Examinando las heces
Embarazada del cuarto mes (y, por ello, con un súbito antojo de avellanas), Ilsebill, que no quiere haber sido mi fregona, piensa siempre rectilíneamente y podría ser una de las acusadoras del rodaballo, perdió un molar superior derecho, revalorizado por una corona de oro, que, como si se le hubiera subido un sapo macho, se tragó de un susto: sólo escupió la cáscara de la avellana que, por si fuera poco, estaba vacía.
Yo dije: «¿Qué? ¿Has mirado? Al fin y al cabo es de oro».
Pero ella se negó a examinar al día siguiente su deposición matutina y, mucho más, a sondearla con un tenedor lavable. Y a mí me prohibió escarbar en lo que, desdeñosamente, llamó sus «heces».
«Es tu falsa buena educación», dije; porque nuestros excrementos deberían ser importantes para nosotros y no repelernos. No son nada extraño. Tienen nuestro calor. Recientemente se describen otra vez en los libros, se muestran en las películas y aparecen, como naturalezas muertas, en los cuadros. Sólo se nos habían olvidado. Porque hasta donde recuerdo retrospectivamente: todas las cocineras (que hay en mí) examinaban sus heces y también —en todos mis tempotránsitos— las mías. Siempre estuve sometido a supervisión.
Greta la Gorda, por ejemplo, durante sus años de abadesa, no sólo se hacía mostrar todos los orinales de las novicias; también los pinches de cocina que contrataba tenían que acreditarse previamente mediante una sana defecación.
Y también cuando, como espadero Alberto, me atormentaban diariamente con vigilias, estuve sometido a censura posterior. Mi esposa Dorotea, que cocinaba sin carne, estaba tan inconmoviblemente aferrada a su ascética forma de vida que, no sólo me ponía una mesa sin grasas, sino que comprobaba también si, en mesas ajenas, había ingerido alguna cosa grasienta: hurgaba en mis excrementos buscando restos de tendón no digeridos, rastros de cortezas de tocino o pedazos de callos, y los comparaba con sus propias deposiciones goticoflamígeras y penitentes, que eran siempre secas y de una palidez sobrenatural, mientras que yo solía ser culpable: en las comilonas de los gremios, cuando se trinchaban lechones rellenos de mijo con leche para herreros y espaderos, o cuando, con mi amigo el tallista Lud, asaba a escondidas sobre un fuego de leña en el campo o en las barracas de los canteros de San Pedro, en el Barrio del Suburbio, riñones de oveja y grasientos rabos de cordero. A Dorotea no se le escapaba nada. A menudo me traicionaron ternillas y huesecillos tragados enteros, que salían por el otro extremo incólumes.
Y cuando fui general Rapp y gobernador napoleónico de la República de Danzig, fue la cocinera Sophie Rotzoll quien, por haber calificado yo de indigestos sus platos de setas, me sirvió mi propia mierda vistosamente extendida sobre una bandeja de plata. Yo encajé aquel valiente desacato con buen humor de soldado. Pero ella tenía razón: no quedaba ni una piel de seta, ni un gusano. Pronto, con paladar cada vez más fino, llamé delicados sus colmenillas, níscalos, boletos y rebozuelos. Ni siquiera, así educado, quise renunciar a la arenosa seta polaca de los caballeros, aunque su arena podía observarse en mi caca gubernamental.
No me atrevo a imaginar lo sugestiva que hubiera sido, indudablemente, mi última cagada napoleónica, si hubiera probado la guarnición de setas de la cabeza de ternera rellena preparada por Sofía, que sirvió de última cena a seis de mis huéspedes —entre ellos tres oficiales polacos y uno de la Confederación Renana—, aunque sabido es el devastador efecto que produce el inocibe lobulado.
Todas mis cocineras, como digo, examinaban los excrementos, leían en los excrementos el porvenir y, en los tiempos prehistóricos, sostenían incluso con los excrementos diálogos paganos. Vigga, por ejemplo, vio en el montón de mierda, todavía humeante, de un caudillo gótico —que, indecorosamente, se había aliviado en las proximidades de nuestro asentamiento de la Empalizada— el inexorable destino de los godos, que poco después iniciaron su invasión. En nuestro lenguaje pomorsco primitivo (precursor del cachubo actual), ella predijo su división en ostrogodos y visigodos, en godos espléndidos y sublimes: Ermanarico y los hunos, Alarico en Roma. Que Belisario haría prisionero al rey Vitiges. La batalla de los Campos Cataláunicos. Etcétera.
En el neolítico, por otra parte, cuando gobernaba Aya, mi cocinera primitiva, el examen de los excrementos era un acto religioso. Los hombres del neolítico teníamos costumbres muy distintas, y no sólo en lo referente a las comidas. Éstas las hacíamos solos, apartados de la horda y, aunque sin avergonzarnos, sí con recogimiento, absortos en la masticación y como con la mirada perdida. En cambio cagábamos juntos, acurrucados en círculo y animándonos mutuamente con gritos.
