La visita de Bebel

Ni una palabra más sobre el borde del plato. Nada de argumentos y contraargumentos. Basta de hablar en el vacío, en medio, al margen, sobre las torneadas cabezas de los camaradas. Porque en el gran caldero las patas de cerdo —llamadas spitzbeine—, todavía con cada huesecillo en su sitio, cuecen desde hace dos horas en su caldo, con laurel y clavo, pimienta negra molida y cebolla (pero sin soga ni clavo forjado), están ahora en su punto y nos dejan mudos, a nosotros, que hemos hablado ya de todo y también del porvenir.

Caldo en platos hondos, aderezado finalmente con vinagre. Para cada uno un pie de cerdo en dos, partido entre los dedos hasta el cartílago de la rodilla. Sobre el borde del plato una plasta de mostaza. Pan moreno para mojar en el caldo. Sin cuchillo, sin tenedor. Con dedos pronto gelatinizados, con dientes que recuerdan patas de cerdo anteriores, muy anteriores, patas de cerdo especiales de Lena Stubbe, entre amigos y frente a amigos, se sientan los viejos camaradas, que se han peleado, disputado, hasta que sólo ha quedado una esperanza rosa, y que ahora roen huesecillo tras huesecillo, muerden cartílagos, desgarran tendones, sorben tuétanos, mascan a dos carrillos la blanda piel fofa, necesitan una segunda, una tercera media pata: sin una palabra, cada uno para sí en la mesa, entre codos apoyados, con los ojos entornados, retirando todo lo dicho hasta que nos sentimos solidarios, unidos por el ruido.

Siempre fueron baratas las patas de cerdo. Actualmente, tres libras por uno cincuenta. Ahora estamos llenos y sostenemos, con dedos pringosos, la cerveza en el vaso. El silencio está rodeado de suspiros. Nos sentamos en medio de gelatina. Se chupan intersticios dentales. Nos suben los eructos y las primeras palabras pastosas: «Vaya, no ha estado tan mal. Cosa fina». Charlamos y nos damos mutuamente la razón. Queremos ser otra vez razonables. No sentir más pelusilla unos de otros. Una comida simple que basta para apaciguarnos. Nos miramos amistosamente. Los huesecillos yacen en montones. Ah sí, había como complemento pepinillos en salmuera. Alguien —probablemente yo— quiere pronunciar un discurso y elogiar a la cocinera socialista Lena Stubbe, que hacía callar a todos los camaradas en discordia de su época con un caldero lleno de patas de cerdo y los dejaba inofensivos durante el tiempo necesario para realizar una buena acción, por lo que incluyó el plato «Medias patas de cerdo con pan de centeno y pepinillos en salmuera», en forma de receta comentada, en aquel Libro de cocina proletaria que presentó al inolvidable camarada Bebel cuando un viaje de propaganda lo condujo a nuestra región y, en toda su augusta persona, fue huésped de Lena durante una noche.


En la margen septentrional de la ciudad, hacia los terrenos del puerto y del astillero, donde el Barrio Viejo se unía al Nuevo y la pobreza ponía su sello en los niños, se alzaban en fila, hechos de ladrillo sin enlucir y con techos de cartón alquitranado, varios barracones obreros de un solo piso, que antes pertenecieron al astillero de Klawitter, luego al de Schichau, y siempre estuvieron habitados por dos familias de trabajadores del astillero. Los Stubbe vivieron mucho tiempo junto a los Skröver, hasta que Ludwig Skröver, con su familia, fue privado de su nacionalidad y tuvo que emigrar a América. El carpintero naval Heinz Lewandowski, con su mujer y sus cuatro chicos, ocupó la vivienda de al lado, cuya puerta, en el centro de la alargada barraca, estaba junto a la puerta de los Stubbe y, como ésta, pintada de verde. Después del pasillo venían la cocina-cuarto de estar, con ventana y puertaventana sobre el patio adyacente, el retrete de tabla y el jardín. Desde el pasillo, el salón salía hacia la derecha (el de los Lewandowski hacia la izquierda), con dos ventanas a la fachada. Siempre a derecha e izquierda, pero menores que los salones, los dormitorios limitaban con las cocinas-cuarto de estar de los Stubbe y los Lewandowski. Bajo los techos de cartón alquitranado no había sitio para buhardillas. Por detrás, conejeras apoyadas en las barracas. Las estufas de ladrillo se encendían en los salones, pero, separadas por el tabique, calentaban también los dormitorios de ambas familias.

