Después de habérsele muerto a Agnes su hijita, quiso pronto tener otra, pero no con el pintor Möller, que le había negado el ama.


Cuando Martin Opitz, que se llamaba también a sí mismo Von Boberfeld, entró al servicio del rey de Polonia y fijó su domicilio en Danzig, no tenía aún cuarenta años, mientras que el pintor Möller había cumplido los sesenta. Poco después de su llegada, el poeta se enamoró como un bobo de una muchacha de familia patricia, que sabía recitar poesías latinas pero estaba ya formalmente prometida al hijo de un mercader local. Agnes, que por mediación del pastor Niclassius se ocupó también pronto de la cocina de Opitz, anuló por completo a aquella pobre tonta —Ursula se llamaba— con su presencia muda y sus pies descalzos. Sin embargo, él suspiraba por su Ursulina y, sin duda, le dedicó también poemas en latín.

Siempre evasiones. Nunca lo consiguió: que durara. Agnes fue la primera que durmió con él regularmente. El padre de Martin, el carnicero Opitz, tomó, después de la temprana muerte de su mujer, una segunda, tercera y cuarta, y les hizo a las cuatro mujeres un hijo tras otro. En ese campo, el hijo no tenía mucho que hacer. Siempre asuntillos sin importancia, casi siempre de amor cortés. Uno o dos asuntos burgueses con consecuencias pecuniarias en Breslau, después de lo cual se dio nuevamente a la fuga. Cuando era joven tutor al servicio del príncipe Bethlen Gabor, al parecer una moza dacia le enseñó por vez primera lo que era bueno y se quedó horrorizado. Tampoco la guerra, que duró toda su vida, le dio lo que daba a cualquier caballero sueco (como el portaestandarte Axel). Siempre solo y feo —su barbilla huidiza— sobre libros y pergaminos, echado en un lecho de paja o en una cama. Siempre versos y epístolas de agradecimiento a príncipes que se sucedían. Tan cansado y baqueteado estaba Opitz que, cuando no pudo tener a su Ursulina, se enamoró de Agnes Kurbiella y de sus delantales.

Agnes, que tenía de sobra, no quería recibir sino sólo dar. Durante tres años ella le dio su calor de hogar. Sin embargo, por muy diligentemente —y a cambio de un doble salario— que él enviase sus cartas de espía a unos y otros, cuando se ponía a versificar sólo aparecían sobre el papel florituras y especulaciones de color ala de mosca; de nada servían las plumas que Agnes le traía cuando había desplumado un ganso para Möller; en cambio a mí, sobre mi Ilsebill, se me ocurre siempre algo: sólo hace falta que, como en los cuentos, manifieste sus deseos. Ilsebill quiere esto. Ilsebill quiere aquello.


Por suerte he conseguido ponerla enferma escribiendo. (Sé hacerlo.) La puerta entornada mantiene el espacio que hay a mi espalda abierto hacia la habitación de al lado. De allí viene su tos, que exige ser oída y convertirse en puntos y rayas. Nudos corredizos y nidos de suaves contornos (en torno al zapato que he dibujado) pueblan el papel. La pomada para uso externo contiene sesenta miligramos de alcanfor. El viento del oeste sopla contra la casa. Y el fuel-oil ligero es cada vez más caro. (¡Que tosa todo lo que tenga que toser, maldita sea!) Porque también con un tiempo como éste llega Agnes, trayéndose a sí misma.


La fregona Agnes Kurbiella y nosotros, dijo el rodaballo, formábamos un triángulo clásico: con todos los ángulos ocupados. Por eso puede ser —o es— que, como Anton Möller, pintase a Agnes embarazada —embarazada por mí— aunque (poco después) fuese aquel Opitz que intentó en vano —poco antes de que yo estirase la pata de mala manera— describir a Agnes en lenguaje barroco. Después de habérsele muerto de caquexia su primera hijita tuve que aportar mi testimonio, por orden del rodaballo: entre estrofas malogradas, le hice a Agnes un bombo sin preguntarme en quién pensaba ella: al parecer se llamaba Axel.

El pintor, el poeta. No podían verse. Para Opitz, Möller era demasiado basto; Möller consideraba a Opitz como una teoría montada sobre unas patitas. Agnes, sin embargo, tenía que inventarse un menú para ambos y cuidar el estómago fácilmente asustadizo de Opitz y el hígado inflamado del borracho. Yo quise ser pintor y poeta a un tiempo: dibujar con mano ágil a la sanguina y medir minuciosamente pies de versos.

Lo que nos gustaba en Agnes era su vacío alegórico. Se podía poner dentro lo que se quería, porque siempre le daba un sentido. (No tenía un aspecto definido; podía tener aproximadamente el aspecto de.)

Y a diario había mijo con leche, endulzado con miel y enriquecido para ambos con avellanas. Agnes sabía lo que era igualmente inofensivo para las tripas del pintor y del poeta: caldo de huesos de buey, en el que nadaban ravioles rellenos de espinacas, pechugas de pollo con guisantes dulces o también sopas de cerveza: con nuez moscada y canela.

