Lo mismo que mi Dorotea

Tanto si me restriego contra Ilsebill hasta que se queda encinta, me cito con Sieglinde Huntscha después de un cansado día del proceso —el rodaballo, como protesta, ha flotado una vez más panza arriba— para tomar una cerveza y lo que venga, o si, por fin, con ayuda de mi máquina de escribir portátil me libero de Dorotea, siempre es el mismo tipo de mujer el que me debilita y me inquieta, por el que me dejo embaucar, el que ordenadamente me llama al orden.

El otro día, mientras el tribunal feminista se ocupaba de mi discutible comportamiento durante el alzamiento de los gremios contra el patriciado, dibujé desde mi butaca del cine —con lápiz blando en mi cuaderno de notas, para tener un retrato de Dorotea—, a la fiscal, primero de perfil, luego —mientras ella acusaba al rodaballo de haber protegido sólo la dominación patricia— de tres cuartos, y después de frente. Sin embargo, todos los dibujos se empeñaban en parecerse a Ilsebill: tres intimidantes rostros alargados, dominantes, imposibles de borrar, como si sus padres no hubieran sido un campesino de la Isla, un ingeniero o (Gerhard Huntscha, caído en África del Norte) un oficial de carrera, sino infernales machos cabríos del establo de Asmodeo.

Y si reconocí entre las vocales del tribunal, en la Sra. Helga Paasch, a mi malhumorada Vigga, y en la siempre achispada Ruth Simoneit a mi Mestuina bebedora de leche de yegua, puedo estar seguro también de que la acusación no está sólo representada por Sieglinde Huntscha (y por ti, Ilsebill), sino que, indirectamente, favorece a mi Dorotea, lo cual, sin embargo, es deportivamente contrarrestado por la Dra. Schönherr, presidenta del tribunal. Una figura maternal que no huele a establo. En ella, que con unos cuantos gestos transforma la sala de cine, a menudo patas arriba, en angelical jardín de infancia, se manifiesta siempre mi madre primitiva Aya. En cualquier caso, como juez, llamó al orden a la acusación cuando Sieglinde Huntscha calificó al rodaballo de «lacayo de la clase dominante en cada momento».

La fiscal estimaba que el rodaballo me había utilizado a mí, el irresoluto espadero Slichting, para sembrar la discordia en los gremios, decididos a la lucha contra el patriciado. Por consejo del rodaballo, dijo, había sido yo quien había afirmado que la indignación causada por la importación de cerveza de Wismar era un problema que, en realidad, sólo podía escocer a los cerveceros de la ciudad y, como mucho, al gremio de los toneleros.

Sieglinde Huntscha lo contaba como si hubiera estado allí. Lleno de dudas por culpa del rodaballo, el espadero Slichting había dicho que, desde luego, no podía hablar por los forjadores de anclas, cuberos, cantareros y herreros, pero no había podido observar en las asambleas de esos gremios ni tampoco en las de los navegantes de Escania el menor deseo de concentrarse ante el ayuntamiento, con barras y machos de fragua, para complacer a unos ricos cerveceros que, a pesar de la competencia de Wismar, vendían muy bien su cerveza negra. Y en cuanto a la reivindicación política de una participación paritaria en los escaños y el consejo general, así como en el tribunal de los nueve escabinos, como artesano que había viajado mucho sólo podía reírse: eso no existía en ninguna parte. ¿Qué calzonero se atrevería a representar con habilidad diplomática los intereses de la ciudad, por ejemplo en la Dieta Hanseática de Lübeck? ¿Quién podría hacer frente con más aplomo a los Caballeros Teutónicos —por ejemplo al viejo zorro de Kniprode— para defender Vitte, la factoría de Danzig en Falsterbo y los derechos de los navegantes agremiados de Escania: el patricio Gottschalk Nase, que desde hacia años representaba incansablemente a la ciudad desde Brujas a Novgorod, o el carnicero Tile Schulte, que ni siquiera sabía escribir su nombre, por no hablar de cartas o de sellos? Todo eso era sólo un truco, con el que los ricos maestros toneleros querían colarse en el consejo. ¡Con ayuda de los gremios, claro! Sin embargo, una vez elegidos, se les vería pavonearse por la Puerta de las Carabelas con más arrogancia que los propios patricios. Él, Slichting, sólo podía desaconsejárselo. El orden establecido por la Carta otorgada según el fuero de Kulm había probado su eficacia. Una revuelta sólo traería mayores arbitrariedades.