Donde más calor hacía era en la cocina. La bomba de agua del patio estaba destinada a ambos inquilinos. Ni a los Lewandoski ni a los Stubbe se les hubiera ocurrido arreglar el salón, poco utilizado, como dormitorio para los niños. Por eso, junto a la cama de matrimonio, había, muy pegadas, dos camas de niño en las que dormían las tres hijas pequeñas del segundo matrimonio de Lena Stubbe y, a los pies del lecho conyugal, una cama estrecha, en la que durmió Lisbeth, la hija del primer matrimonio, hasta que, a los dieciocho años y perfectamente instruida ya en la vida matrimonial, se casó con un trabajador de la fábrica de vagones y se marchó embarazada a Troyl, con lo que la estrecha cama, ahora vacía, fue ocupada por la Luise de doce años. Lisbeth, Luise, Ernestine y Martha padecieron a Otto y Lena Stubbe noche tras noche: roncando, crujiendo entre gemidos, tirándose pedos, llorando, repentinamente mudos, hablando entre sueños. Así aprendieron los niños en la oscuridad y nunca olvidaron.

El salón, sin embargo, siguió siendo misterioso y, salvo en los grandes días de fiesta, prácticamente inhabitado, hasta que Lena Stubbe, en el año 1886, poco después de la huelga del astillero Klawitter y del intento de suicidio de su marido, empezó a organizar una mesa los sábados por la noche para suicidas potenciales en su cocina-cuarto de estar y, de esa forma —como algunos de sus huéspedes pertenecían a clases elevadas—, obtuvo unos ingresos suplementarios apreciables, que empleó en buena parte en libros y abonos a revistas: el salón se convirtió en el estudio de Lena. Cuando no había perdido los lentes en la cocina, estaba en el salón sepultada entre papeles. Allí leía Lena el Neue Zeit y Das Neue Frauenleben, allí ordenaba, receta tras receta, su Libro de cocina proletaria, y desde allí escribió con su mejor letra dos cartas al presidente de su partido, llenas de preguntas relativas al libro de Bebel La mujer y el socialismo, a las que recibió respuesta: Bebel quitaba importancia a su utopía de la libre elección de la profesión, se retractaba también un poco en cuanto al Estado como educador y anunciaba su visita, interesado como estaba por la cocina con conciencia de clase de Lena.


En Kiel, con miembros del comité de la fábrica: «Dime, compañero, ¿por qué escribes de una forma tan complicá, sólo para los ricos burgueses y no para nosotros, la clase obrera?». Eso pregunta un tornero. «Es demasiao elevao para nosotros. Cuando estamos doblaos de tanto currar sólo nos queda la tele. Nos tienen que dar algo que sea claro y resulte interesante como una película de bandíos.»

Como si fuese un trabajo en cadena: dormir, currar, plantarse ante la pantalla. Como si durante el sueño no se desarrollase también un concurso televisivo y como si el torno dejase alguna vez de funcionar. Como si no hubiera en el proceso del trabajo normalizado, metidos como material, películas y antipelículas al revés, reclamaciones de atrasos y pagos de la seguridad social, de forma que, con las virutas, caen también desechos privados y otras historias estúpidas. Como si, mientras el presentador del concurso varía sus preguntas, el taller no tuviera derecho a hablar. Como si la otra película, la de los sueños, no continuase durante el primer turno, en el tráfico de las horas punta, incluso mientras la propia mujer, siempre extraña, se abre de piernas; como si no corriera, corra, se rompa, vuelva a correr, se repita, sin pausas, sin cronómetro; como si no hubiera tarifas, sólo canciones de moda en los oídos; como si no hubiera lombarda recalentada, y todo, también el blanco y negro, fuera en color.

«Ya lo hago compañeros. Escribo tiempo comprimido. Escribo sobre lo que es, mientras que también otras cosas, recubiertas por otras, están junto a otras o parecen estar; mientras algo inadvertido, que no parece estar ya, subsiste estúpidamente y, sin embargo, por estar oculto, se queda solo ahí: por ejemplo, el miedo.»

«Eso es, compañero. Así es. No poder parar. Casi siempray algo que va mal. Y los niños que no sestán quietos. Y siempray algo además. No mieo. Más bien comuna sensación dalgo. Pero esas frases tuyas, compañero, tampoco resuelven ná. Antes cacabes ya no tescucho. ¿No pués hablar normal?»

