En la isla de Møn

Cuando se pronunció la sentencia, se decidió que la vocal Ulla Witzlaff se encargaría de su ejecución. Incluso antes de ampliar sus palabras finales para convertirlas en una perorata sobre la belicosidad del hombre y la capacidad de sufrimiento de la mujer, el rodaballo, porque alguien, creo que Ruth Simoneit, había dicho alguna chorrada sobre el «fin del mundo», ilustró con ejemplos la tendencia catastrófica de la Tierra y, al mismo tiempo, fechó la próxima edad glaciar en «cualquier día de éstos». Sin embargo, mientras despachaba otros diez mil años como si se tratase de una horita, se le oyó, entre paréntesis, expresar un deseo: que para poder purgar útilmente su culpa, se le pusiera, como culpable consciente y malhechor que debía ser castigado, en sus aguas favoritas, el Báltico occidental. Conocía allí una isla cuya costa oriental caía abruptamente en un acantilado de greda. Desde lo alto del acantilado se podía ver a simple vista, en los días claros, aquella otra isla de forma análoga desde la que se puso en circulación el mentado cuento de El pescador y su muxer. «Dos lugares pintorescos que se corresponden y no sólo geológicamente», dijo el rodaballo. Inmediatamente después de la última glaciación —«¡no ha pasado tanto tiempo!»— el fondo del Báltico se formó entre las dos islas. Al pie de los acantilados de greda se encontraban pedernales y también interesantes petrificaciones, como erizos de mar y tentáculos de sepia. «El joven Báltico fue, durante media horita del mundo, de una tibieza mediterránea.» Allí era donde quería ser puesto en libertad para desempeñar desde allí sus nuevas obligaciones: en favor de la causa femenina.

«Se refiere a la isla de Møn», le dijo Ulla Witzlaff a Helga Paasch, que se sentaba a su lado como vocal. Ulla había pasado su infancia en Rügen y asistido en Greifswald a la escuela de música litúrgica, hasta que, cuando se construyó el Muro de Berlín, se marchó al Oeste. Por eso fue designada para ejecutar la sentencia del Feminal y poner en libertad al rodaballo en el lugar deseado; además, Ulla podía asegurar que el contenido de mercurio del Báltico era allí mínimo.


Como las autoridades de la República Democrática Alemana denegaron el transporte por ferrocarril o en furgoneta Volkswagen a Rostock-Warnemünde, hasta el transbordador que lleva a Gedser, en Dinamarca, sin que los servicios oficiales llamaran nunca al rodaballo por su nombre, sino sólo «elemento subversivo» y «fuerza reaccionaria», y el Estado de los obreros y campesinos dejó ver su miedo al pez plano, hubo que llevar al condenado rodaballo hasta Hamburgo en avión, en el mayor secreto y protegido contra los posibles ataques del grupo extremista que rodeaba a Griselde Dubertin.

Desde allí lo llevaron en coche a Travemünde. Desde allí, el viaje continuó en el previsto transbordador de Gedser. Desde allí, algunas feministas danesas se encargaron del transporte por Vordinborg, Kalvehave, y luego, por el puente, a la isla de Møn. Como no llegaron hasta la noche, el grupo que rodeaba a Ulla Witzlaff pernoctó en una pensión de Hunoso, cerca de la escarpada costa de greda.

El rodaballo había soportado bien el viaje en su recipiente especial. Como por alegría anticipada, era ya menos transparente. Su piel pedregosa recuperaba el color. Sin embargo, a pesar de su alegre batir de aletas, guardó silencio.


Y yo estaba allí. (Naturalmente, Ilsebill se enfadó porque, tan poco tiempo antes de su parto, yo quería eclipsarme otra vez. «¡El niño no te preocupa lo más mínimo!», gritó cuando le pedí permiso por teléfono.)

Después de que, además de Ulla Witzlaff y Therese Osslieb, también Helga Paasch apoyó mi solicitud de acompañar el viaje, se me permitió ayudar en el transporte. Además de las mujeres citadas, eran también de la partida Erika Nöttke (el ratón gris) y la defensora de oficio del rodaballo, Sra. Von Carnow (toda de seda azul celeste). Al parecer, Sieglinde Huntscha no había tenido ninguna gana. La Dra. Schönherr no consideró indispensable estar presente en la ejecución de la sentencia.

