La pesadumbre de un tiempo malo
En el decimosexto año de la guerra, cuando los sajones negociaban con los imperiales y otra vez estaba a punto de caer Silesia, Andreas Gryphius, de dieciocho años, cuya ciudad natal de Glogau había sido reducida a cenizas, se marchó a Danzig para pagarse sus estudios de Historia, Teología, Astronomía y Medicina dando clases a hijos de burgueses que vivían tras fachadas cuya renovación daba expresión boyante y un profundo sentido dorado a la vida, a fuerza de molduras, estrías e inscripciones.
Hasta entonces, el joven sólo había compuesto épica heroica en latín, pero ahora, al conocer un opúsculo sobre las reglas del arte poético, escribió versos en alemán que, en su primer impulso, derribaban tan bruscamente barreras, que llamaron la atención del autor del libro de reglas poéticas —que, en calidad de historiógrafo de la corte del rey de Polonia, había fijado su residencia en Danzig— por su voluptuosa obsesión por el dolor, su cólera al proclamar la vanidad de todo lo existente y su exuberante tristeza; en efecto, Martin Opitz von Boberfeld leyó, en una copia que le dejó un amigo:
«Qué somos, pues, los humanos:
¡Hogar de dolor rabioso,
Juguete de falsa dicha, fatuo fuego de la edad,
Asiento de toda angustia y de toda adversidad,
Nieve que presto se funde, vela muy pronto en reposo!»
de forma que, por mediación de su amigo el matemático Peter Crüger, quiso conocer al joven poeta.
A sus treinta y ocho años, Opitz era un hombre valetudinario, harto de las continuas guerras y del fracaso de la diplomacia. Sólo el año anterior, cuando su padre, el indestructible carnicero de Bunzlau, se casó por cuarta vez, había escrito, juzgándose a sí mismo:
«Mi alma no quiere arder
Ni remontarse como solía;
Las causas yo las maldigo:
El odio a la servidumbre,
Lo que hace amigo o enemigo,
De un tiempo la pesadumbre».
El encuentro tuvo lugar en casa del predicador reformado Nigrinius, en donde Opitz vivía totalmente solo —si se prescinde de una extraña muchacha, llamada Agnes, que cocinaba medio día para él y medio día para el pintor municipal Möller—, el 2 de septiembre de 1636, de lo que queda constancia en una carta a Hühnerfeld, el editor de Opitz: «Agora vino a mi encuentro un hombre de letras nuevo, dotado de feliz lengua, mas no versado en todas las reglas. Su nombre es Andreas Gryph y es natural del Glogau. Me ha ofendido su personalidad toda».
Opitz y Gryphius hablaron hasta que oscureció. El veranillo de San Martín báltico quedaba ante sus ventanas. De vez en cuando tocaban a vísperas. La fregona iba y venía descalza sobre los azulejos verdes y amarillos. Los dos hablaban con dejo silesio —eso no se puede transcribir— y, a veces, como un libro: eso se puede citar.
Gryphius tenía un rostro redondo de niño, que repentinamente podía ensombrecerse y parecer como descarnado, de forma que por su boca hablaba un arcángel furioso. Su boca de anunciador. Los ojos asombrados de espanto. A pesar de su aspecto sonrosado, el joven poeta era de natural atrabiliario, mientras que al más viejo —que siguiendo la moda hispanoflamenca se sentaba rígidamente— los párpados superiores le velaban la mirada de forma que, siempre que hablaba —más para sí que para su huésped—, miraba como un perro azotado a todos los rincones de la estancia o, por lo menos, desviadamente. Evidentemente, a Opitz le molestaban los ruidos. Fuera estaban poniendo a golpes aros metálicos a los barriles.