«Sí puedo, compañero. Claro que puedo.»

Cuando Lena Stubbe, una de las muchas cocineras que se acurrucan en mí queriendo salir, en el 85, mientras estaba en huelga el astillero Klawitter, se ocupaba de cocinar la sopa popular y administraba la caja de huelgas, se dio cuenta un lunes de que en la caja faltaban setecientos cuarenta y cinco marcos, después de lo cual no le dijo nada a su Otto, que siempre pegaba cuando lo cogían en falta, y siguió callada cuando Otto, después de darles una paliza a sus hijas, que llevaban todas trenzas, se la dio también a ella, su Lena, con dura mano de padre, marido, socialista y forjador de anclas, hasta que se quedó exhausto y se puso a llorar, porque Otto no quería ser como lo he descrito con una frase otra vez demasiado larga, sino tener conciencia de clase y ser solidario; todavía recientemente Otto Stubbe había hablado a los camaradas, en la cervecería del Águila, en contra de las palizas a los niños proletarios y a las mujeres de los trabajadores, prematuramente envejecidas: «No queremos criar súcditos, sino, como dice el Bebel, alemanes jonraos».

Y los camaradas de entonces asintieron todos y dijeron «¡eso es!»… lo mismo que vosotros, compañeros de la asociación local de Kiel, asentís y decís «¡eso es!» cuando intento explicaros por qué las frases difíciles son cortas y las fáciles largas. Por eso es corta esta frase: al parecer, el agente secreto de la Cancillería, como auténtico socialdemócrata, era de día especialmente fiable. Pero vosotros no queréis leer mis frases cortas ni largas, porque unos cuantos niños de izquierdas de familias de derechas os han eliminado como desposeídos analfabetos y os han puesto el marchamo de estúpidos proletarios, de Ottos de mano dura. Sin embargo, la cocinera Lena Stubbe leyó en sus tiempos muchos libros que conmovieron a su época. Cuando había repartido a los camaradas, a menudo peleados, patas de cerdo tiernamente cocidas para roer, les leía frases y extractos del clásico La mujer y el socialismo, mientras los hombres masticaban.

Y cuando el presidente de los socis, en el 96, visitó el puerto de Danzig para acabar con las disputas entre camaradas —ya entonces se hablaba de y contra el revisionismo—, ella habló largo tiempo con el presidente de su partido sobre el libro de cocina proletaria que seguía echándose en falta. Los dos se sentaban en el salón. Al principio, también estuvo Otto Stubbe. Se oía al lado cómo los niños se esforzaban por no hacer ruido. En la vivienda vecina hacían más ruido los niños de los Lewandowski. Fuera era mayo, y las lilas florecían entre las barracas. Otto había propuesto matar un conejo en honor a Bebel. Pero Lena Stubbe preparó sus riñoncitos de cerdo en salsa de mostaza. Qué buenos estaban, compañeros.


Cuando Augusto Bebel entró en la vivienda de la familia Stubbe, en la barraca obrera del Brabank 5, fue pasado enseguida por Lena al salón, de cuyo mobiliario, a diferencia de otros salones, formaban parte un secreter de muchos cajones y libros apilados, cuajados de notas de papel. Sobre el secreter, junto a una cajita de ébano en la que Lena guardaba un clavo forjado, había, enmarcada, una fotografía de periódico de Bebel, hablando en el Reichstag contra Bismarck. Y ahora el famoso hombre con tanto pasado se encontraba allí, real, actual y respetablemente vestido junto al sofá. Sin embargo, estaba como ausente, preocupado por encontrar la primera frase. Olfateó: «¿Hay algo picante?». Porque en la cocina-cuarto de estar, por el pasillo, a través de la puerta y hasta el salón se anunciaba inconfundiblemente el olor del urinoso, todavía no suavizado regusto del plato fuerte.

Hacía poco que Lena se lo había dicho a su Otto, «¡sacabó, te digo, sacabó!», después de haberle dado él una paliza, no sólo como cada viernes. «Si seguimos así sacabó. Y para siempre.»

