Contado mientras machacaban bellotas-desplumaban gansos-mondaban patatas
Sobre la forma de contar historias se ha escrito mucho. La gente quiere oír la verdad. Sin embargo, si se les presenta la verdad, dicen: «Todo eso es pura invención». O se ríen: «¡Qué cosas tiene!».
Y después de una larga historia sobre el poder salutífero de remedios caseros populares para el dolor de muelas, las penas de amor, el estreñimiento, la gota y el cólera diarreico, que yo había contado mientras el puchero de sopa de patata era vaciado hasta el nopuedomás (incluso a Ilsebill le gustó un poco), uno de los invitados dijo: «Eso no se puede inventar. Una cosa así —quiero decir su cocinera de la servidumbre— no se inventa por casualidad. ¿Existió realmente? Quiero decir, ¿de veras? ¿O sólo hubiera podido existir?». E Ilsebill dijo: «¡Eso cuéntaselo a otra, pero no a mí!».
Sin embargo, son las peladuras de patata de Amanda las que, remontadas, son los retorcidos caminos que llevan al teacuerdasdé, recuerdos tardíos de mi cordón umbilical que, rebobinados, llevan hasta ella: sentada en su taburete de la cocina. Su cuchillo de pelar patatas sabía la continuación de la historia. Yo leía, leo en sus mondas lo que, en bucles, se deslizaba sobre su pulgar y constituía un informe finamente pelado: sobre el hambre de los campesinos del arenal situado entre Tuchel-Stolp-Dirschau, cuando las lombrices se convirtieron en alimento, con lo que los niños se quedaron como lombricillas y volvieron a la tierra arrastrándose; de las siete hijas que, mientras duró la guerra, le hice entre campaña y campaña, tres murieron y se convirtieron en historias mortalmente tristes, que se llamaban Stine-Trude-Lovise y acabaron todas en el cielo con Dios Nuestro Señor.
Ella prefería utilizar para la sopa las patatas de invierno germinadas. Las peladuras caían sin cesar, siempre con distinto significado. Porque cuando yo me marchaba otra vez, me largaba de aquí, a Sajonia o más lejos, Amanda, que me había querido acompañar, se volvía con su espuerta tras las hogueras de las malas hierbas y decía: «Me keo con loh patatoh», con lo que, cuando yo volvía en un estado cada vez más lastimoso, podía contarme por encima de su cuchillo de pelar todo lo que, entretanto, se había hecho irrelevante convirtiéndose en calceta.
Ella misma había vivido poco (y sin viajar). Amanda Woyke, nacida sierva en 1734 en Zuckau, monasterio, cuando todavía era polaco; muerta en 1806 en el Zuckau prusiano, como sierva del dominio público. Sin embargo, las aventuras corrían tras ella: yo, con mis siete años de guerra, nueve cicatrices y veintitrés batallas. El loco del conde Rumford, que nunca paró mucho en ninguna parte y siempre tenía que inventar algo útil. El viejo rey que llegó, doblado por la gota, y la escuchó (lo mismo que yo, su soldado veterano e inspector), mientras ella pelaba patatas. Porque Amanda sabía que las historias no pueden acabar, que siempre habrá un ladrón que corra por los campos con la plata robada en la iglesia; que el próximo año de ratones se hablará todavía del anterior año de ratones; que la última monja premonstratense muerta hace años buscará eternamente sus antiparras remendadas con alambre, las noches de plenilunio, en la artesa de la harina; que siempre volverán los suecos o los cosacos con sus perillas y sus mostachos; que por San Juan las terneras hablan; y que toda historia quiere ser contada mientras queden patatas en el cesto.
Mestuina no conocía la patata. Contaba historias mientras machacaba con una mano de madera en el almirez de piedra, para convertirlas en harina, bellotas lavadas en agua de cal. Mezclábamos harina de bellotas y guisantes para estirar la masa de nuestro pan.
La monja cocinera Margareta Rusch narraba mientras pelaba gansos bajo el haya, el tilo, en el patio del convento o en el establo. En una sola tarde pelaba nueve u once gansos para una comilona gremial.