El que, a pesar de todo, se produjera el levantamiento, fue calificado por la fiscal de «triunfo del proletariado medieval», aunque fue un patricio descarriado, el tallista Luis Skriever, quien guió a los artesanos sublevados.

«¡Pobre proletariado engañado!», se burló el rodaballo. «No, respetadas señoras, mi protegido, el no sólo probo, sino también experimentado espadero Slichting, hizo bien en mantenerse al margen de las violencias. No fui yo sólo quien confirmó su desconfianza, sino que también su esposa Dorotea, sin duda ignorante de la política pero dotada de instinto, le aconsejó que no fuera un atolondrado compañero de viaje. Porque la rebelión fue así: los toneles de cerveza de Wismar se derramaron por las callejas. Luis Skriever, a quien animaba un deseo de venganza privada —el patricio Gottschalk Nase había llamado a la hija de Skriever, por su dote demasiado escasa, “un mal partido” para su hijo—, incitó a los artesanos sublevados a asesinar a consejeros y escabinos. En suma: el patriciado reaccionó. Tenía de su parte a los marineros y los navegantes de Escania. Ya antes de que fueran ajusticiados Tile Schulte y otros seis sublevados, entre ellos un mozo de molino del Barrio Viejo, el tallista Skriever se dio a la fuga. Se dictaron largas sentencias de prisión. Sin embargo, inteligentemente, el consejo renunció a importar cerveza de Wismar. Y los compañeros cerveceros donaron a la iglesia de Santa María un altar lateral y ornamentos de plata para el culto. Todo arreglado. Lo siento por la fiscal. Porque la verdad es que hubiera sido muy sensato flexibilizar el orden patricio, corrompido por la sucesión hereditaria en los cargos, mediante algunos representantes de los gremios, por ejemplo en el tribunal de los escabinos.»

Sieglinde Huntscha se quedó como si le hubieran sellado los labios. Asqueada por tantas medias verdades. Sólo con una expresión reconcentrada podía defenderse de la supuesta realidad y de sus sucios hechos. Así ocurría cuando los ojos de Dorotea se cubrían de un velo gris; así cuando Ilsebill, que generalmente tiene la mirada verde, de pronto, en cuanto la realidad reclama sus pequeños tributos, cambia su óptica habitual por unos ojos de vidrio. Entonces dice: «Eso lo veo yo de una forma totalmente distinta. Lo siento, pero paso». Y Dorotea, cuando yo comprobaba su desastrosa administración doméstica, se ponía a mirar por encima, por detrás o a través, y no hacía más que rimar «Redentor» con «goço et dolor». Sieglinde Huntscha hizo sus contraalegaciones con una voz tan baja e inexpresiva que parecía querer demostrar que el hablar con los labios cerrados seguía siendo un arte digno de admiración.

«Sí, acusado. Usted gana. Todos los hechos están a su favor. Además del apaciguador Slichting, adiestrado por usted, estaba el provocador Skriever quien, por cierto, era al parecer amigo de Slichting. El proletariado de la Alta Edad Media se dejó engatusar. No había llegado el momento. Y su respuesta, que veo venir —“tampoco hoy, nunca llega el momento”—, es irrefutable. Si se compara la rebelión de los trabajadores de los astilleros polacos contra el comunismo burocrático, en diciembre del 70, con las rebeliones medievales de los artesanos contra el orden patricio, se ve que, lo mismo entonces que ahora, se decía que no había llegado el momento. Y, sin embargo, acusado rodaballo, se equivocaban. Y no es que los ridículos logros de entonces y ahora —cesación de la importación de cerveza de Wismar, congelación de los precios de los alimentos básicos— puedan rebatir su pesimismo reaccionario, no; es la esperanza, como principio proletario, lo que quita todo valor a su batiburrillo de hechos. La esperanza limpia de escombros la Historia. La esperanza libera la línea llamada progreso de todos los enredos de su época. La esperanza sobrevive. Porque la única realidad que existe es la esperanza.»