Sin embargo, la amenaza de terminar quizá un día y para siempre no la lanzó a causa de los habituales golpes —ante eso decía, todo lo más: «A ver si te partes tú mismo la boca un día»—, sino porque, últimamente, Otto comía con remilgos su sopa de guisantes, y a los riñoncitos de cerdo en salsa de mostaza sólo les encontraba sabor a pis. «Ya verás quién quiere cocinar sopas y cosas así parún mierda como tú. Y quéjate luego: los riñones de Lena eran mejores. Porque entonces ya nabrá ná cacer. Lo he dicho mil veces: no pué remediarlo. Siempre tié cacerse el macho y dar puñetazos en la mesa. Luego sarrepiente. Y se pona lloriquear. Está bien, jázselos, eso le gusta, unos riñones en peazos pa que suelten bien el jugo. Y al final con mostaza. Porqueso le gusta y no deja de babear: jaz otra vez riñones en salsa. Porque cuando están tiernos, les echo pimienta, rallo rábano picante tierno, los ponga fuego lento pa que no formen grumos, cinco cucharás soperas de mostaza o jenabe, como decimos nosotros, y se revuelve sin parar. Pero eso sacabao. Me jartao dél. Siempre con su bocaza, jablando de solidariá. Si tié que pegarme, dacuerdo. A mí no mimporta. Aunque me pongun ojo a la funerala. Pero no le dejo que se meta con mis riñones. ¡Por qué tengo que cocinar yacerlo tó yo! Y patatitas además para la salsa. Y como condimento unos granos de picante o, como se dice finamente, pimienta. Pero eso no es bastante bueno pa él. Tengo que remojarlos con agua o con leche, pa que no sepan a pis. Como si luego supieran a algo. Sacabó, te digo, sacabó. Que se vaya a otra parte. Quizá encuentre a otra que se los remoje o se los deje insípios a fuerza de leche. Pero tampoco estará contento. Y llorará recordando los riñones de Lena. Pero entonces será demasiao tarde.»

Todo esto lo repetía Lena Stubbe una y otra vez, y desde entonces remojaba los riñones de cerdo durante medio día, antes de cocinarlos para que se pusieran primero duros y luego blandos. Sin embargo, en su libro de cocina los escribió de forma muy distinta. Y los riñones en salsa de mostaza para el maestro tornero, viajante de comercio, agitador, presidente del partido, orador público y diputado del Reichstag no los había remojado con agua ni leche, por lo que olían hasta el salón.


Y después de la sopa de huesos de vaca (con uno o dos ingredientes especiales), el camarada Bebel se relajó un poco. Al principio parecía estar agobiado o sólo cansado de las obligaciones, siempre iguales, de sus cargos. Más para Lena que para Otto Stubbe se quejó, aunque con viril autodominio: cuántos amigos había perdido durante los años de lucha, con qué rigor había tenido que dirigir el Partido a pesar o a causa de las duras leyes antisocialistas, y qué comodones por un lado y discutidores por otro se habían vuelto los miembros del Partido, con el éxito creciente. Qué difícil era acostumbrar al socialismo a la legalidad, sin que esa evolución necesaria degenerase en compromisos, qué lejos de los objetivos se veía uno, a pesar del éxito creciente en las elecciones del Reichstag; sí, porque, al tener el éxito al alcance de la mano, el objetivo perdía claridad.

Bebel expresó sus dudas y habló también de sí mismo destructivamente: había predicho con demasiada seguridad el derrumbamiento del sistema dominante y la Revolución; con demasiada frecuencia había fechado la inminente quiebra del Estado y, de esa forma, había suscitado falsas esperanzas en la victoria final. Sin duda, se había dejado llevar por las predicciones de Marx. Hasta con respecto a Inglaterra habían resultado falsas. En lo que se refería al empobrecimiento de las masas, era Bernstein quien había tenido razón. Había que reconocer que el capitalismo era capaz de evolucionar y no carecía de inventiva. Por otra parte, la idea socialista no podía vivificarse sin la esperanza de una transformación inminente y el objetivo tangible de una nueva sociedad. Y, en realidad, todo hacía suponer que la mala economía de explotación sufriría pronto un colapso. Había que esperar seriamente el día de la Revolución. Aunque no se pudiera decir en voz alta, a causa de la legalidad exigida.