Al golpear, al desplumar. Mestuina sabía historias de Aya: cómo trajo Aya el fuego del cielo, cómo inventó Aya la nasa de anguilas, cómo fue devorada Aya por sus hijos hambrientos y, por ello, se convirtió en diosa. La monja Rusch contaba historias de risa: cómo el hijo de un comerciante, que tenía ganas de folgar con ella, se encontró bajo una cerda sacrificada el día anterior. O: con qué rellenó ella la cabeza de oveja de dentro de la cabeza de cerdo. O: cómo ayudó a saltar los muros de la ciudad al predicador Hegge, cuando éste tuvo que escapar de los católicos. Y otras historias que no se alimentaban, como las historias de Mestuina, de materiales míticos, sino que estaban terrenalmente estercoladas.
Mestuina machacaba durante el invierno las bellotas para convertirlas en harina, que mezclaba con cebada triturada y cocía en forma de tortas. La monja Rusch desplumaba gansos desde San Martín hasta Reyes. En la primavera, en el verano, no había nada que contar. Sin embargo, Amanda Woyke, la cocinera de la servidumbre, cuando consiguió por fin hacer del cultivo de la patata una virtud prusiana, pelaba patatas el año entero. Hasta cuando, en la primavera y el otoño, aparecían en la mesa las patatas con piel y requesón, seguía pelando como complemento patatas viejas para su sopa de patata de todo el año, inagotable y siempre caliente; ¿cómo hubiera podido si no llenar el estómago a la servidumbre del dominio?
En realidad, yo no quería contarles historias (a mis invitados y a Ilsebill), sino dar cifras y, de una vez, desecar estadísticamente el pantano de las leyendas cachubas: cuántos campesinos, después de la Guerra de los Treinta Años, quedaron convertidos en siervos; lo que había que hacer como prestación personal en la Prusia occidental antes y después de las particiones de Polonia; cómo los hijos de los siervos aprendían muy pronto a servir; cómo las tierras del monasterio de Zuckau, catastróficamente administradas, se hicieron rentables en manos prusianas; con qué trucos los terratenientes del Elba oriental (y también la administración de los dominios reales) burlaron todos los decretos de reforma agraria y consideraron como un deporte quitarles las tierras a los campesinos; cómo la nobleza rural prusiana ganaba o perdía a las cartas a sus siervos, que eran considerados como semovientes, o se los intercambiaba a capricho; por qué en Holanda y en Flandes se cultivaba ya en los terrenos baldíos, rotando las cosechas, el trébol y la calza, mientras que entre nosotros el cultivo obligatorio por rotación trienal impedía toda innovación; por qué en los tratados de agronomía y baladas pastoriles se elogiaba la vida del campo, mientras el campesino, cuando se le acababa el mijo, tenía que morirse de hambre en marzo, lo mismo que el ganado; desde cuándo en las ciudades de Danzig, Thorn, Elbing y Dirschau se fumaba tabaco inglés, se bebía café de ultramar y se comía en platos con cuchillo y tenedor, mientras en el campo el tiempo se había quedado plantado. Sin embargo, por muchas cifras y por muchos rendimientos por hectárea que acumule, por muchos impuestos sobre la sal y otras gabelas que sume, por muy espantosa que fuera la mortalidad infantil, por mucho que aumentase el éxodo rural, se extendieran las tierras baldías o la peste fuera reemplazada por el tifus y el cólera, por muy afanosamente, en fin, que espulgue el siglo XVIII en busca de datos y hechos, no conseguiré ofrecer un cuadro de aquellos tiempos: como un siervo tengo que acurrucarme junto al cesto de Amanda y, como entonces, contemplar su cuchillo de pelar patatas. «Anteh», decía ella, «solabía sémola y mah nada kuando sémola nabía. Entonceh el viego Frich noh mandó loh patatoh con suh dragoneh para que loh plantásemoh…».
Ilsebill dice: «Eso me gustaría saberlo exactamente. Remuneración en especie, ¿de qué cuantía? Prestaciones personales, ¿con qué frecuencia? ¿Cómo estaba organizada la Cámara de los Dominios prusiana?».
