De cómo fue protegido el rodaballo de la violencia

Cuando el tribunal feminista se reunió por primera vez, el rodaballo fue llevado a la sala por cuatro ayudantes, en una bañera plana con ruedas, de unos dos metros por uno y medio, y situado frente al tribunal. Un foco lo alumbraba. Lo mismo que si hubieran llenado la bañera de carpas, entre Navidades y Año Nuevo, para conservarlas vivas.

Mientras se leía el escrito de acusación, el rodaballo se mantuvo inmóvil en el suelo de chapa galvanizada, como si no fuera con él el reproche de que, desde finales del neolítico, en calidad de asesor, había promovido exclusivamente la causa masculina, en perjuicio deliberado de la mujer. Las mujeres hablaban por encima de su cabeza. Sólo cuando la presidenta del tribunal, Dra. Ursula Schönherr, le invitó a responder a la acusación, pudo oírse por los altavoces su respuesta. El rodaballo se negaba a hacer ninguna declaración mientras tuviese que estar metido en aquella agua corrompida del Báltico, por añadidura llena de mercurio. Sin pedir la intervención de la defensora de oficio dijo: «Esto raya en los métodos de tortura, harto conocidos, de la moderna justicia de clase, contra los que todos tenemos que luchar; también el movimiento feminista». Además, «y deprisita», había que apagar aquel foco discriminador.

Hubo que aplazar la sesión. En lo sucesivo se trajo diariamente del Mar del Norte, por medio de la British Airways, agua fresca en bidones. Una de las vocales, Beate Hagedorn, que trabajaba en el Zoo de Berlín como bioquímica, vigilaba la renovación del agua.

Cuando dejó de estar iluminado, el rodaballo respondió a la acusación. Sin embargo, mientras se hablaba todavía de la fase neolítica del legendario pez y de los tres pechos de Aya, la diosa reinante, el acusado formuló una nueva protesta desde su bañera de cinc: el suelo metálico le resultaba molesto. Su estado general resultaba afectado por aquel cinc, porque él estaba acostumbrado a yacer plano. Su cara inferior, tierna y sensible, reaccionaba alérgicamente a aquel material extraño. Le era imposible concentrarse suficientemente en la marcha del proceso. El agua no era su único elemento. No podía enterrarse en nada. Le faltaba la arena. Y arena del Báltico. Sólo quería ésa. Mientras no estuviera alojado de acuerdo con sus necesidades, no podrían contar con su colaboración en aquel proceso que, por lo demás, estaba llamado a hacer época. Consideraba inaceptables las condiciones de su custodia. Al fin y al cabo, no se encontraba ante un consejo de guerra fascista.

Hubo que interrumpir otra vez el proceso. Se trajo en avión arena del Báltico. No obstante, ya durante la vista de la edad del bronce y del hierro hasta la cristianización —los casos Vigga y Mestuina—, el acusado protestó de nuevo: no quería que, como a un pez de acuario, lo alimentasen con moscas secas y alimento preparado en bolsitas, ni que lo drogasen quizá de forma abiertamente criminal. Quería alimento fresco. La auxiliar de acuario que se le había adjudicado, dijo, no estaba evidentemente a la altura. Que recurriera a los institutos ictiológicos o de pesquerías de Cuxhaven o de Kiel. Lo que pedía, dijo el rodaballo, era en el fondo natural.

Después de establecer los contactos sugeridos, se alimentó al rodaballo con algas, pequeños insectos y otros alimentos frescos semejantes, y el proceso avanzó sin dificultades hasta que el caso de la cocinera cuaresmal Dorotea de Montovia se acercó a la fase de conclusiones.

La agitación entre el público se produjo, probablemente, porque el acusado había conseguido aportar diversos detalles que, unidos a otros datos y a pruebas pericialmente confirmadas, reflejaban un contexto histórico que atenuaba su culpa. (Los servicios de Dorotea como soplona de los dominicos.) En cualquier caso, desde el público le tiraron una piedra del tamaño de un puño que, aunque no dio en la bañera, hubiera podido dar. Se hizo despejar la sala. Se interrumpieron las actuaciones. Con consentimiento del rodaballo, unos trabajadores (masculinos) rodearon la bañera de una tupida malla de alambre. Sólo que ahora no se veía prácticamente nada. El conjunto resultaba poco afortunado desde el punto de vista estético. En los comentarios de prensa apareció con frecuencia la palabra jaula.