Al principio, Gryphius pareció apocado y habló con ingenio, al estilo estudiantil, a la fregona Agnes quien, sin embargo, no respondió mientras servía al joven poeta vino con especias y al más viejo jugo de bayas de saúco. Se habló del ruido de las ciudades portuarias y de la Silesia nuevamente perdida. Gryphius dijo que la peste se le había llevado a los dos hijos de su protector Caspar Otto, de Traunstadt, es decir, a sus alumnos de latín. Luego se satirizó el carácter advenedizo de los comerciantes locales. Se nombraron conocidos comunes de Glogau y Bunzlau. Sobró desprecio para la Sociedad Fructuosa, el círculo literario de Silesia.
Quizá de una forma demasiado casual, después de haber mencionado la muerte del último protector de los refugiados silesios en las polacas Lissa y Fraunstadt, el príncipe Raffael Leszczynki, Opitz alabó los audaces sonetos de Gryphius, a veces, sin duda, demasiado liberados de la métrica. Luego lamentó que la proclamación de un dolor desenfrenado, lo jeremíaco del tono de valle de lágrimas y la condenación, como nadería, del más mínimo placer terrenal resultasen excesivos. Dijo que el hermoso verso «¿Debe subsistir esa burbuja, ese hombre insustancial?» le afectaba también a él dolorosamente, tanto más cuanto que, en otro tiempo, había escrito versos igualmente nihilistas; sin embargo, no podía rechazar toda actividad humana como «paja, polvo, ceniza y viento» y desear que se disipara. Al fin y al cabo, había cosas útiles. A menudo yacían entre ruinas, lo que aseguraba su persistencia. La huella continuaba. Hasta en lo estéril podía reconocerse el valor de un hombre honrado. Nada se perdía por sí solo. El canciller sueco Oxenstierna le había convencido de la necesidad de la acción política. Lo bueno no se encontraba, sino que había que cribarlo. Por otra parte, Gryphius era demasiado joven para calificar al mundo entero de valle de lágrimas y, con unas mejillas rosadas como las que ahora mostraba, desear la muerte y el pudridero. Todo eso, placer y dolor, había que vivirlo antes.
Entonces el joven Gryphius vació su jarro de vino con especias, miró fijamente los clavos de giroflé y flores de nuez moscada que quedaban en el fondo, se ensombreció antiguotestamentariamente y no pretendió hacerse ya el gracioso en presencia de la escanciadora fregona, sino que habló sin vacilaciones, como si hubiera preparado su discurso, marcando con el índice derecho los ritmos contra el borde de la mesa.
Ante todo, reconoció que su generación poética había utilizado agradecida la obra teórica de Opitz, y que él y otros jóvenes se habían dedicado con decisión a la versificación alemana, apartándose de las insulseces latinizantes; luego apuntó al elogiado maestro con el dedo desnudo que, un momento antes, tamborileaba aún. Dijo que él, el gran Opitz, había dilapidado sus fuerzas politizando; él, el Opitz coronado por el Emperador, el ennoblecido Opitz, había dado a la diplomacia lo que hubiera debido dar a la poesía; él, el reglamentador Opitz, había ocultado toda la miseria humana con su palabrería; él, el siempre activo Opitz, desde que había guerra se había ocupado de los negocios sucios de los sucesivos príncipes e incluso ahora, aunque se encontrase en puerto seguro, no podía dejar de aconsejar por un lado al rey Vladislao de Polonia, escribiéndole cartas para ponderar alguna pequeña ventaja, ni de enviar por otra al canciller sueco Oxenstierna informes secretos sobre el reclutamiento de mercenarios prusianos para los ejércitos del Emperador. Todo eso lo hacía Opitz, sin duda, por amor a la pobre Silesia, otra vez católicamente oprimida, pero también a cambio de táleros contantes y sonantes, que le pagaban polacos y suecos por sus dudosos servicios como agente doble, por sus chivatazos y sus servicios de comadreja. Por eso era la ambigüedad lo que a él, Opitz, le cortaba la palabra, cuando la guerra exterminadora y la miseria de los desvalidos hijos de Eva hubieran debido hacer hablar sin rodeos a los poetas. Él, en cambio, el flexible Opitz, según