Sin embargo, lo que cuenta no son las cuentas, sino los cuentos. Se transmiten de boca en boca. Hedviga, la biznieta de Mestuina, mientras hacía cestos, hablaba todavía del bautismo a la fuerza en el riachuelo Radauna, lo mismo que su biznieta Marta, mientras cocía ladrillos para el monasterio de Oliva, hablaba de la muerte de San Adalberto, a fin de que su biznieta Damroka, que se había casado ya en la ciudad con el espadero Conrado Slichting, les contara a sus biznietos, mientras hilaba, cómo fue acogotado San Adalberto, cómo fueron bautizados los pomorscos y obligados los pescadores de la Empalizada a cocer ladrillos para los monjes cistercienses, cómo siempre había guerras e incursiones de los pruzzos, hambre después del pedrisco, pero también prodigios, como la luminosa aparición en medio del pantano, en que la Madre de Dios, contando historias, recogía arándanos, razón por la que —como luego contaba a sus hijos la cocinera cuaresmal Dorotea mientras limpiaba guisantes—, se levantó la iglesia parroquial de Santa María.
Y también la historia del rodaballo se transmitió así. Cada vez se contaba de un modo distinto, pero también real. Unas veces se decía que el pescador quería comérselo asado de la raspa misma, pero Ilsebill, su mujer, dijo: «Déxalo hablar». Otras se decía que Ilsebill quería echarlo al puchero, pero el pescador quería saber antes esto o aquello. Otra vez quería el propio rodaballo ser estofado y decía: verme liberado de una vez, pero el pescador y su mujer deseaban siempre algo más.
Y una vez, cuando Mestuina hablaba del rodaballo mientras machacaba bellotas, se acercó a la verdad. Dijo en pomorsco: «Eso ocurrió cuando Aya vivía aquí y sólo contaba su palabra. Esto irritaba al Lobo del Cielo, porque Aya le había robado el fuego y se había vuelto poderosa. Todos los hombres le eran adictos. Nadie quería hacer sacrificios al Lobo, sino sólo al Anta Hembra. Por eso el Lobo del Cielo se convirtió en pez. Podía hablar, aunque tenía el aspecto de un rodaballo corriente. Cuando, un día, un joven pescador echó el anzuelo, el Lobo de dentro del rodaballo lo mordió. Echado sobre la arena, se dio a conocer como el viejo dios-lobo. El pescador se asustó y prometió hacer todo lo que ordenase el rodaballo. Entonces dijo el Lobo por boca del rodaballo: «Vuestra Aya me ha robado el fuego. Desde entonces, los lobos tenemos que comernos la carne cruda. Como Aya ha logrado con el fuego poder sobre todos los hombres, tenéis que dar al fuego, con el que se cocina, se conserva uno caliente y se cuecen cacharros de arcilla, un sentido viril. Lo duro debe ser fundido y, al enfriarse, endurecerse de nuevo». El pescador se lo contó a los otros hombres, que empezaron a quebrar piedras que eran especiales. Cuando los fragmentos de piedra fueron calentados al rojo, se fundió el hierro que había en ellos, convirtiendo a los hombres en poderosos herreros. Con sus puntas de lanza traspasaron a su Aya, porque el Lobo que había en el rodaballo se lo mandó. «Y también a mí», decía cada vez Mestuina mientras machacaba las bellotas en el mortero para convertirlas en harina, «me matará una espada forjada en el fuego».
No obstante, parece ser que el rodaballo de que hablaba Mestuina se transformó de nuevo, al saber la muerte de Aya, en lobo feroz y, con el hierro forjado, llevó la guerra a todo el país. Razón por la que también Amanda Woyke, cuando hablaba de los suecos-panduros-cosacos-poloneses, decía siempre para terminar: «Eran tal komo loboh. Y no dehaban títere sa-no. Y kortaban ademáh a loh niñitoh en kachoh».
(El cuento, sin embargo, que el rodaballo transmitió por medio de una anciana al pintor Runge y los poetas Arnim y Brentano, y a los hermanos Grimm, estaba ya en versión definitiva, listo para la imprenta y con un solo sentido, mientras que el cuento no impreso tiene siempre en cuenta la siguiente historia, la totalmente distinta, la más reciente.)
