Rebeca Jaqueca
Se sienta en el árbol hendido
sensible al tiempo sobre sus cejas,
sobre sus depiladas cejas.
Si cambia el tiempo, si la presión sube, si hace bueno,
hay un ruido como de seda rasgada.
Todos temen los cambios de tiempo,
andan de puntillas, corren las cortinas.
Debe de ser un nervio pellizcado: aquí, allá o acullá.
Se dice que dentro, más dentro aún, hay alguna cosa atravesada.
Una dolencia iniciada en el último periodo glaciar,
cuando la Naturaleza se desplazó una vez más.
(También la Virgen, al parecer,
cuando el ángel estrepitoso se le acercó demasiado,
se pasó por las sienes luego la punta de los dedos.)
Desde entonces hacen negocio los médicos.
Desde entonces se practica, autógena, la fe.
El grito que todos dicen haber oído;
hasta los viejos recuerdan con horror
cuando mamá estaba echada en silencio en la oscuridad.
Dolor que sólo entiende quien lo ha sentido.
Otra vez amenaza,
taza y plato chocan con fuerza excesiva,
muere una mosca,
los vasos, ateridos, están demasiado juntos,
grita el ave del paraíso.
«Rebeca Jaqueca», cantan los niños ante la ventana.
Nosotros —sin comprender— nos condolemos a distancia.
Ella en cambio, tras las persianas, ha entrado en su cámara de suplicios,
cuelga de un hilo vibrante y se vuelve cada vez más hermosa.