las circunstancias, había servido a los protestantes o traducido al germano para los jesuitas el manual antiherético. En las misas católicas se había hincado hipócritamente de rodillas. Cuando Magdeburgo cayó y sobrevino la miseria, Opitz escribió incluso poemas satíricos sobre esa ciudad temerosa de Dios —«Siempre dormía sola, la beata solterona…»— por lo que había sido maldecido en el campo protestante. Y a las hijas de Breslau —se sabía de dos— les había hecho niños estando de paso, pero se había negado luego a pasarles una pensión. Y todos los anticuados himnos de alabanza y de gracias que él, el servil Opitz, había actualizado en verso —sin duda observando fielmente las reglas— para el chupasangre del conde Dohna —«Tú me elevas sobre mí, mi libertad no rehúsas. Con el peso de tus armas, quieres donarme a las musas…»— eran sin duda magistrales de acuerdo con lo que tan meritoriamente enseñaba su librito de versificación alemana, pero sin el sentimiento ni la cálida palabra necesarias, y más bien insípidos. Y, sin embargo, él, Gryphius, podía recitar poemas de Opitz, por ejemplo los primeros, los de Transilvania, pero también los de la peste en Bunzlau, en los que el arte no adoptaba actitudes y la palabra no escondía nada, sino que mostraba un valle de lágrimas sin salida:
«… Cuánto había de sufrir ahora
Quien enfermo yacía / hasta llegar la hora /
De abandonar su cuerpo. Su sangre inficionada /
Subía a su cabeza cual ceniza abrasada /
Y bañaba sus ojos / de fuego encendido.
Privado de palabra su pecho entumecido /
El pulmón sollozaba. / Su cuerpo yacía /
Dejando huir sus fuerzas. Hedía /
Cual pútrida carroña
Por dar de sí recado /
Olía todo él; su ser tan delicado
Estaba ya a la puerta / buscando con anhelo /
Si en aquel gran dolor no hubiera algún consuelo.»
Entonces, después de una pausa en la que la fregona Agnes atravesó el cuarto, puso platos de estaño sobre la mesa y, fuera, la ciudad portuaria siguió su vida habitual —hacían rodar barriles—, el viejo Opitz dijo al joven Gryphius: Síseñor, casi todo era verdad. Se había extraviado en asuntos embrolladamente bélicos, siempre viajando, siempre llevando mensajes, propuestas de mediación y peticiones de ayuda; se había agotado, más que divertido, con las hijas de Breslau; había tenido que precaverse de los jesuitas y asegurarse el favor principesco, pero, sin embargo, se consideraba —como el muy docto Grocio, que precisamente se había sentado así ante él en París— como un irenista u hombre de paz, porque no le movía ningún partido, sino el deseo de tolerancia hacia todas las creencias, por lo cual él, aunque fatigado, quería inducir aún al canciller Oxenstierna, con sus cartas, para que ahora, cuando el Emperador era débil, fortaleciera el ejército del mariscal Baner, a fin de que los suecos, con la caballería de Torstenson y los regimientos escoceses de Lesley y King impidieran la unión de las tropas imperiales con los traidores sajones; sí, en realidad se esforzaba —ya que el infante real era educado de una forma totalmente absurda por su madre en el castillo de Estocolmo— porque el poderío sueco, en lo posible, se aliase con el polaco Vladislao contra los Habsburgo, sobre todo porque el rey de Polonia seguía pensando en la corona de Suecia; y por eso él, Opitz, el pasado año había compuesto un panegírico a Su Majestad polaca, en el que se ensalzaba el amor a la paz del rey y la tregua inteligentemente mantenida —«… Pues él, gran Vladislao, prefiere la paz a cualquier guerra…»—; sin embargo, debía ocuparse incesantemente, aunque fuera en perjuicio de la Poética, de la miseria silesia, si bien había fijado su residencia en un lugar seguro para poder escribir todavía versos. Porque sólo de eso se trataba, dijo Opitz para terminar, amonestando al joven Gryphius con la mirada: «En fin de cuentas, todo verso es yámbico o trocaico; no porque, al estilo griego y latino, nos preocupemos de la longitud de las sílabas, sino porque, por el acento y los tonos, sabemos qué sílabas deben ser fuertes y cuáles débiles».