Mestuina y Amanda contaban, mientras machacaban las bellotas para hacer harina o dejaban que las mondas de patata les crecieran sobre el pulgar, historias de tiempos pasados, pero siempre como si hubieran estado presentes: cómo los muchachos atravesaron con puntas de hierro a la madre primitiva Aya hasta causarle la muerte, cómo los suecos invadieron la Cachubia desde Putzig y, buscando florines de plata, llegaron a abrir el vientre a las embarazadas.
Sólo Margareta Rusch no hablaba nunca de tiempos remotos, sino siempre de ella y de su tempotránsito monjil: cómo, el 17 de abril de 1526, su Majestad polaca pone fin a todas las herejías, ocupa la ciudad, hace cerrar todas las puertas, mete en la Torre de los Condenados a todos los revoltosos (incluido el padre de ella, el herrero Rusch), nombra un tribunal y hace clavar los Statuta Sigismundi en las puertas de las siete iglesias parroquiales. Cómo el predicador Hegge, en un estado lamentable, busca refugio entre las monjas de Santa Brígida y éstas, ante todo, se divierten por turno con él, hasta que Greta la Gorda se compadece, lo viste ridículamente con unas sayas de mujer, lo saca del convento en las sombras de la noche, con la luna en octavo menguante, por el desagüe de las calles, hamelinizadas de ratas, a lo largo de la calle del Paraíso y hasta el Foso del Pudridero, detrás del hospital de Santiago, donde de día y de noche humea la paja mortuoria de los cadáveres, e intenta alzarlo sobre los muros de la ciudad, que son allí bajos. Pero por mucho que ella empuje y se esfuerce, Hegge no consigue echar la mano salvadora. Es posible que las hermanas de Santa Brígida lo hayan agotado en demasía. Cuelga como un saco de la parte interior de la muralla. Ya se oye a la guardia real polonesa que, desde el Barrio del Pebre, viene haciendo su ronda: cantan, porque están borrachos, canciones marianas y hacen ruido con su chatarra. Entonces la gorda Greta agarra por los muslos, bajo las sayas, al antes ágil predicador y cabronazo de Hegge. Lo levanta, más alto aún, hasta que los cojones de él bailan ante las narices de ella —porque no lleva nada bajo las sayas— y le grita: «¡Salta, cabrón, salta!». Él consigue agarrarse al borde del muro, invoca a todos los diablos, desde Asmodeo a Zadek, se le escapan pedos y suspiros a discreción, pero ni siquiera la cercana y vociferante letanía de la guardia real logra hacerle pasar la muralla. Ya el pedacito de luna pone reflejos en los cascos tambaleantes. Entonces Greta la Gorda, después de haberlo llamado tío mierda y pichafloja, junta cólera y tutela, se apodera de las bolsas del predicador y le arranca el cojón izquierdo de un mordisco.
Es cierto, Ilsebill: eso es lo que temen los hombres, que los muerdan así. Hay teorías que dicen que en toda mujer palpita el deseo de morderles a los hombres los cojones y la picha también. Vulvas aprisionantes o envidia del pene se llaman los capítulos de libros leídos de cabo a rabo con avidez. La vagina dentalis es un símbolo conocido. Hay por ahí más ciclanes de lo que las estadísticas muestran: héroes fatigados, mediomaricas, castrados hipersensibles, cabestros y gatos capones. Mejor que cualquier otro insecto, la mantis religiosa que, después del acto sexual, devora lentamente a su macho, podría ser el animal heráldico de todas las Ilsebills. Ya sonríen mordaces, enseñan los dientes, conocen el sitio y no quieren seguir mordisqueando sólo zanahorias. «¡Guardaos!», gritó el rodaballo ante el tribunal feminista, «estáis a su merced. Desde los tiempos prehistóricos os amenaza un deseo de venganza. En verdad os digo: cuando le pregunté por su macho a la viuda negra, un raro ejemplar de araña exótica, me habló con grandes rodeos de los vicios de él, que, según ella, lo habían destruido, destruido totalmente…».