Teníamos motivos para pedir a la delegación danesa que adoptara medidas de seguridad también durante la noche: como Ruth Simoneit se había unido a la oposición radical que seguía a Griselde Dubertin y, antes de dictar sentencia, se había mostrado partidaria, con Griselde, de la «pena de muerte», había que contar, si no con atentados, al menos con alteraciones durante el transporte del rodaballo hasta el mar. También la séptima y la octava vocales del Feminal, la opulenta ama de casa Elisabeth Güllen y la bioquímica Beate Hagedorn, que me recordaban vagamente a mi Sibylle y a María Kuczorra, pasaban por radicales y sospechosas de terrorismo, sobre todo porque habían permanecido ausentes de las sesiones después del período de prueba; sólo durante el gran banquete de rodaballo participaron en silencio.


A la mañana siguiente, el rodaballo debía ser transportado a pie a través de un hayedo hasta el acantilado. Esa tarea recayó sobre mí. El recipiente especial me fue colocado delante con dos correas (como a un vendedor ambulante). A través de una ventanilla transparente, veía, al andar, al rodaballo, que con hábiles movimientos de sus aletas procuraba compensar mi vacilante paso. Al principio por un camino vecinal y luego por un estrecho sendero, nos acercamos a la costa. Delante de mí (y del rodaballo) iban la delegación danesa y las escasas periodistas autorizadas. Detrás de nosotros, la Witzlaff y la Osslieb, Helga Paasch y Erika Nöttke. La Sra. Von Carnow había decidido que el camino era demasiado fatigoso y se había quedado en el hotel.

Naturalmente, intenté entablar con el rodaballo un último diálogo. En cuanto las mujeres que iban delante y detrás de mí estuvieron suficientemente lejos, le susurré: «Di algo, rodaballo. Tus últimas palabras. ¿Ha terminado realmente todo entre nosotros? ¿Quieres aconsejar sólo a esas bobas de mujeres? ¿Qué voy a hacer yo, rodaballo? ¡Dime algo, di! Ya no comprendo al mundo».

Pero el rodaballo se calló a placer. De manera que lo llevé, como si con su peso llevase a la tumba a mí mismo y a mi tempotránsito histórico, a la causa masculina. Delante y detrás de mí, las mujeres parloteaban alegremente. Airosamente y con grandes flores, sus vestidos se hinchaban con el suave viento. Un equipo de la televisión holandesa filmaba. Erika Nöttke cogió un ramillete de flores. La Paasch se guardó algunas piedras de tamaño apropiado como recuerdo, porque por todas partes había pedernales. Y Ulla Witzlaff, con su voz tonante, cantaba algún himno cristiano: «El día está lleno de júbilo…». La Osslieb cantaba con ella fraternalmente.

Cuando llegamos al borde no protegido del acantilado y (como estaba prometido) pudimos ver a simple vista, porque el tiempo era espléndido, los acantilados gredosos de la isla de Rügen, tuve la tentación de desatar en un santiamén al rodaballo en su caja especial de vidrio (mi muestrario) y precipitarlo desde arriba (ciento once metros) contra la playa de pedernales… No, más bien me sentí tentado de darme muerte a mí mismo saltando desde el abrupto acantilado —¡todo ha terminado!— con el rodaballo delante y gritando quizá «¡viva la causa masculina!», o bien yo solo, salvando al rodaballo y el futuro, o arrastrando conmigo, si no a la Osslieb, sí a Ulla: amorosamente unidos en la muerte.

Pero ya estaba a mi lado, tutelar, Erika Nöttke. «Me preocupa saber», dijo, «si el rodaballo sobrevivirá al brusco cambio. Durante nueve meses se le ha mantenido en agua fresca, se le ha dotado de oxígeno suficiente y se le ha alimentado con regularidad. Como ya no está expuesto a los efectos de la contaminación, el Báltico, muy contaminado y sobresaturado de algas, podría resultarle peligroso. Es cierto que en las últimas semanas hemos intentado hacer una compensación aproximada mediante aditivos químicos, pero el choque será grande, quizá demasiado grande. Al fin y al cabo su aspecto ha cambiado cada vez más durante la detención. Se ha vuelto pálido, transparente, casi vítreo. Espero que no se nos muera».

También Helga Paasch estaba preocupada. Sin embargo, la Osslieb y la Witzlaff tranquilizaron a Erika Nöttke: eso no era nada para el rodaballo. Era un tipo duro. Resistiría hasta la próxima glaciación. Los residuos de alquitrán y el mercurio le hacían reír. Se adaptaría. En caso necesario, era capaz de vivir sólo por principio. «¡Mirad!», exclamó Ulla. «Está recuperando ya el color. ¡Pronto estará otra vez en forma!»

