De cómo fue acusado el rodaballo por las Ilsebills

Fue en agosto cuando lo pescaron en la bahía de Lübeck. Lo trasladaron a Berlín en avión con la British Airways. A principios de septiembre alquilaron un cine vacío de Steglitz que se había llamado Stella y fue luego bautizado por la prensa, maliciosamente, como «La Bacinilla». Necesitaron cinco semanas de disputas para elegir finalmente, entre siete (después de varias escisiones, nueve) grupos feministas, a la presidenta del tribunal y a sus ocho vocales: todas ellas —salvo Elisabeth Güllen, ama de casa— con una profesión, por lo que el tribunal sólo podía reunirse por las tardes y, ocasionalmente, los fines de semana.

Se pusieron de acuerdo rápidamente sobre la fiscal. Y como el rodaballo renunció a elegir defensor, designaron por unanimidad una defensora de oficio siempre atildadamente vestida. Durante la pugna entre los distintos grupos, Siggi, Fränki y el Maxi se pelearon; sólo Sieglinde Huntscha, la pescadora, intervino en el proceso.

En sus butacas abatibles de color burdeos, el antiguo cine podía acoger trescientos once espectadores. No había balcón. Como hubo que instalar muchos dispositivos técnicos, faltó dinero para renovar la sala, empapelada de un verde alga; por eso el cine siguió siendo acogedor y conservó un poco de su olor a cine.

Es verdad que, al principio, la organización no funcionó muy bien; sin embargo, créeme, Ilsebill, no insistiré en las menudencias —tampoco entre hombres funciona bien siempre— e iré rápidamente al grano: a mediados de octubre, poco después de haber procreado nosotros tras el cordero con judías y peras, se formalizó la acusación; sin embargo, no esperes de mí un informe exacto sobre el proceso: por un lado, no soy jurista; por otro (aunque con vacilaciones), soy parte interesada; al fin y al cabo, me metieron a mí, metieron mi caso en el asunto, aunque no acaparase los titulares de los periódicos.


Había una vez un rodaballo. Era como el rodaballo de los cuentos. Cuando un día fue llevado ante un tribunal por las mujeres que lo habían pescado, no quiso decir esta boca es mía y se limitó a permanecer plano, mudo, arrugadísimo y vetusto en su bañera de cinc. Sin embargo, como, a la larga, le aburrió su atronador silencio, comenzó a juguetear con sus aletas laterales. Y cuando la fiscal, Sra. Sieglinde Huntscha, le preguntó sin ceremonias si era verdad que, deliberadamente, había puesto en circulación el cuento bajo alemán El pescador y su muxer para, de esa forma, minimizar su probada actividad asesora, desarrollada desde el neolítico, y si era verdad también que había vuelto el cuento del revés, es decir, que lo había falsificado dolosa y tendenciosamente deformado, a costa de Ilsebill, la mujer del pescador, su torcida boca no pudo contenerse.

El rodaballo dijo que sólo había puesto en palabras sencillas y entregado al pueblo la parte narrativa de un proceso complicado —porque había durado milenios— que, a pesar de algún exceso ocasional, había sido beneficioso para la Humanidad. Precisamente ese texto y también su versión primitiva, cargada de Historia, era el que había anotado el pintor romántico Philipp Otto Runge, basándose en la narración que le hizo una viejecita. Él, el rodaballo, no tenía la culpa de que el relato históricamente exacto del pintor hubiera sido quemado, por pura pusilanimidad, por los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, en presencia de los poetas Arnim y Brentano. Por eso, sólo su leyenda había sido recogida en la popular recopilación Cuentos de la infancia y del hogar. De todas formas, el cuento popular podía citarse todavía hoy. El rodaballo puso inmediatamente un ejemplo: «Ilsebill, que es mi muxer / es de otro parecer».