Mientras Lena Stubbe esperaba serenamente el efecto de su caldo de huesos (confiando en sus ingredientes) en aquel hombre profundamente deprimido, Otto Stubbe —mientras Bebel se sentía ensombrecido por las dudas y aplazaba sine die la Revolución— se removía inquieto en su silla; sin embargo, en cuanto el presidente, gracias al caldo de vaca de Lena, se irguió de nuevo y con sus ojos claros, dominantes, lanzó destellos hacia el futuro, el entusiasmo invadió al forjador de anclas, fácilmente impresionable. Declaró que el progreso era revolucionario. Hizo resonar tonos anarquistas y adoptó la actitud del ahora-o-nunca, por lo que Bebel, aludiendo a las decisiones del congreso del partido en Erfurt, tuvo que llamarlo al orden, con firmeza pero sin severidad.

Lena ponía ya a la mesa los riñones de cerdo con salsa de jenabe y patatas hervidas. En el jarro de agua de cristal estaba lista la cerveza negra, que Luise, la hija de Stubbe, había traído de una taberna del Patio de los Cuberos. Mientras comían, oían a los hijos de los Lewandowski tan fuerte como si estuvieran allí, y apenas a los propios, que estaban al lado. Bebel alabó aquel plato sencillo y, sin embargo, tan sabroso. Lena habló de su hija Lisbeth, cuyo marido tísico no duraría mucho seguramente. Ahora más relajado, cordial e interesado por los acontecimientos familiares, el presidente se sentaba sin (como había hecho al principio con frecuencia) sacarse del bolsillo el reloj de oro, de forma que Lena, apenas habían comido de postre su famosa compota hecha de manzanas reinetas con canela, invitó a Otto —que estaba dando la lata— con una simple mirada (y utilizando su azotada autoridad) a abandonar el salón. Otro se mostró cumplidor de su deber: iba a ocuparse un poco de las niñas, que se estaban poniendo revoltosas. Era mejor que Lena y el camarada Bebel se quedasen solos. De todas formas, de cocinar con sentido político él, Otto, sabía muy poco. Era un convencido de la sustanciosa cocina casera, pero no sabía nada de teoría culinaria. Eso, dijo, era cosa de Lena. Sin embargo, cuando hubiese que actuar, acudir a las barricadas o a donde fuera, él sería el primero. De eso podía estar seguro el camarada Bebel.

Cuando Otto Stubbe salió, se hizo el silencio en el salón. Duró un ratito. No había en el cuarto ni moscas. El presidente encendió un cigarro y observó que procedía del legado de Engels. Incluso ironizó: el buen Federico había seguido siendo sobre todo fabricante, pero en sus últimos años, quizá liberado de la sobrepresión de Marx, se había convertido en un útil socialdemócrata. Luego otra vez silencio. Lena buscó sus lentes, los encontró y, sin decir palabra, puso ante el humeante presidente su manuscrito pulcramente escrito. Bebel hojeó el Libro de cocina proletaria, leyendo aquí y saltándose páginas allá.


Algunas de las cocineras que hay en mí estarían hoy sindicalmente encuadradas. Amanda Woyke, seguro. Quizá Greta la Gorda. Belicosamente orientada a la izquierda: Sophie Rotzoll. Y, sin duda alguna, Lena Stubbe.

En un congreso del sindicato de alimentación-consumo-hostelería que se celebró recientemente en Colonia, la delegada Lena Stubbe habló a los cocineros de cantinas de empresa y a los de la cadena de restaurantes Wienerwald, a los cocineros de las fábricas de conservas y a otros cocineros. Naturalmente, en la sala había también camareros, camareras, carniceros, fabricantes de pan, etcétera. Al comenzar su comunicación, «La cocina de las clases oprimidas», Lena dijo, más en broma que provocadoramente: «¡Compañeros y compañeras! ¿Qué sentido tiene la cocina rápida? ¡Al diablo con los platos hechos! Aunque ahorréis tiempo, yo pregunto: ¿tiempo para qué y para quién?».

Sólo obtuvo una aprobación renuente. Y también su ataque a la industria conservera, salpimentado de ejemplos de su mala calidad, sólo fue secundado por algunos cocineros y por otros calificados de elitistas porque tenían que satisfacer, en las cocinas de hoteles de lujo (Rheinischer Hof, Hilton, Steigenberger), exigencias supuestamente internacionales: pechugas de faisán al ananás. El plato preparado en conserva —«¡Ésa es la forma de que también el hombre de la calle pueda permitirse la lengua de ternera en salsa de Madeira!»— fue expresivamente apoyado por la mayoría y llamado a voces «progreso en el sentido de la solidaridad sindical».