Después de haber disfrutado todos durante un ratito de la espléndida vista y de haber complacido también a la televisión —necesitaban insertos— comenzó el descenso por una garganta boscosa, hundida entre los acantilados de greda, a la que, para su utilización turística, se había dotado de una escalera natural de troncos de un metro de largo. Mientras sostenía mi mostrador por abajo con ambas manos, intenté evitar al rodaballo las sacudidas demasiado bruscas, de escalón en escalón, pero aun así el camino resultó áspero. Erika Nöttke, que me vio bañado en sudor, quiso relevarme. Yo me negué virilmente. (No me dejaré quitar el rodaballo. En otro tiempo fue mi rodaballo. Aguantaré hasta el final. Tengo que ser fiel a mi historia.)

Llegados abajo, hubo poco tiempo para recuperar el aliento. Porque una mirada hacia lo alto de los acantilados de greda nos reveló nuestra posición peligrosa y cuál era la verdadera situación: arriba estaban las mujeres de la oposición radical. Agrupadas en torno a Griselde Dubertin y a Ruth Simoneit se apretaban las mujeres del consejo consultivo revolucionario. Reconocí a Elisabeth Güllen y a Beate Hagedorn. «¡Diablos!», gritó la Paasch. «¡La Huntscha está con ellas!»

Cuando llovían ya desde arriba las primeras piedras, creí reconocer en la multitud de mujeres furiosas a la defensora de oficio del tribunal feminista. «¡Dios santo!», exclamé. «Se ha pasado al otro campo.»

«¿Dónde está? ¿Dónde?», quiso saber la Osslieb.

«¡Ahí!», grité yo. «¡Ahí!»

Pero Bettina von Carnow no se dejó ver más. Y la granizada de piedras nos impidió comprobar exactamente su traición y quizá fotografiarla; porque en las muchas fotos de las periodistas autorizadas y en la panorámica de la televisión del equipo holandés se pudo distinguir luego a la Huntscha, la Hagedorn, el ama de casa Güllen y Griselde Dubertin, pero no a la Carnow. Sin embargo, yo la vi: furcia estúpida.

La mayoría de las piedras no nos dieron. Sólo la pobre Erika Nöttke fue alcanzada de lleno y sangraba por la nuca. Arrojaban pedernales de los que se encontraban por todas partes en la isla de Møn. Además resultaron ligeramente heridas dos miembros de la delegación danesa, una periodista inglesa y la cámara del equipo holandés. Un pedernal alcanzó al recipiente especial del rodaballo, sin causar daños. Cuando trataba de esquivar una piedra del tamaño del puño (probablemente lanzada por Griselde Dubertin), tropecé en la pedregosa playa y me hice un corte en la rodilla izquierda, a través del pantalón. Gracias a Dios, poco antes había depositado en el suelo al rodaballo en su recipiente. Así caído y atontado por el dolor, encontré en el lecho de piedras un diminuto erizo de mar petrificado; con lo que quedó confirmada la tesis del rodaballo de que el Báltico fue, después de la última glaciación, un mar casi tropical. (Me guardé el hallazgo. Me traerá suerte y me protegerá de mi Ilsebill. Quién sabe lo que puede pasar aún.)

Mientras que desde arriba gritaban probablemente «¡traición!», la Paasch y la Osslieb respondían desde abajo como pescaderas. Ulla Witzlaff, sin embargo, se quitó los zapatos y las medias, abrió con la llave especial que se le había confiado el recipiente especial del rodaballo, metió ambas manos por debajo del blanco vientre del pez plano, lo sacó de su recipiente, nos lo enseñó a nosotros, a las fotógrafas, a la cámara de televisión y a las mujeres que maldecían y tiraban piedras desde el acantilado gredoso, llevó al rodaballo paso a paso sobre las piedras de la orilla, hasta que el agua le llegó a las rodillas, y habló con voz alta y cantarina: «Queda ejecutada la sentencia de las mujeres contra el rodaballo. En el porvenir sólo será libre para nosotras. Lo llamaremos. ¡Lo llamaremos!». Entonces lo depositó en el mar y se hizo un silencio. Únicamente las fotógrafas autorizadas hicieron clic y la cámara de televisión ronroneó.

Nadó inmediatamente mar adentro, dijo la Witzlaff. Luego tuvimos que ocuparnos de la herida Erika Nöttke. Entretanto, la oposición radical había abandonado el acantilado. La ascensión fue penosa, aunque la Nöttke no quiso que la llevásemos. Seguía sosteniendo su ramillete de flores. Helga Paasch tiró los pedernales que había reunido. En realidad, me hubiera gustado pasar con la Witzlaff unos días de vacaciones en Møn, pero cuando llegamos a nuestro hotel había un telegrama para mí. «Regreso indispensable. Nacimiento inminente. Nada de cuentos, por favor. Ilsebill.» Llegué a casa justamente a tiempo.

El rodaballo
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