Sin embargo, cuando el rodaballo, con gran aparato filológico, comenzó a sacar a relucir variantes hesienses, flamencas, alsacianas y silesias del cuento —«interesantísima una variante letona»—, la fiscal le interrumpió: «¿Por qué, acusado rodaballo, dio un giro tan antifeminista a la versión popular? ¿Por qué permitió que la calumnia hecha a la mujer Ilsebill favoreciese constantemente el triunfo de los propagandistas del patriarcado? Sólo hace falta citar el estribillo difamador. Desde entonces estamos hartas del tópico de la mujer eternamente insatisfecha, que siempre quiere algo nuevo. El monstruo consumidor. Sus ansias de abrigos de piel. Su única pasión verdadera: ese lavavajillas supuestamente silencioso. La mujer de carrera, calculadora, siempre ansiosa de trepar. La vampiresa devoradora de hombres. La envenenadora. En los libros, en las películas, en el teatro nos presentan a las mujeres como muñecas de lujo elegantemente vestidas que ponen a buen recaudo sus gordos diamantes mientras los pobres hombres, prematuramente agotados, se matan a trabajar: chupados, acabados. ¡Papeles que nos imponen a las Ilsebills! ¿Y por quién?».

«¡Alto tribunal femenino!», dijo el rodaballo. «Cuando, en la última fase del neolítico, un pescador parecido al del cuento me capturó en una nasa de anguilas y me dio otra vez la libertad, me sentí obligado, por la generosidad de aquel joven, a actuar como consejero suyo. ¡Dios santo y qué estúpido era el pobre! Y, en general, la ignorancia de los hombres de la edad de piedra debe calificarse de aterradora. Sólo actuaban, cuando actuaban, movidos por vagos sentimientos. Quejicas, comodones, mimosos, lo que les preocupaba era sobre todo su seguridad. A las mujeres les fue fácil mantener en la idiocia a sus hombrecitos neolíticos. Por ejemplo, las señoras sabían, en el peor de los casos al comienzo de la época pastoril, que la preñez y el parto de terneras de anta, jabatos y, por consiguiente, también de niños, no era asunto exclusivo de los antas hembras, jabalinas y mujeres, sino que exigía la inseminación fecundadora del hombre, el anta macho, el verraco, etcétera. Sin embargo, las señoras se guardaron astutamente sus conocimientos, no dijeron ni mu, hicieron caso omiso del derecho de paternidad y no quisieron abrirles los ojos a los hombres, según ellas por el propio bien de éstos. De manera que los hombres siguieron siendo durante milenios menores de edad mantenidos en un estado de engañosa seguridad. Utilizando la jerga de hoy, podría decirse que las señoras gobernaron gracias a su ventaja informativa».

Como durante el juicio oral se permitía la entrada al público, el rodaballo esperó a que terminase la carcajada breve, como asustada de sí misma, que sofocaron algunas espectadoras, y siguió diciendo: «Entre las dominantes mujeres destacaba una tal Aya, que tenía tres pechos y fue objeto de culto. Esa Aya declaró tabú todos los impulsos que, más tarde, posiblemente fomentados por mis consejos, dieron lugar a todo lo que, un tanto a la ligera, llamamos cultura. Precisamente usted, mi respetada-distinguida acusadora, debería comprender que esa situación de dependencia total tenía que ser superada por la emancipación. Yo tenía que ayudar, al menos, a mi generoso pescador».

«¿Sustituyendo el dominio femenino por el masculino?»

El rodaballo calificó la objeción de capciosa. La fiscal no soltó presa: «Entonces, ¿la ventaja informativa de la mujer debía ser reemplazada, según las reglas rodaballescas, por la ventaja del hombre?».

El rodaballo respondió irritado: «La pérdida de poder de la mujer, históricamente necesaria, suele ser, por lo general, exagerada. Al fin y al cabo, desde la Alta Edad Media estuvieron reservados al sexo femenino la cocina y las llaves, el lecho y, por lo tanto, los sueños, la moral dominical cristiana, el importante dinero de bolsillo y la educación de los hijos, confiada a la madre. Más aún, la intuición, los caprichos tiránicos, la dulce intimidad, el decir sí cuando se dice que no, la mentira piadosa, el juego de moda, el parpadeo que lo significa todo y no significa nada, los deseos súbitos renovados con cada estación del año, todas las extravagancias encantadoras, pero también costosas. A menudo se ha pagado con cadena perpetua una sola sonrisa que nunca volvió a repetirse. En suma: quedó dominio femenino más que de sobra».