Esas palabras de fresco verdor no eran suficientemente rojas para el gusto del público. Las risitas fueron reprimidas con dificultad. Alguien gritó «¡amén!». Y si el rodaballo hubiera tenido hombros, se habría encogido de hombros. Así, sólo dijo: «Un punto de vista respetable y éticamente valioso. En San Agustín y en Bloch, autores ambos que aprecio, se encuentra algo parecido. Mi distinguida acusadora, usted me recuerda, encantadoramente, a la goticoflamígera Dorotea de Montovia. Tampoco ella dejó de esperar la libertad hasta que, finalmente, tapiada en su celda, es decir, lejos del mundo y sus contradicciones, encontró la libertad que buscaba».

En la sala se produjo un tumulto. Los silbidos iban dirigidos más contra Sieglinde Huntscha que contra el cínico pez plano. La Dra. Schönherr lanzó una mirada primitivomaternalmente apaciguadora. Dijo: «Una interesante controversia. Notable. Es verdad: ¡qué haríamos las mujeres si no nos sostuviese la esperanza! Sin embargo, quizá deberíamos pedir al rodaballo que nos aclarase por qué Dorotea Slichting, de soltera Swarze, sólo encontró la libertad en una celda apartada del mundo. ¿Acaso el matrimonio, como invención patriarcal, no resultaba apropiado para garantizar a las mujeres la libertad? Y el rodaballo, al aconsejar el matrimonio, ¿no buscaba esa pérdida unilateral de libertad? ¿No fue él quien empujó a la pobre Dorotea al único espacio libertario entonces abierto, el de la locura religiosa? El que los hombres intentasen luego hacer de ella una santa obedecía a razones puramente pragmáticas; casualmente, la hoguera no resultaba oportuna… por citar la otra forma de libertad entonces adecuada para las mujeres. En la grotesca rebelión de los cerveceros y toneleros, el rodaballo no actuó de forma especialmente culpable; su culpa, acusado, se manifestó sobre todo en relación con nuestra hermana Dorotea. Desde Dorotea, los hombres han intentado siempre canonizar el ansia de libertad de las mujeres o desecharla como locura típicamente femenina. Acusado, antes de que se dicte sentencia, ¿tiene algo que alegar?».

El rodaballo renunció a ello. El ambiente de la sala era otra vez excelente. Sólo Sieglinde Huntscha parecía deprimida. Refutó con desgana los argumentos de la Sra. Von Carnow, defensora de oficio.

Ya mientras la presidenta y las vocales deliberaban, el rodaballo comenzó a bambolearse; por fin se dio la vuelta y flotó panza arriba como si agonizara. Y cuando fue declarado culpable de haber promovido el matrimonio, como institución esclavizadora de la mujer, haber destrozado la vida de Dorotea de Montovia y haber propugnado su emparedamiento y canonización únicamente para dar a la Orden Teutónica, en la guerra contra Polonia, una pin-up de efectos propagandísticos, el rodaballo, sin abandonar su posición de protesta, no se dio por enterado.


Yo esperaba a Sieglinde ante el antiguo cine. Me daba pena. Mejor dicho: quería algo de ella. Mi compasión era auténtica, pero quería también explotarla. «¿Te apetece una cerveza?» A Sieglinde le apetecía.

No, Ilsebill, nada de «otra vez típicamente machista». Ella hubiera podido decir que no. Pero necesitaba mi simpatía y sabía que yo quería algo de ella.

