Tres a la mesa

Una sola nunca ha podido atarme. Con todas tuve algo que ver, incluso con Helga Paasch cuando, con sus legumbres de Britz, tenía aún un puesto en el mercado semanal de Berlín y yo, durante toda una estación, conseguí mis rutabagas y zanahorias casi gratis. Mal acabó la historia entre yo y Ruth Simoneit; pero no es verdad que, por mi culpa, ella empezara a soplar primero coñac y luego vermut barato. Con Sieglinde Huntscha podía siempre. Eso se debe a una vieja costumbre y no ocurre nunca en sueños. Sin embargo, con Bettina von Carnow estuve a punto de prometerme, cuando éramos jóvenes aún y no veíamos las cosas tan claras, como consecuencia de un ambiente otoñal húmedo y frío. Prácticamente nada tuve que ver con Therese Osslieb, aunque puedo imaginarme muy bien una relación prolongada a base de patatas fritas. Mi admiración por la Dra. Schönherr no ha cedido durante años, aunque ella no quiera acordarse de la noche en Bielefeld (¿o fue en Kassel?): «Debe de confundirme con otra. A los hombres con instintos de coleccionista les pasa fácilmente». Por muy exageradas que puedan ser las sospechas de Ilsebill: con la que mejor puedo es con Ulla Witzlaff. Ella me da su calor de establo. No falta nada. Todo es posible. Cuando se ríe, se rajan las piedras. Lo que más nos gusta es sentarnos en la cocina. Sin duda no estaba yo en mis cabales cuando, el otro día, quise empezar algo nuevo o, lo que es peor: recalentar una vieja historia.


Empezamos a hablar en una pausa del proceso, porque, en realidad, el caso Sophie Rotzoll nos había acercado otra vez. Hicimos como si se pudiera empezar de nuevo, como si aquello no fuera algo terminado y sin remedio. También ella es vocal del tribunal feminista y farmacéutica de profesión. Unos años mayor que Ilsebill (que ahora tiene ya algo de señora), Griselde seguirá siendo juvenil muchos años aún. Desde entonces, sólo dos o tres arruguitas más en torno a los ojos, un poco de amargura en torno a la boca; por lo demás apenas ha cambiado.

Nos conocemos de la época de la construcción del Muro. (Cuando yo seguía saliendo a medias con Sibylle Miehlau.) Aunque ella me consideraba demasiado masculinamente estable y, por tanto, insensible, nos llevamos bien durante un tiempo. Puntualizaciones exactas como: que yo la protegía siempre, llevaba sus maletas, le daba fuego y me mostraba paternal terminaban sus discursos de ruptura, con frecuencia repetidos. Ella tiene debilidad por los tipos débiles, siempre inhibidos. Por eso me dejó colgado y se sacrificó heroicamente por un tipejo que sólo se interesaba por lo que había en los armarios de su farmacia y que, poco después, la dejó plantada para estudiar teología por cuenta del Estado. Entonces el asunto con Billy fue mal. Y también un tercero, ya no me acuerdo cuál, dejó de funcionar de repente. En cualquier caso, todo aquello era para mí una prehistoria gris y sólo evocable como un malentendido cuando, al comienzo de la vista del caso Sophie Rotzoll, el corazón me dio un vuelco de repente. E Ilsebill, que siempre ha tenido buen olfato —sólo lo de la Witzlaff no lo sospecha— puso el grito en el cielo: «Primero la historia con la Simoneit, luego con la Huntscha, ¡y yo embarazada, embarazadísima! Y ahora esto. Por eso haces tantos viajes. No paras. Con ésa voy a hablar yo. Y enseguida. De mujer a mujer. Para que queden las cosas bien claras. ¿Me entiendes?».

Yo tuve que achantarme: «Está bien, de acuerdo. Cocinaré algo para vosotras. Una explicación entre los tres. Si es que viene. ¡Esos celos son ridículos! Sabes muy bien que sólo pienso en ti…».