La monja Margareta Rusch, sin embargo, estaba libre de venganzas atávicas y secretos deseos viviseccionistas, aunque, de broma, quisiera animar al pobre Hegge y a otros monjes exclaustrados con expresiones como «¡me guhtaría morderte lo ke yo me sé!», aunque posiblemente los asustase. Sólo por necesidad y por tutela desesperada, porque el peligro se acercaba cada vez más, mordió y se llevó el pedazo, con lo que el predicador Hegge, en un santiamén, se encontró al otro lado del muro y, chillando, puso pies en polvorosa por la zona maderera del Barrio Nuevo. (Corrió hasta Griefswald donde, como predicador, encontró nuevos seguidores.)
Cuando Margareta contaba esa historia mientras desplumaba gansos, podía ocurrir que, mientras las plumas volaban alegremente, ofreciera un suplemento. Al parecer, la guardia de Su Majestad polaca había interrumpido inmediatamente su letanía mariana, se había dirigido a ella con rudeza y le había preguntado la causa de los gritos que se oían al otro lado del muro. No le había quedado más remedio que tragarse el testículo izquierdo del predicador, porque no quería perecer, por causa de su mudez, a manos de aquellos borrachos.
Por cierto, los muchos gansos que Greta la Gorda tenía que pelar desde San Martín hasta Reyes eran para las comidas gremiales de los boteros y forjadores de anclas, para los patricios de la cofradía de San Jorge o para los banquetes que el consejo de la ciudad ofrecía en la Corte de Arturo a delegaciones hanseáticas o a los obispos que llegaban de Gnesen, Frauemburgo o Leslau. Y también para el hijo de Ferber, Constantino, y el abad del convento Jeschke desplumó gansos durante toda su vida en la hacienda Las tres cabezas de cerdo, lo mismo que en el monasterio de Oliva, teniendo siempre entretanto algo que contar: cómo cambió a un arcabucero de Brandeburgo cincuenta y tres sacos de pólvora —y eso, el día antes del asalto a la ciudad— por otros tantos sacos de adormidera. Cómo ella, para mejor sazonar, hizo que un mosquetero disparase contra una pierna de gamo ya adobada con pimienta los negros granos que su hija le enviaba de la India. Cómo ella (riéndose) bajó rodando, dentro de un tonel, la Hagelsberg y, de esa forma, les ganó una apuesta a los dominicos. Y siempre de nuevo: cómo ella, mediante un mordisco y un tirón decididos, ayudó al predicador Hegge a salvar los muros de la ciudad.
Amanda Woyke, en cambio, que nunca hablaba de sí misma como mujer importante y, por lo tanto, con proyecciones en todas partes, sino que informaba siempre sobre los otros y sus tribulaciones, sabía historias cuyas raíces se hundían en tiempos remotos y, sin embargo, se encontraban, del tamaño de una nuez, en los campos de patatas del dominio público de la Corona prusiana en Zuckau: surgían a la luz al labrar las tierras (todavía con el arado de madera al que, como escaseaban los bueyes, se uncían jornaleros polacos) trozos de ámbar, tan límpidamente transparentes que podía pensarse que, en un principio, mucho tiempo antes de Aya, el mar Báltico había devorado los bosques cachubos hasta dejar sólo aquellas lágrimas de resina que, con el tiempo, se convirtieron en ámbar.
Sin embargo, aquellos hallazgos sorprendentes debían fecharse mucho después. Y Amanda hablaba, mientras las mondas de patata se amontonaban imperturbables, del día exacto en que el ámbar se extendió súbitamente hasta las colinas del país cachubo. El 11 de abril del 997 de la Encarnación del Señor, un verdugo de Bohemia, para reparar el asesinato de Adalberto, obispo de Praga, decapitó con su espada a la pomorsca mujer de pescador Mestuina, y su golpe no sólo separó la cabeza del tronco, sino que cortó la delgada cuerda embreada que rodeaba el cuello de ella, con lo que todos los pedazos de ámbar ensartados se soltaron y volaron hacia el interior desde el lugar de la ejecución, donde el Radauna se une al Motlava, porque el deseo expresado por Mestuina (el día ya declinaba) de arrodillarse mirando a occidente no había despertado ningún recelo en el verdugo ni en los otros cristianos apostólicos.