Bebimos en el Bundeseck unas cervezas, unos aguardientes. Ni una palabra sobre Dorotea. Al principio hablamos al azar de temas de actualidad. Luego hablamos de otros tiempos. Nos conocíamos desde hacía bastante. En aquella época, yo era novio de Sibylle Miehlau. Y Siggi —así se hacía llamar Sieglinde a principios de los años sesenta— estaba loca por Billy, como llamaban a Sibylle Siggi, Fränki y el Maxi. A todas les había entrado la veta lesbiana y me dieron de lado, hasta que las cosas se volvieron trágicas y Billy desapareció: el Día del Padre del 63.

Hablamos sobre eso, ya como de algo lejano, ante la cerveza y el aguardiente. Sieglinde dijo: «En aquella época no teníamos ni idea de política. Sólo sospechábamos que las cosas podían ser también de otro modo. Lo intentamos bastante a la desesperada. Hoy sé más. Todavía me veo con Fränki y con Maxi. Pero no como antes. Nos hemos ido alejando cada vez más. Fränki machaca sus consignas estalinistas. El Maxi fue primero «esponta» y ahora anda en el rollo anarquista. ¿Yo? A mí esas chiquilladas me repatean. Cuando el pasado verano las tres cogimos por casualidad al rodaballo, todavía nos llevábamos bien. Sólo después se pusieron las cosas difíciles. El tribunal nos ha separado. Fränki no podía comprender que contemporizase con la Schönherr. Demasiado liberal para su gusto. Sin embargo, hasta ahora no lo hace mal la doctora. Por lo menos, sabe cómo manejar el cotarro. Y la forma en que me sacó del aprieto cuando el rodaballo me dejó en mal lugar fue admirable. ¡Hay que ver cómo se olvidó simplemente de esa sublevación de mierda y se sacó otra vez de la manga a Dorotea! Sí, está casada. Tres hijos. Al parecer, hasta es feliz. ¿Y tú? ¿Qué haces? Algo he oído. ¿Una rubia grandota? ¿Que siempre parece un poco desquiciada? Creo que la conozco. Esperemos que tu Ilsebill te meta en cintura».

Luego bebimos otras cervezas y otros aguardientes más. A la pregunta de Sieglinde «¿y qué estás maquinando ahora?» respondí con cautela: el tribunal mismo, el tema en general me interesaba. Me afectaba no sólo como escritor, sino también como hombre. Y en cierto modo me sentía culpable. Todo aquello me venía muy bien. Al principio sólo había querido escribir una especie de historia de la alimentación basada en nueve u once cocineras: de la esteba a la patata, pasando por el mijo. Pero el rodaballo había sido un elemento de contrapeso. Y también el proceso incoado contra él. Por desgracia, no me habían querido citar como testigo. Mis experiencias con Aya, Vigga, Mestuina y Dorotea habían sido para aquellas señoras, si no ridículas, al menos una pura fantasía. «Os habéis cargado todas mis mociones. Qué puedo hacer que no sea lo de siempre: escribir-escribir.»

Sin duda no me escuchaba ya. Sieglinde seguía sentada, con la espalda arqueada, fumaba como a la fuerza y se deslizaba cada vez más hacia ese aislamiento que Dorotea desde niña, cuando aún se metía en los sauces huecos, deseaba como refugio, y que ayuda también a mi Ilsebill a adoptar, expresar e imponer decisiones súbitas. En cualquier caso, Sieglinde, después de un último trago de cerveza, dijo de pronto, desde su soledad: «Ven. Vamos a la cama».


Vive en la Mommsenstrasse. Desde allí, dos horas después, tomamos un taxi hasta Steglitz. Lo que quería de Sieglinde —«Tienes la llave del cine. Quiero hablar con el rodaballo, sólo un momento»— no se lo había dicho hasta después, en dos frases. No se sorprendió. «Ya me sospechaba que había algo más, una especie de cagada final.» No puso objeciones y llamó al taxi. No, Ilsebill, no estaba cabreada ni decepcionada.


Me lo había imaginado todo mucho más difícil: timbres de alarma, una especie de cámara acorazada. Pero Sieglinde abrió el cine y lo cerró a nuestras espaldas con dos llaves corrientes, se sentó en la antigua taquilla y dijo: «Espero aquí hasta que os hayáis explayado. ¿Tienes dos monedas de un marco? Se me están acabando los cánceres».