Entonces le retiraron el uso de la palabra. Haciendo un chiste con su aspecto físico, la presidenta, Dra. Schönherr, dijo que el tribunal femenino se negaba, de plano, a seguir escuchándolo. Ahí estaba la Historia, bien clara, tal como la habían hecho los hombres y tal como, bajo el lema «Los hombres hacen la Historia», había sido interpretada. Bastaba echar una rápida ojeada a la política cotidiana para darse cuenta de que todos los puestos de mando estaban ocupados por hombres. Eso era cosa sabida.

Cuando el rodaballo, visiblemente excitado, la interrumpió: «¿Y Cleopatra? ¿Lucrecia Borgia? ¿La Papisa Juana? ¿La Doncella de Orleans? ¿María Curie? ¿Rosa Luxemburgo? ¿Golda Meir? O, ahora, ¿la Presidenta del Bundestag?»…, la fiscal, Sra. Huntscha, cortó secamente su enumeración: «Todas excepciones que confirman las ansias de poder masculinas. Mujeres aceptadas siempre como concesión. Responda, acusado rodaballo: ¿aconsejó usted a los hombres que se dedicasen a la Historia y, por tanto, a la política, como cosa exclusivamente de hombres?».

«En cierto modo, por razones de división del trabajo, se confió a los hombres todo eso, quiero decir, las menudencias políticas —el llamado trabajo sucio—, pero también la peligrosa milicia, en tanto que las mujeres…»

«¡Al grano, acusado! Se le ha hecho una pregunta.»

«Está bien, lo admito: siguiendo mis consejos, el hombre oprimido acabó con la fase multimilenaria del dominio femenino sin historia, al empezar a enfrentarse con las fuerzas de la Naturaleza, sentar los principios del orden, sustituir el caótico —por incestuoso— matriarcado por la disciplina responsable del derecho patriarcal, dar vigencia a la razón apolínea, pensar utópicamente y hacer Historia en la práctica. A menudo, debo confesarlo, de un modo demasiado autoritario. Asegurándose la propiedad de forma cada vez más mezquina. Osando lo nuevo con excesiva timidez. Y siempre en contra de mis consejos de ponderación. Porque, en principio, yo defiendo la igualdad de los sexos. Desde siempre. Todavía hoy. Sin embargo, como me capturaron en la última fase del neolítico, no tuve otra opción. Porque, si me hubiera cogido una mujer y no un pescador, no habría sido puesto en libertad, sino que, según las reglas de la cocina neolítica, me habrían cocido al fuego. ¿No es verdad? ¿Con acederas y sémola de esteba? Pues entonces… Las consecuencias pueden imaginarse fácilmente. En el fondo, me hubiera dejado persuadir para continuar la eternotutela. Hubiera prestado también mi consejo. Es una lástima que me cogiera un hombre. Supongámoslo: ¿y si usted, mi distinguida acusadora, no me hubiese capturado como hace poco —por suerte— en la bahía de Lübeck, sino ya entonces, en las aguas poco profundas de la desembocadura del Vístula? ¡Cuántas posibilidades! ¡Quién sabe, quién sabe! La Historia hubiera tomado otros rumbos. Posiblemente no habría fechas. Nuestro mundo sería, por así decirlo, más paradisíaco. Yo no tendría que soportar en una bañera de cinc el aire viciado y lleno de nicotina de una asamblea que se llama a sí misma tribunal. Todas las Ilsebills me estarían agradecidas. Sin embargo, por desgracia, me capturó un joven tonto, aunque no carente de talento, que no supo comprender a quién había capturado.»

Entonces el tribunal feminista suspendió la sesión, porque la Sra. Von Carnow, defensora de oficio, presentó una moción en el sentido de que debía estudiarse en qué condiciones una mujer neolítica habría puesto en libertad al pez plano y lo habría contratado, quizá, en función asesora. También pidió un estudio, aunque fuera esquemático, de cuál hubiera sido la evolución humana hasta nuestros días, de haber subsistido el matriarcado. La Sra. Von Carnow dijo: «Si el tribunal feminista quiere garantizar un proceso justo, tiene que estar en condiciones de analizar otras posibilidades fehacientes».