Todo eso lo contaba Amanda, no en lengua cachuba, para mí incomprensible, sino en el muy asendereado dialecto de la costa: al parecer, mientras volaban aún sobre las colinas de las crestas bálticas, los agujeros de los pedazos de ámbar se habían cerrado solos, en señal de duelo por Mestuina.
Y siempre que Amanda Woyke fundamentaba históricamente los hallazgos de ámbar en los campos de patatas de Zuckau, una de sus hijas tenía que ir a buscar la cajita de cartón policromada que yo le había regalado después de la capitulación de Pirna, llena de bombones sajones, y en la que ahora estaban, sobre algodón, los pedazos encontrados, con sus incrustaciones de insectos.
Mucho más tarde, cuando Amanda se había quedado tan sorda que ya no oía borbollear las patatas con piel en el gran puchero, cuando apareció por primera vez el escarabajo de la patata trayendo malas cosechas y nuevas hambres, un día de primavera apareció vacía la caja de cartón. Mientras Amanda hablaba de hambres anteriores comparándolas con la actual, hizo algunas insinuaciones de que había devuelto los pedazos de ámbar a los campos de patata, enterrándolos allí. La plaga de escarabajos remitió entonces transitoriamente.
Se ha escrito mucho sobre la narrativa y los diferentes estilos de narrar. Hay investigadores que miden la longitud de las frases, clavan como mariposas los motivos principales, cultivan los campos semánticos, excavan las estructuras lingüísticas como si fueran estratos geológicos, sondean psicológicamente las oraciones de subjuntivo, dudan por principio de la ficción y han descubierto que describir lo pasado es un comportamiento evasivo para escapar del presente; sin embargo, en las evocaciones de mi Mestuina, en la incontenible verborrea de Greta la Gorda y en el parloteo de la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke (por inexorablemente que dependieran del pasado), sólo los trabajos que estaban haciendo en aquel momento determinaban el estilo.
Por ejemplo, el machacar bellotas en el mortero de forma casi mecánica reducía las evocaciones míticas de Aya por Mestuina a breves frases periodísticas. Entrecortadamente informaba de la rebelión de los hombres contra el matriarcado: «Ahora tienen sus lanzas con hojas de hierro. Van a hacer que las puntas decidan. Los exaltan: las luces metálicas. Hacen ruido de metales forjados. Ya bailan al son de las armas. Alancean el aire, las nubes, el enemigo imaginario. De pie en las colinas plantados. En busca de un objetivo. Y Aya se ofrece: golpean su corazón en la carne. La cortan, la rajan, la despedazan, se la reparten, la devoran cruda, beben su sangre recogida en cráneos de lobo profundos como cálices. ¡Es un acto viril! ¡Es un matricidio!».
Muy distinto es el caso de la monja Margareta Rusch, a la que el desplumado de gansos inspiraba un estilo airoso, ligero como una pluma. «Vaya —me dije yo—, con que el jovencito quiere, sin soltar su dinero con pestazo a arenque, sus doce táleros de Escania, manosearme la anatomía con sus dedos de usurero, como si yo fuera una cerda de pocilga que, por cierto —pensé—, es lo que se va a encontrar: muerta ayer, llena hoy de ladrillos calientes y vestida con mi camisón, dispuesta para él y calentita en su cama para que pueda arremeter contra ella».
Y también el horror del joven comerciante Moritz Ferber, cuando descubrió que, en lugar del cuerpo de la monja, había inseminado a una cerda muerta, aunque recalentada, se convertía en la desplumadora Greta en un narrativo revolotear de plumas. «Dio algo así como un grito y se le puso la carne de gallina entre las piernecitas. Salió del camastro como si le hubiesen picado. Y eso tuvo secuelas. El deseo no enderezaba ya su bastón patricio. Cabecita baja, cabecita baja. Por eso peregrinó a Roma más tarde, para renunciar por entero a la carne. Y aquel santo varón pudo embolsarse las pingües prebendas del obispado de Ermland: ¡el amante de la cerda!»