Entonces, antes de que Gryphius pudiera desahogarse tormentosamente, la fregona, que sólo sonreía siempre en torno a su propia boca, trajo sobre una bandeja de plata un bacalao guisado, que ella llamaba abadejo. Luego, Agnes habló a través de la mesa. Rogó al joven señor que, por amor del cielo, no discutiera más, a fin de que su amado señor, cuyo estómago se destemplaba fácilmente, pudiese comer con calma su pescado cocido con leche y sazonado con eneldo. Con una aleluya —que recitó con su ancho acento campesino y acentuación equivocada, y que decía así: «Discutir ante un buen abadejo es olvidar de Dios el consejo»— logró poner paz; porque el pescado se separaba suavemente de su raspa y, con sus ojos blancos, no miraba a nadie.
No sólo por eso comieron en silencio. No tenían nada más que echarse en cara. Sólo quedaban las medias palabras. Se lo habían dicho todo. El joven Gryphius se cebaba hambriento con la mano izquierda, mientras que Opitz, más bien inapetente, pinchaba con un tenedor que, hacía unos años, se había traído de París como cubierto de última moda. Gryphius chupó la raspa y sorbió además la gelatina de las órbitas de la cabeza del bacalao. Las dos esferas ciegas quedaron a un lado. Opitz no probó el puré de mijo endulzado con miel, en el que nadaban flores de saúco garrapiñadas, que Agnes puso a la mesa cuando sólo quedaban del abadejo las espinas limpias, las aletas caudales y traseras rechupadas y los saqueados huesos de la cabeza; sin embargo, el joven Gryphius, como si tuviera que desempeñar el papel de protagonista en el cuento del país de Jauja, se abrió camino devorando la humeante montaña de mijo: tan tempranamente huérfano, tan juvenilmente desesperado, tan silesiamente hambriento.
Al principio se oyó sólo el relamerse del poeta, que pronto se haría famoso por su elocuente deseo de morir y su renuncia a todo placer terrenal, pero luego se oyó al inquieto estómago de Opitz, cuyos nervios estaban seguramente excitados por la presencia del huésped: borboteos, gorgoteos, regüeldos agrios. Tras unos párpados entornados ocultaba Opitz sus dolores, aunque a veces se pellizcaba la perilla que, al estilo sueco, debía subrayar su débil mentón.
Cuando hubo liquidado también la montaña de mijo, el joven Gryphius preguntó, en medio del silencio, qué hacía, qué planeaba y en qué gran obra había meditado el maestro, y cuál era su posición hacia la tragedia germánica, después de haber traducido con tanto esmero a Sófocles. Opitz entonces sonrió, es decir, suavizó el melancólico diseño arrugado de su fealdad con una mueca y aseguró que, como desde hacía tiempo carecía de fuego interior, no podía dar ya mucho humo. En un horno frío no había que buscar la brasa. Sin duda también por esa razón su idea juvenil, totalmente sofocada por las malas hierbas, no maduraría para convertirse en un verdadero drama sobre la antigua Dacia. Y una tragedia germana debía escribirla alguien que, como Gryphius, estaba todavía sobre la escena. Sin embargo, quería traducir al alemán cuidadosamente los salmos de David, para lo cual estudiaría la escritura hebraica con una orientación docta. Luego pensaba «verter a nuestra lengua y dar aquí a la imprenta» epigramas griegos y latinos. También tenía la intención de descubrir los tesoros de Breslau y de dar a conocer nuevamente el canto de Annón, olvidado desde los tiempos antiguos, para que pudiese perdurar. Nada más.