La verdad sea dicha, Ilsebill: no se sacó mucho en limpio. Es cierto que los nueve grupos femeninos de Berlín se reunieron a puerta cerrada. Es cierto que esbozaron sobre el papel utopías retrospectivas. Es cierto que se describieron, desde el punto de vista femenino, nueve situaciones paradisíacas. Pero cuando se compararon entre sí los borradores y se quiso hacer una síntesis, estalló entre los grupos una guerra en toda regla. ¡Qué desastre! La Liga de Mujeres Socialistas se negó a tomar en serio la que llamó «ley del más fuerte» de la Acción Lésbica, mientras que las chicas del grupo Pan y Rosas, calificadas de «caóticas liberales», desecharon el papel elaborado por los que llamaban «grupos de cotilleo», como «romanticismo social». Al Colectivo de Mujeres Ilsebill se le reprochó que aspiraba a «una puñetera colmena, con reina, obreras y zánganos». El Grupo de Iniciativas Feministas 7 de Agosto —el día en que el rodaballo fue capturado por segunda vez— se puso en ridículo con una teoría según la cual, mediante manipulaciones genéticas, sería posible hacer que los hombres menstruasen, concibiesen, gestasen, pariesen y amamantasen. Y cuando la agrupación Bacinilla Roja, supuestamente maoísta y escindida de la Liga de Mujeres Socialistas, desarrolló su utopía del retorno radical al estado neolítico, se sospechó que sus miembros eran agentes de la CIA o algo peor.

Naturalmente, para la prensa fue un festín. Comentarios sardónicos en todas las columnas de chismorreo. En calidad de presidenta, a la Dra. Schönherr le fue difícil lograr que el asunto no se desmadrase y que prosiguiera el proceso. Por fin, su texto de transacción fue aprobado por todos los grupos y colectivos en discordia. Ursula Schönherr leyó esta fórmula concisa: «El Tribunal Feminista estima que la pregunta del rodaballo sobre cómo habría evolucionado la sociedad humana si el matriarcado no hubiera sido suplantado por el patriarcado sólo puede contestarse, naturalmente, de forma hipotética: indudablemente, hoy serían las cosas más apacibles, más sensibles, sin tantas pretensiones individualistas, pero, sin embargo, más creativas; en general, más delicadas, más justas a pesar de la abundancia y, al no existir la ambición masculina, no tan encarnizadas y sí más serenas; tampoco habría Estado».

En cualquier caso, se siguió adelante. El rodaballo continuó preso. Sin embargo, cada vez más, se limitaba a dejar constancia en las actas de la palabra «indispuesto». Para cuidarle la voz se dictó, a petición de la defensa, una prohibición de fumar para todos los que se encontraban en el antiguo cine.


El proceso se desarrolló luego apaciblemente durante tres o cuatro días. El rodaballo dio gustoso información sobre mi tempotránsito neolítico: pequeñas anécdotas jocosas. El público estaba ansioso por conocer los trucos tutelares con que Aya nos había mantenido en conserva durante milenios. Cuando el rodaballo describió platos neolíticos —cuajada sobre tortas de harina de bellota y granos de esteba, ánsar cocido en el barro— el público tomó apuntes diligentemente. Las recetas de Aya se publicaron también en los diarios, en la página del ama de casa: «Setas de Burdeos a la Aya, hechas en la ceniza».

Sólo cuando el rodaballo se refirió una y otra vez a los tres pechos de Aya, a la Aya tritetuda, al mito del tercer pecho, surgió la inquietud y la cuestión se discutió en las pausas del proceso: «¿Será posible que sólo pueda alcanzarse el dominio femenino mediante un tercer pecho? ¿Nos falta algo a las mujeres?».

En las paredes de los aseos del antiguo cine aparecieron las primeras evocaciones gráficas del principio del dominio tripectoral. (Más tarde, los tres pechos llenaron las superficies publicitarias vacías de las estaciones de metro. En muros y vallas de construcción se expresó con la brocha un antiquísimo deseo del hombre.) Cuando el rodaballo manifestó que no fueron sus bien intencionados consejos los que acabaron con la totalitaria tutela matriarcal, sino la súbita desaparición del tercer pecho, inexplicable también para él, el tribunal feminista tuvo que suspender la sesión otra vez.