Después de la cagada de la horda charlábamos y cotilleábamos, alegre y colectivamente aligerados, enseñándonos mutuamente nuestros productos acabados, haciendo expresivas comparaciones con logros anteriores o tomándoles el pelo a los estreñidos, que seguían inútilmente acurrucados.
No hay que decir que también los pedos ocasionales eran un acontecimiento social. Lo que hoy se llama pestazo y se relaciona militarmente con letrinas y cagaderos —«¡Huele a pedo de sargento!»— era para nosotros natural, porque nos identificábamos con nuestros excrementos: al olerlos, nos olíamos a nosotros mismos. No evacuábamos nada extraño. Si el comer nos era necesario y nos daba gusto, el echar el alimento utilizado sólo podía darnos placer. Contemplábamos agradecidos, aunque no sin cierta melancolía, aquello que nos abandonaba. Por eso, a la cagada colectiva de la horda —para la que, por cierto, nos reuníamos dos veces al día, mejor dicho, estábamos obligados a reunirnos— seguía un cántico de despedida, la acción de gracias, el hosanna, el último homenaje.
Aya, nuestra sacerdotisa, examinaba (en calidad de cocinera de la horda) nuestros excrementos —que, entretanto, se habían enfriado—, para lo cual, sin establecer ningún orden jerárquico, daba la vuelta al círculo, encontrando para cada uno, hasta para el cegador más modesto, una palabra apropiada; por eso hay que reconocer en esa actividad humana a la primitiva democracia. Nadie se acuclillaba más alto que otro. Al fin y al cabo, todos éramos sus hijos. Amonestaba al que, estreñido, no había tenido éxito. Quien, sin embargo, permanecía varios días taponado, era castigado a cagar solo, como es hoy costumbre. Y a quien, a pesar de todo, no conseguía fabricar un buen mojón nudoso y duro se le hacían tragar huevos de sapo: Aya manejaba la cuchara neolítica, el omoplato cóncavo de un anta. ¡Y daba resultado!
Lo que nuestra moderna época humanista ha inventado (amén de otras bestialidades) para castigar y torturar a los delincuentes políticos —los enemigos del pueblo descubiertos tienen que comerse su propia mierda fascista o comunista, anarquista o incluso liberal— no hubiera sido para nosotros humillante, porque nuestra relación con los excrementos no era sólo religiosa sino también práctica: en las épocas de hambre nos los comíamos, sin gusto pero también sin asco. Sólo los niños pequeños conservan todavía esa actitud natural hacia los resultados de su digestión y el placentero proceso del metabolismo, que los mayores describen con una multitud de circunloquios: hacer de vientre, poner un huevo, hacer aguas mayores o menores. O ir a telefonear. O ir a hacer algo que nadie puede hacer por uno. O tener que desaparecer un momento, o buscar cierto sitio.
«¡Bárbaros!», gritó el rodaballo cuando le hablé, más bien de pasada, de nuestras necesidades tutelarmente inspeccionadas. «¡Pandilla de guarros!», vociferó. «En el palacio del rey Minos tienen ya inodoros.» El rodaballo quería que me avergonzase. Y pronto, sólo dos milenios más tarde, me avergonzaba ya y cagaba solo, como todo el mundo caga hoy por su cuenta. El rodaballo me daba conferencias sobre cultura y civilización. Yo le escuchaba atentamente, aunque nunca entendí muy bien si la individualización de la defecación era resultado de un proceso cultural o civilizador. De todas formas, en el neolítico, cuando sólo conocíamos la cagada colectiva y nuestra Aya entonaba dos veces al día su canto rico en vocales, la higiene no nos era desconocida: hojas de tusilago, nunca superadas.
(Ay, si por lo menos tuviéramos un retrete doble, ya que no familiar.) Sé sincera, Ilsebill, aunque no quisieras pescar tu muela de oro en los excrementos y sólo utilices la palabra mierda (como la mayoría de las personas) ilógicamente, en calidad de palabrota. Reconócelo, Ilsebill, y no te excuses con tu embarazo: también tú miras detrás de ti, aunque tímidamente y con demasiada educación. Lo mismo que a mí, te gusta olerte. Y yo también te olería con gusto, como me gustaría ser olido por ti. ¿Amor? Sí, eso es amor.
Y por eso la fregona Agnes Kurbiella, que cocinaba comidas de régimen para el pintor Möller y el poeta Opitz, dedicaba diariamente sus aleluyas a la caca de sus queridos señores. Siempre se le ocurrían versos salutíferos. Y cuando la Peste Negra fulminó a Opitz, Agnes conoció que estaba condenado en sus calzones con palominos, y se lamentó suavemente:
«Tus designios, Señor, son intrincados:
Mierda negra y gusanos enroscados
Traen la muerte después de los pecados.»