«¡Entonces tendréis que elogiar también el embutido de guisantes!», gritó Lena. «Al fin y al cabo, poco antes de estallar la guerra del 71, un cocinero y compañero de Berlín inventó ese embutido, fortificando así al ejército prusiano.» (Aplausos, risas.) «O tendréis que nombrar al conde Rumford miembro de honor, porque ese señor, apenas comenzado el siglo XIX inventó, como respuesta a la cuestión social, el engrudo que lleva su nombre: la sopa de beneficencia de Rumford, hecha con agua, patata, cebada, guisantes, sebo de vaca, pan duro, sal y cerveza rancia, que se cocía hasta que, de tan pastosa, no se caía de la cuchara.» (Nuevos aplausos y risas de los delegados.)

Sin embargo, cuando la antigua cocinera de la cocina popular de la calle de la Muralla y de Danzig-Ohra recurrió a su experiencia tempranosocialista y su exposición se hizo cada vez más histórica, cuando pidió para la actualidad el libro de cocina proletaria que ya entonces faltaba, cuando Lena Stubbe empezó a demostrar que las mujeres proletarias, en la época del primer capitalismo, a falta de libros de cocina con conciencia de clase se habían atenido a los mamotretos burgueses —el Henriette Davidis y otros peores—, y de esa forma se habían alienado de su propia clase llenándose de nostalgias pequeñoburguesas —«¡Vuestras lenguas de ternera en salsa de Madeira!»—, cuando Lena afirmó que el movimiento obrero y, dentro de él, los sindicatos, habían descuidado, ayer y hoy, dar a las jóvenes obreras una cocina con conciencia de clase —«¡Cierran los ojos y agarran la primera lata de conservas!»—, los participantes en la reunión protestaron mayoritariamente. «¡Hay conservas de calidad!» y «¡quiere resucitar una lucha de clases hace tiempo superada!». Alguien gritó: «¡Chorradas típicamente izquierdosas!».

Sin embargo, la cocinera del siglo XIX tuvo la última palabra: «¡Compañeros!», les gritó a los cocineros. «Cocináis sin conciencia histórica. No queréis reconocer que la cocina masculina, durante siglos, ha sido un producto de los conventos y de las cortes, de la clase dominante en cada momento, en tanto que nosotras, las cocineras, hemos servido siempre al pueblo. En otras épocas fuimos anónimas. No teníamos tiempo para salsas refinadas. No hay entre nosotras ningún príncipe Pückler, ningún Brillat-Savarin, ningún maître de cuisine. En las épocas de hambre estirábamos nuestra harina con bellotas. Cada día se nos tenía que ocurrir algo nuevo para las gachas de avena. Una lejana pariente mía, la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, y no el Tío Fritz, fue quien introdujo la patata en Prusia. Vosotros, en cambio, sólo habéis inventado siempre cosas extravagantes: perdiz deshuesada a la diplomática, rellena de caza trufada y guarnecida de pastelillos de foie-gras de oca. ¡No, compañeros! Yo estoy con las patas de cerdo con pan moreno y pepinillos en salmuera. Yo estoy con los baratos riñones de cerdo en salsa de mostaza. ¡Quien no sienta en la boca el sabor histórico del mijo y las gachas de esteba no debe hablar aquí, satisfecho de sí mismo, de parrilladas ni salteados!»

Los cocineros, cabreados, gritaron: «¡Al grano! ¡Al grano!». Luego se trató sólo de las próximas negociaciones de salarios en Renania septentrional-Westfalia.