La Sra. Huntscha dijo que el período neolítico había terminado y la culpabilidad del rodaballo, en opinión de la acusación, había quedado probada, no obstante, antes de dictar sentencia, debía verificarse el material aportado, en especial las siguientes afirmaciones del rodaballo. Primera: que en el neolítico había mujeres con tres pechos; segunda: que sólo con ayuda de ese tercer pecho fue posible rechazar las aspiraciones de poder patriarcales; y tercera: que únicamente mediante tres pechos podría restablecerse el derecho femenino. También debía comprobar el tribunal si, después de la supuesta desaparición del supuesto tercer pecho, la continuación del culto de Aya durante la edad del bronce y la del hierro pudo proteger los derechos del matriarcado subsistentes. Por último, no se podía pasar por alto la tesis del rodaballo de que el culto de Aya, encubierto como culto a la Virgen María, siguió vigente hasta los primeros siglos cristianos. Por el contrario, el movimiento feminista tenía que comprobar o hacer comprobar por una comisión especial si debía reconocerse el tercer pecho como símbolo de un primitivo dominio femenino. Si llegara el caso, habría que asumir el propio pasado y renovar la tripectoralidad neolítica. Había que solicitar dictámenes. Se podía pedir ya a artistas con conciencia de sexo que dieran expresión artística apropiada, en forma moderna, al culto de Aya. Evidentemente, se corría también el peligro de crear una leyenda falaz.

La fiscal advirtió: «Al reproducir el mito de los tres pechos, quizá sólo demos satisfacción a la proyección de los deseos del hombre, al trauma mamario masculino. Porque a los hombres —eso debería saberse— nunca les bastó con dos pechos».

Para abreviar: después de muchas vacilaciones —se produjeron las habituales luchas entre los grupos— el tribunal feminista decidió, con un voto en contra, desechar el tercer pecho como posibilidad práctica o teórica. La Dra. Schönherr (quien, por cierto, como tipo se parece muchísimo a mi Aya) fue la que emitió su impotente voto contrario. Se blanquearon las paredes emborronadas de los aseos del cine. Inútilmente, desde luego. Una y otra vez se ejercitaron gráficamente bolígrafos y rotuladores. Se pusieron a la venta carteles pop. Al parecer, hasta los niños, estimulados por sus maestros, pintarrajearon ampliamente y en colores las opulencias de Aya. Y un panadero de Tempelhof aumentó sus ventas al cocer una Aya de pan.

Naturalmente, después de tanto escándalo público, la sentencia que la presidenta del tribunal leyó sólo podía ser severa: «El rodaballo ha sido hallado culpable. Su consejo parcial sólo favoreció la causa masculina. Se esforzó sin escrúpulos por implantar el patriarcado. Aunque durante mucho tiempo no lo consiguiera, su intención antifeminista agrava su culpa. En los considerandos de la presente sentencia no se ha tenido en cuenta la supuesta multiplicidad de pechos de la mujer neolítica».


¿Te hubieras pronunciado tú así? ¡Ay Ilsebill! En realidad, todo fue muy distinto. Por importantes que sean o fueran los pechos, dos o tres; por absorto que yo dibujara una Aya tripectoral en la arena mojada, la modelara en arcilla, la tallara en madera o la rascara en un pedazo de ámbar, lo verdaderamente decisivo era sólo esta pregunta: cuando nos helábamos de frío y lo comíamos todo crudo, ¿quién trajo el fuego del cielo?

¿Y tú, rodaballo? ¿Por qué no dijiste ante el tribunal que no fue ningún hombre, sino nuestra Aya, quien robó el fuego al viejo Lobo del Cielo? No quieres acordarte de cuántas veces, cuando sosteníamos nuestras conversaciones en la arena movediza, me burlé de tu historia prometeica. ¿Cómo decías? «El fuego es a un tiempo acto e idea viril.» Tu impostura debía reforzar nuestra confianza en nosotros mismos. No, rodaballo. Tú lo sabes. No fue ningún hombre; Aya se dirigió al Lobo del Cielo, que guardaba el fuego y yació con él. Nunca has querido creerlo. Ahora las feministas te acusan. Todas las Ilsebills te señalan con el dedo. Confiésales quién trajo el fuego a la Tierra. Revélales —no lo saben— dónde escondió Aya aquellas tres brasas. Eso tuvo consecuencias. Díselo todo, rodaballo. Las Ilsebills tienen que saberlo. Hasta en sus detalles más íntimos.

El rodaballo
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