Sin embargo, Möller pedía, exigía, reclamaba tocino ahumado y grasientas cortezas de cordero. Y a Opitz le chiflaba el comino. Se convirtió en cominómano, porque el excesivo comino emborracha: sueños despierto con un toque de esperanza en los que el valle de lágrimas se hacía otra vez habitable, poblado de ninfas y de musas que cantaban versos jamás escritos, en los que triunfaba la paz, siempre la paz.

Agnes permitía que ambos degenerasen en la buena vida y la cominomanía, hasta que al uno se le volvía del revés el estómago y al otro se le ponía el hígado como un puño. Entonces los dos pedían otra vez su régimen: pescado cocido que se desprendía solo de la espina, mijo con leche y tortitas de harina de alforfón. El borrachuzo Möller, el malhumorado Opitz: por muy cuidadosamente que Agnes cocinara para los dos, ellos buscaron otros sabores muy distintos y los encontraron: fatalmente.


Todavía aguanta la puerta. Sin embargo, cuando ceda, tú iniciarás una pelea o, con tu pregunta «¿tienes dos monedas de un marco para la máquina?», me harás buscar monedas de un marco. Pero entonces la puerta se abría silenciosamente y entraba Agnes, se inclinaba sobre mí, sobre mis garrapateos, y me decía palabras juguetonas.

Lo mejor que puedo hacer es resistir ese miedo o esperanza y —mientras la puerta siga aguantando— trazar mis rayas y puntos. Aquí se me puede encontrar, aunque nunca por entero. Y también tú vienes sólo fugazmente y te has ido ya antes de haber llegado. Una vez y antes, más antes y antes de antes viniste y te quedaste durante una corta vida; ninguno de los dos sabemos por qué.

Y una vez viniste —sin duda fue Agnes— y sólo quisiste oírme garrapatear un ratito. Acuérdate. Yo me llamaba Martin. Venía de Bunzlau. El de las reglas del arte poético. Pero tú no querías saber por qué había estado tanto tiempo al servicio de los católicos y no había vuelto a escribir óperas profanas con el piadoso Schütz. Sólo querías oírme garrapatear. Sin embargo, yo quería morirme y dejar este valle de lágrimas: desnudo como llegué.

Si por lo menos supiera si, de fiebres, me seguiste en la muerte al nacer tu hija: Ursel se llamaba. Fue también un año de peste, y en la muerte había mucho de caprichoso.

Cuando yo reventé porque, en mi avaricia, le pedí a un mendigo la vuelta de una moneda, no se abrió ninguna puerta. Sólo Niclassius, el predicador de San Pedro, estaba allí. Luego cantó mi reventón en versos latinos. ¿O viniste realmente y no oí abrirse la puerta?


Cuando Martin Opitz von Boberfeld, en el verano de 1639, dio a un mendigo que tendía la mano delante de Santa Catalina un florín de plata y, siendo de natural ahorrativo, quiso que el mendigo le diera a cambio la calderilla que había mendigado, recibió, al mismo tiempo que la vuelta, la peste negra. Antes de quedarse incapaz para cualquier cosa, escribió aún cartas a Oxenstierna, el canciller sueco, y a Vladimiro, rey de Polonia, y comió todavía un poco de merluza que su fregona le había cocinado en salsa de eneldo. (Agnes le mullía los almohadones. Agnes le secaba el sudor. Agnes le cambiaba las sábanas llenas de mierda negra. Agnes recogió su último aliento.)

Inmediatamente después de su muerte, antes de que se pudiera quemar su jergón mortuorio y fumigar la casa, la habitación del poeta fue forzada y saqueada. Faltaron en sus papeles póstumos (hasta hoy) algunos de sus manuscritos, entre ellos el material recogido sobre Dacia y toda su correspondencia política. Al parecer fue un coronel sueco quien, con dos mercenarios, puso a buen recaudo los testimonios escritos del general Baner y de Torstenson, las cartas de Oxenstierna y la parte polaca de las cartas de agradecimiento por los informes de Opitz. No conocemos el nombre del coronel, pero durante mucho tiempo se sospechó que la fregona Kurbiella hubiera sido agente de la Corona sueca y estado en contacto con aquel oficial. Ya anteriormente habría actuado por encargo, sustrayendo documentos. Pero a Agnes nunca se le pudo probar nada. Y el rodaballo, ante el tribunal feminista, sólo dijo sus habituales oscuridades: «Sabemos demasiado poco, señoras que siempre quieren saberlo todo exactamente. Sin duda, la violación de Agnes Kurbiella a los trece años por soldados de caballería del regimiento de Oxenstierna pudo haber marcado tempranamente a la muchacha de tal forma que permaneciera siempre sometida a uno de aquellos cuatro animales —al parecer se llamaba Axel—, pero la muerte del poeta sigue sin casar con nada. Lo único seguro es que su fregona, poco después, tuvo una hija. Las dos vivieron aún mucho tiempo».

El rodaballo
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