Yo le busqué un paquete de Lord Extra, dije «hasta ahora» y entré en la oscura sala, que no olía precisamente a hombre. Sólo dos lucecitas rojas a izquierda y derecha del tanque indicaban dónde pernoctaba el rodaballo. Me acerqué tanteando con los pies, como se hace en el cine cuando la función ha empezado.

«Rodaballo», dije, «quizá se acuerde usted. Soy yo. Otra vez yo. Cuando lo capturé era un día neolítico de nubosidad variable. Curiosamente, con una nasa de anguilas. Hicimos un pacto: le puse en libertad. Me prometió aconsejarme para liberar a los hombres de su dependencia, servir sólo a la causa masculina. Siento mucho que, por ello, se haya visto arrastrado ante ese ridículo tribunal. Por desgracia, las mujeres no me han dejado declarar como testigo. Hubiera hablado en favor de usted. Hubiera defendido siempre la necesidad histórica de su contradictoria existencia. Si hay un Espíritu del Mundo es el que habla por su boca. Ha sido estupendo cómo ha puesto hoy otra vez a las mujeres en su sitio. La fiscal se quedó sin habla. Y cerrarle el pico a Sieglinde Huntscha es, bien lo sabe Dios, toda una hazaña. Sin embargo, siempre me enamoro de esa clase de mujeres. En otro tiempo fue la puñetera Dorotea. Ahora me hace la vida imposible una tal Ilsebill: una estúpida. Nunca está contenta. Siempre quiere algo. El otro día, la discusión por el lavavajillas. Ahora, un apartamento en la ciudad. Y lo que tiene no lo quiere. Y lo que se le regala no le gusta. Sin embargo, todo lo quisimos juntos: el embarazo, un niño de los dos, un cenador con una enredadera que trepase rápidamente. Pero no he venido aquí a llorar mis penas. Al fin y al cabo, en aquel tiempo, a pesar de sus advertencias, rodaballo, me enamoré de la bruja de Montovia. Porque me atrae con su fuerza apática, como sin utilizar. Quiero decir Ilsebill. Ya sabe usted, rodaballo, que soy culo de mal asiento. Que necesito un polo de atracción. Sí señor, algo que me sujete. Pero también ella quiere sacar los pies del plato. ¡Eso no puede ser! Ya Dorotea no nos dejaba parar. Siempre de peregrinación. ¡Qué se me había perdido a mí en Aquisgrán o en aquella Einsiedeln suiza de mala muerte! También mi Ilsebill quiere hacer sus viajecitos. ¡A las Pequeñas Antillas! ¿No puedes practicar aquí tus devociones?, le decía a Dorotea. Pero no. Todas quieren ser libres, independientes. O, como Dorotea, pertenecer sólo a su dulce Jesús. Como si eso existiera, la independencia. Yo, por lo menos, he tenido que matarme trabajando para otros. Y por mis queridas hijitas. Eso lo agota a uno. Lo liquida, rodaballo. Estoy acabado. En algún momento debemos de haber hecho algo mal. Se han vuelto tan agresivas las mujeres. Ya Dorotea. Y cuando Ilsebill ataca el registro heroico me pongo malo. Se me revuelve el estómago. ¡Dime algo, rodaballo! Estoy escribiendo un libro sobre ti, para ti. ¿O es que no puedo ya tutearte ni, como antes, llamarte padre?».

Naturalmente, hubiera tenido que hablar con el legendario pez plano de una forma mucho más objetiva y equilibrada. Pero me dejé arrastrar porque la presión en los últimos tiempos, no, desde hacía siglos, desde que se fue al diablo mi primer matrimonio con aquella Dorotea Swarze, había ido aumentando cada vez más, incluso cuando había evitado el matrimonio. Tenía que desahogarme.