Como si quisiera disculparse, Opitz señaló la mesa devastada y dijo: «Nadie puede por eso censurarnos que dediquemos el tiempo que muchos consumen en festines, inútiles pláticas y reyertas, a los deleites del estudio, ni que renunciemos a lo que los pobres a menudo disfrutan y los ricos no pueden comprar».
Esto hubiera podido ser un estímulo para que el joven Gryphius no dijese una palabra más, se marchase y, en una estancia tranquila, se pusiese a estudiar diligentemente. Pero el joven se puso en pie, mostrando un rostro consternado, que expresaba lo lastimosamente agotado que le había parecido el siempre venerado maestro. Y cuando Opitz —apenas había recogido los platos la extraña, ahora canturreante en tono monótono, fregona— confesó, con una mueca senil, que las cálidas carnes de Agnes, aunque tuviera que compartirlas con el pintor municipal, lo enternecían últimamente, lo vivificaban, le daban deseos —aunque demasiado tarde y con éxito incierto—, Gryphius se abotonó asqueado el jubón: tenía que marcharse. No quería molestar. Ya había aprendido suficiente. Se había quedado demasiado tiempo.
Ya en la puerta, el joven poeta formuló aún una petición. Sin titubeos y abiertamente, le pidió a Opitz que interpusiera sus buenos oficios con algún editor benévolo. Aunque él, Gryphius, sabía que todas las impresiones y la búsqueda de la fama eran vanos, quería ver impresos sus sonetos, que había escrito aquí, en esta ciudad falsamente brillante y llena de una felicidad engañosa, porque estaban dirigidos contra esa vanidad. Opitz le oyó, pensó un poco y prometió luego ocuparse de lograr los favores de un editor.
Marcando las distancias repentinamente en latín culto y con citas (con lo que también Gryphius se pasó al latín), Opitz dijo, después de una larga cita de Séneca, que conocía a un consejero imperial que, retirado por enfermedad, llevaba una vida contemplativa y sentía debilidad por las artes. Esperaba que a Gryphius no le molestase el título. No todos los imperiales eran malos. Escribiría para interceder por él.
(Así ocurrió pronto. Gryphius se fue a vivir a la hacienda de un tal señor Schönborner, se granjeó sus favores, enseñó a sus hijos y, al año siguiente, financiado por el consejero imperial, hizo imprimir sus sonetos en Lissa, a fin de que le sobrevivieran.)
Sin embargo, cuando el joven Gryphius, lleno de pescado y mijo pero también colmado de tristeza, se hubo marchado por fin, la fregona Agnes encendió dos velas, puso el papel en orden y, junto a él, una pluma de ganso recién cortada. Luego colocó al lado una escudilla con cominos, que a Opitz le gustaba comer mientras escribía cartas. Los cogía humedeciéndose la punta del dedo. Su pequeño vicio: la pasión por los cominos.
Escribió al canciller sueco que debía movilizar de una vez las tropas de Torstenson y el regimiento escocés. Según sus informaciones —las de Opitz—, que había recogido en la ciudad puertaria —«pues Dantzik es el centro de todas las gentes y todos los correos cortesanos posibles»—, había llegado el momento de derrotar a los sajones en Brandeburgo, antes de que pudieran aliarse al poderío imperial. Tanto la miseria silesia como la situación militar estaban maduras para una decisión.
(Con lo que, un mes más tarde, el 4 de octubre de 1636, las tropas imperiales, separadas de las sajonas, fueron derrotadas por los suecos, mandados por el mariscal Baner, en Wittstock sobre el Dosse, un afluente del Havel, entre el bosque y los pantanos, en donde los regimientos escoceses de Lesley y King jugaron un papel decisivo: después de pérdidas innumerables por ambos lados, se contaron los estandartes, cañones y forrajes capturados. Y eso fue todo.)
Opitz, tras haber sellado la carta para Oxenstierna, permaneció aún algún tiempo inmóvil ante las velas, comiéndose el resto de los cominos, olvidado de todo ruido y esperando a la fregona Agnes, que llegó pronto y lo arregló todo o casi todo.