Y también el pelar patatas, ese trabajo sólo interrumpido para sacarles los ojos, determinaba el estilo narrativo sin altibajos, sólo cortado por expresiones piadosas como «¡No lo permita Nuestro Señor!», de historias campesinas en las que, después de años de ratones, sequías y pedriscos, se pasaba hambre hasta comerse la corteza de los árboles; en cuyo transcurso la peste seguía siempre a los suecos amantes del pillaje y el cólera a los merodeadores cosacos, y en cuyo final provisional —porque las historias de Amanda se continuaban como mondas de patata— siempre se cantaba la victoria definitiva sobre el hambre perenne de los campesinos feudales: «Y kuando loh dragoneh del rey tío Frich noh tragueron unoh sakitoh e patatoh, nadie sabía kacer. Entonceh me digue yo mihma: adentro e tierra kon loh patatoh. Y kuando guerminaron y ehtuvieron en fló, pero sólo produgueron patatiyoh amargoh, me digue a mí mihma: ¿Ké va a pasar aura, Señó? Pero kuando sizo ohkuro en oktubre y yegaron lah gabalinah de loh bohkeh de Rankau y ehkavaron bago logarahka, me digue y digue a Erna y a Stine y a Annchen y a Lisbeth: vamoh kon loh patatoh. Yabía suficienteh. Y bahtaron paral invierno. Y sabían bien ademáh. Graciah sean dadah al Señó».
Sólo más tarde, cuando Amanda Woyke había empezado ya a cartearse con el conde Rumford, el inventor de la cocina económica y de la sopa de beneficencia que lleva su nombre, cambió, si no su estilo —porque siguió relatando sus historias mientras pelaba patatas— sí el ámbito temporal de sus relatos: Amanda anticipaba el futuro. Hablaba de grandes cocinas que atenderían las necesidades de todos. A partir de la práctica de la cocina de la servidumbre, imaginó la utopía de una sopa de patatas prusianooccidental distribuida en el mundo entero. Ella siempre tenía bastante. En sus pucheros había siempre posibilidad de reenganche. Eliminaba el hambre del mundo. No olvidaba a ningún necesitado. Hablaba tutelarmente de «moros y mamelucos» bien alimentados. Incluso para los esquimales y los salvajes de la Tierra de Fuego resultaba pintiparada su cocina de la servidumbre. Y con la seriedad de un técnico —en lo que podía apreciarse la influencia del inventivo Rumford— hablaba de la utilidad práctica de las futuras máquinas de pelar patatas: «Sólo darán un bufío. Y en un santiamén ehtará el cehto vacío».
Sin embargo, ¿qué pasa con los teacuerdasdé y con los éraseunavez? Nuestros invitados a los que les había gustado la sopa de patata de Amanda hasta acabar el puchero, estuvieron de acuerdo conmigo en que el trabajo normalizado en cadena no permite contar historias. Aunque Mestuina ensacase la harina de trigo semiautomáticamente, aunque Greta la Gorda aspirase las últimas plumas de unas escaldadas aves hormonizadas, colgadas de los ganchos de una cinta transportadora en un gran matadero, aunque Amanda Woyke viviera hoy y (cobrando el salario mínimo) metiese patatas uniformemente peladas en latas: no habría tiempo durante el ensacado, la aspiración o el metido para contar a lo largo y lo ancho las necesarias historias, ni siquiera unos cuantos chismes (y además, ¿a quién?).
«¡Eso es verdad!», dice Ilsebill. «Pero machacar bellotas en un mortero para hacer harina: de eso no queremos saber nada las mujeres. Los gansos prefiero comprarlos desplumados. Las pocas patatas que necesitemos me las pelo como si nada y me fumo un cigarrillo además. Tú lo que quieres es que nos sentemos otra vez a la rueca. Sientes nostalgia de la máquina Singer de pedal. Debes de estar cansado y quieres sentarte ante el hogar.»
Luego se calló resueltamente. Y yo me perdí en la historia que sigue.