Las dos luces rojas a derecha e izquierda de la bañera de cinc bastaban para comprobarlo: el rodaballo se había enterrado por completo en la arena. Sólo asomaban su torcida boca y sus ojos de través. ¡Cómo me saltaba antes —sólo tenía que llamarlo— a los brazos, a las manos abiertas! Y cómo me había hablado, aconsejado, ordenado, enseñado, instruido, regañado y sermoneado, dándome indicaciones concretas: haz esto, no lo toleres, escúchame, ten cuidado, no te comprometas, eso que te lo den por escrito. Tus intereses, tu privilegio, tu deber de hombre, todo eso ha de quedar entre hombres…

Lentamente, la sala de cine, que olía de una forma desafiante, se convirtió en un inmenso bocadillo de tebeo vacío. Yo quería marcharme; no, huir. Entonces habló el rodaballo.

Sin abandonar su posición de reposo en el lecho de arena, su torcida boca se movió. «No podré ayudarte, hijo mío. Ni siquiera puedo ofrecerte una simpatía moderada. Todo el poder que te di lo has malgastado. En lugar de utilizar tutelarmente el derecho que te fue dado has convertido el dominio en opresión y el poder en un fin en sí mismo. Durante siglos me he esforzado por disfrazar tus derrotas, por calificar de progreso tu lamentable fracaso, por ocultar con grandes construcciones tu ruina evidente, sofocarla con sinfonías, embellecerla en retablos sobre fondo dorado y disimularla en libros con mucha palabrería, a veces con humor, a veces con tonos elegíacos, en caso necesario con habilidad tan sólo. Para apuntalar tus superestructuras, hasta inventé complacientemente dioses, desde Zeus a Marx. Incluso en la época actual —que para mí es sólo un segundo del universo— y mientras siga existiendo ese tribunal, en el fondo divertido, tengo que rellenar de ingenio tus despóticas tonterías y extraer de tu bancarrota un sentido. Pero resulta cansado, hijo mío. Hasta para el tan invocado Espíritu del Mundo el entretenimiento es sólo mediocre. En cambio, las señoras que me juzgan me gustan cada día más. Nunca me aburro escuchando a la señora Huntscha, mi distinguida acusadora. Retrospectivamente reconozco —ahora confieso mi error— la solitaria grandeza de Dorotea. Recuerdo cómo me llamaba: “¡Rrodavallo, salit commo el rrayo et bessar vos é syn desmayo!”. ¿Qué podía hacer ella más que dejarte plantado a ti, so calzonazos? ¿Qué otra cosa podía elevarla sobre la monotonía conyugal que no fuera la exaltación religiosa? ¡Un niño, otro niño! Y lo que me cuentas de tu Ilsebill, la forma en que te aprieta entre sus piernas y te sacude me gusta, sí señor, me gusta. Una persona extraordinaria. Tanta voluntad de poder desaprovechada me deja pensativo. Salúdala de mi parte. No, hijo descastado, de mí no puedes esperar consuelo. Tu cuenta está en números rojos. Lentamente, quizá un poco tarde, estoy descubriendo a mis hijas».

Me quedé sentado todavía un rato. Probablemente dije algo: confesiones, promesas de enmienda, la habitual autocompasión masculina. Pero no pasó nada más. Al parecer —si es que puede hacerlo— el rodaballo dormía. Tanteando el suelo, como cuando se sale a mitad de la película, dejé el antiguo cine y su olor.


Sieglinde dijo: «Vaya, por fin. ¿Os habéis despachado a gusto? Menudo sinvergüenza es ése. Pero ya le arreglaré yo las cuentas».

Yo no revelé nada, pero le hablé a mi amiga Siggi (con la que, de verdad, Ilsebill, no me une nada serio) de la deficiencia de las medidas de seguridad: «Al parecer, vuestro tribunal va a durar. Con el caso de Dorotea de Montovia no habéis terminado, ni mucho menos. ¿Qué haríais si os robaran al rodaballo?».

Cuando cerró el antiguo cine por fuera, con dos vueltas de llave, Sieglinde Huntscha prometió tomar precauciones. «Los hombres pensáis en todo», dijo.

El rodaballo
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