Entretanto, el presidente del Partido Socialdemócrata se había hecho una idea, sin duda superficial pero suficiente para tener una impresión de conjunto, del manuscrito de Lena Stubbe para un Libro de cocina proletaria. Elogió el esfuerzo. Reconoció que la joven obrera, casi siempre de origen rural y habituada a una economía de subsistencia, había permanecido en el ámbito urbano sin orientación y, en sus tareas domésticas —por ejemplo en la cocina—, había carecido de directrices de clase. Él conocía el enorme y nocivo consumo de azúcar de los hogares proletarios. Sin duda, también el alcoholismo de los obreros guardaba relación con los anárquicos hábitos alimentarios del proletariado. La corrupción burguesa comenzaba ya al hacer la compra. Era verdad: a su libro sobre la mujer le faltaba un capítulo al respecto. Era posible que no sólo él, sino también el movimiento obrero en su totalidad hubieran descuidado desde el principio educar, al mismo tiempo que la cabeza, el paladar, desarrollando un gusto de clase. No se podía dejar todo al buen sentido. La demanda de justicia estaba demasiado apegada al papel. Faltaba lo sensual. El estómago no quería sólo que lo llenaran. Por eso al socialismo, por muy agudamente crítico que pudiera ser, le faltaba humor. Una obra como aquélla era, por lo tanto, más que necesaria. La camarada Stubbe había estado muy acertada en sus comentarios y citas históricas, por ejemplo, la alusión a la escasez y el encarecimiento de la carne alrededor del 1520 y el desarrollo consiguiente de platos de harina muy populares, como las pastas y las albóndigas. También estaba de acuerdo con ella, en general, en que la introducción de la patata en Prusia había producido un cambio más profundo que la gloriosa sucesión de batallas de la Guerra de los Siete Años. Sólo podía hacer suya la afirmación de que el triunfo de la patata sobre el mijo había sido un hecho revolucionario. Todo estaba concebido en una línea marxista, aunque Marx no hubiera sabido percibir ese aspecto de los hábitos alimentarios del proletariado, probablemente a causa de su origen burgués. Tanto al capitalismo como al socialismo se les había pegado desde el principio algo de puritano. Por lo demás, le maravillaban los conocimientos de la camarada Lena. Veía en ella el prototipo de la mujer proletaria autodidacta. También él, de oficial tornero, había tenido que adquirir sus conocimientos leyendo, sin una formación previa suficiente.

Luego Augusto Bebel le estrechó la mano largo tiempo a Lena; hasta tal punto lo había convencido. Exclamó: «¡Un día inolvidable!». Sin embargo, cuando Lena le pidió al presidente de su partido que escribiera un prólogo para su Libro de cocina proletaria porque, siendo mujer y desconocida, no podría encontrar editor, Bebel se mostró inseguro. No creía, dijo, que la conciencia de los camaradas estuviese ya tan madura como para comprender la necesidad política de un prólogo del presidente de su partido a un libro de cocina. Se pondría en ridículo y, con ello, sólo perjudicaría a una buena causa. Por no hablar de la reacción de la opinión burguesa. En el campo adversario sólo esperaban algún desliz suyo. Por desgracia, por desgracia.

Y también la propuesta de Lena de añadir en letra pequeña, por lo menos, partes importantes de su libro de cocina —aunque fuera sin citar su nombre— como apéndice a la nueva edición del famoso libro de él, fue rechazada, lamentándolo, por Bebel. La camarada Stubbe, como él podía ver, leía regularmente Neue Zeit. Por lo tanto, conocía su controversia con Simon Katzenstein sobre el tema de la mujer. Le presionaban para que incluyera en la próxima edición el artículo crítico de Katzenstein y su propia respuesta. Así pues —por desgracia, por desgracia—, no quedaría sitio para extractos del libro de cocina. Además, abreviar aquel espléndido trabajo sería una gran responsabilidad. Nonó. No podía hacerle eso a la camarada Stubbe.

Cuando Augusto Bebel sacó el reloj de bolsillo de oro que hoy Willy Brandt, presidente del SPD, lleva en las grandes ocasiones, Lena se quitó las gafas de leer y miró con ojos acuosos la mesa limpia. Dijo: «No importa». Él dijo: «Confieso que cuando llegué estaba deprimido; sin embargo, me marcho muy animado. Porque, por desgracia, tengo que marcharme. Los camaradas me aguardan en la cervecería del Águila. Así se llama el local de la calle de los Carpinteros. Otra vez figura el revisionismo en el programa. Esa disputa eterna. Me gustaría mucho más que me hablase usted de su bisabuela la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke. Síseñor. Si no fuera por la patata…».


Al salir Augusto Bebel de la barraca del Brabank 5, rodeado por la familia Stubbe, lo esperaba fuera mucha gente, que lo aclamó, lo vitoreó y creía en la Causa. Se cantaron canciones obreras. Tuvo que estrechar manos. Había lágrimas en los ojos. La tarde de mayo ofreció su puesta de sol. Un teniente de policía que, con sus hombres, vigilaba aquella concentración popular, dijo: «¡Hay más jaleo que cuando viene el Emperador mismo en su augusta persona!». Y una mujer proletaria, la señora Lewandowski que vivía al lado, le respondió al teniente: «¡Él es nuestro emperador!».

El rodaballo
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