Presoñado
¡Cuidado!, digo, cuidado.
Como el tiempo cambia el escaso sentido común.
Ya es posible tener sentimientos que son de algún modo:
de algún modo extraños, siniestros de algún modo.
Palabras que cumplían finalmente su cometido
llevan del revés los forros.
El tiempo quiebra.
Augures ambulantes.
Signos en el cielo —rúnicos, cirílicos—
vistos al parecer por alguien en algún lado.
Rotuladores —individuales o colectivos— proclaman
en garrapateadas paredes de las estaciones de metro: ¡Creedme, creedme!
Alguien —puede ser también un colectivo— tiene una voluntad
en la que nadie ha pensado.
Y los que la temen la empapuzan con miedo.
Y los que todavía protegen su adarme de buen sentido
bajan la luz de sus lámparas.
Estallidos de afabilidad.
Tentativas de dinámica de grupos.
Nos apiñamos: suponemos que somos nosotros aún.
Algo, una fuerza todavía sin nombre
—porque no hay palabra que valga— mueve y remueve.
La opinión general pretende haber presoñado el deslizamiento
(hay que reconocerlo: nos deslizamos) varias veces
y agradablemente: ¡Subimos! Otra vez subimos.
Sólo un niño —puede haber niños en un colectivo— grita:
No quiero bajar. No quiero.
Pero tiene que hacerlo.
Y todos lo animan: razonablemente.