Cuando se permitió de nuevo la entrada al público, se produjeron otros atentados contra el rodaballo. Al fin y al cabo, en las butacas plegables del cine destinadas al público en general se sentaban mujeres en su mayoría jóvenes. Y una de esas jóvenes, cuando el rodaballo, de forma francamente cínica, explicó su teoría de la jaqueca en relación con el caso Dorotea de Montovia, lanzó un frasquito contra la malla protectora. La chica declaró luego ser ayudante de laboratorio. Gracias a Dios, el frasquito no se rompió. El rodaballo pidió que se analizase su contenido, pero cuando se pronunció la palabra cianuro se abstuvo de todo comentario derogatorio del movimiento feminista.

Otra vez hubo que interrumpir el proceso, aplazarlo, hacer salir al público. Una semana entera necesitaron los especialistas (masculinos) para aislar primero la bañera con un cristal de seguridad, dotarla luego de una instalación de oxígeno apropiada e instalar por último en el recipiente un dispositivo de comunicación. Cuando se reanudó el proceso, la voz del rodaballo sonaba de una forma realmente siniestra, como en el cuento que lo había convertido en leyenda y conseja popular: «¿Qué me queréis noramala?». Evidentemente, tenía conciencia del efecto acústico, porque de vez en cuando esmaltaba sus frases, por lo demás marcadamente ceremoniosas y anticuadas, con giros dialectales, exclamaciones de uso vulgar y juegos de palabras con el nombre de Ilsebill. La instalación acústica parecía divertirlo.

Sin embargo, inmediatamente después de comenzar la vista del caso Margareta Rusch, apenas había confesado el rodaballo al tribunal que fue él quien aconsejó que encerrasen a la pequeña Margret en el convento o, mejor dicho, inmediatamente después de haber ilustrado el acusado pez con algunas pequeñas anécdotas la vida monjil, imitando incluso, con virtuosidad vocal, los pedos de monja de Greta la Gorda, se hizo un disparo contra él desde el público. El certero tiro —luego se descubrió que había sido una señora de edad, bibliotecaria, quien lo había disparado— dio en la parte estrecha posterior de la bañera. La mujer, puesta en pie, había hecho el disparo desde la fila 11. Una limpia perforación. El proyectil fue detenido por la arena del Báltico. Sin embargo, el orificio de entrada era suficientemente grande para que saliera un chorro de agua del Mar del Norte del grueso de un dedo meñique. La fiscal en persona, Sra. Sieglinde Huntscha, intentó taponar el agujero con un kleenex. La ayudante de acuario se desesperaba. Se llamó a un fontanero. Se oyó al rodaballo reírse de una forma vulgar por el altavoz: «Mehkohono. Debería serun vakero y nuna Ilsebí. Dihpará konun kolt kontrún roabayo. ¿Porké na kañonazoh?».

Durante la suspensión, esta vez sólo de cuatro días, se construyó un recipiente de vidrio a prueba de bala, de la altura de un hombre, que tenía la longitud y la anchura de la vieja bañera pero estaba lleno hasta la mitad de arena del Báltico. Naturalmente, a aquella pecera no le faltaba el equipo técnico necesario. Ahora se veía al rodaballo mucho mejor: su aspecto vetusto, su pedregosa cara superior cuando, plano como era, no se enterraba del todo en la arena mostrando sólo su boca torcida y sus ojos estrábicos. Sin embargo, nadie podría ya hacerle daño disparándole objetos o balas ni mediante venenos. Se había hecho todo lo necesario para su seguridad.

También estaba protegido (mediante una instalación de alarma) contra secuestros. (Recientemente se habían recibido amenazas anónimas, al parecer masculinas: «Nos lo quieren robar. Esos machistas no se detienen ante nada».) Al rodaballo le gustaba aquella caja de vidrio a prueba de bala. Preguntado, permitió generosamente la entrada a los fotógrafos. Hasta la televisión pudo, durante una pausa del proceso, transmitir su guardada belleza a millones de pantallas. Siguió debatiéndose el caso de la monja cocinera: casi sin contratiempos.

El rodaballo
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