Así pues, como Ilsebill me apremiaba y quería las cosas claras, «claras de una vez», invité a Griselde Dubertin (familia hugonota de color gris ceniza) a nuestra casa, a comer cabeza de ternera en gelatina: «Ven. Te pago el avión y el tren. Tenéis que conoceros alguna vez». (Para eso, hubiera debido sentarlas a todas a la mesa, a la Osslieb y a Helga Paasch, incluso a la Dra. Schönherr y —para que tuviera de una vez las cosas claras— también a Ulla Witzlaff; costase lo que costase.) Se lo dije también a Ilsebill: «¿Por qué sólo a la Dubertin? Eso es agua pasada. ¿Por qué no a la Carnow y a la Paasch? ¡Limpieza general, Ilsebill! ¡Para que tengas las cosas claras, claras de una vez!».


Sin embargo, nos quedamos con la mesa reducida. Comimos los tres. Griselde vino a pasar el fin de semana. Todavía el viernes había declarado al rodaballo traidor y contrarrevolucionario. Ante lo cual, él se hizo otra vez el muerto (panza arriba), obligando a que se levantara la sesión. El partido rodaballesco protestó igualmente y solicitó dictámenes sobre la permisibilidad de determinadas setas como arma política en la lucha por la emancipación.

Le pedí a Griselde que viniera de verde místico, porque Ilsebill se vestiría probablemente de rojo falsa oronja. Esperaba con ansia la explicación. Y mi cabeza de ternera en gelatina «Homenaje a Sophie» debía ser esta vez muy especial. Sin embargo, en realidad hubiera preferido refugiarme en casa de la Witzlaff, en su cocina, cerca del castañeteo impasible de sus agujas de punto (dos del derecho-dos del revés). O me hubiera escondido detrás del órgano de su iglesia y me hubiera hartado de llorar, mientras ella atacaba con todos los registros: «Desde mi profunda angustia clamo a ti…». O su voz de soprano —¡Dios, qué voz tiene!— me hubiera transportado al otro lado del Jordán: «Lágrimas, suspiros, triste suerte, miseria, angustia, temor y muerte…». Porque la historia con Ruth Simoneit todavía me persigue. Es posible que por mi culpa comenzara a pimplar vermut. Y con Griselde sólo hablo y discuto de tiempos pasados. Y con Ilsebill me resulta también cada vez más difícil: esas peleas diarias. Su tendencia a hacerle la vida imposible al hombre amado. Su furia, que resurge tras una breve pausa, sólo porque no ha conseguido por sí misma (sin colaboración masculina) quedarse embarazada. Sin embargo, para mí sigue existiendo sólo una: Ilsebill-Ilsebill…


Entonces cenamos los tres. (Como regalo, Griselde trajo para Ilsebill un montón de libros de Ibis: instrucciones para un nuevo orden jerárquico. A mí me regaló trapos de cocina: «¡Para el cocinero!».)

Por mucho que me hubiera alegrado de antemano, no resultó agradable para mí. Las dos se gustaron a primera vista y armonizaron sus colores y sus voces. Yo me quedé al margen. Hablaban por encima de mí. Antes de que sirviera la cabeza volcándola incólume de la fuente a un plato —qué hermosa era temblando en la gelatina—, las dos se habían puesto ya de acuerdo: a mí sólo se me podía tener a medias o en octavas partes. Era incapaz de decidirme del todo. Además, siempre estaba planeando algo nuevo. «Evasiones, sus eternas evasiones. ¡Incluso ahora! ¡Otra vez!», exclamó Ilsebill. «Fíjate, Griselde. Con qué frescura hace muecas. No está aquí. Está en otra parte. Tiene siempre visitas. En la trastienda.»

No se me permite nada. Todo se controla para que no me desvíe del tema, no divague ni acelere el tiempo. Pero yo no quiero limitarme a estar aquí sentado: en el presente y a plazo medio. Tengo invitaciones para bajarme en marcha y arrojar toda esta mierda momentánea o, como dice Ilsebill: «Lo que quieres es esfumarte otra vez. Mandarte a mudar. No te basto yo, claro. Y hasta dejas a Griselde, que ha venido expresamente por ti. ¡Todavía necesitas algo o alguien!».


El asedio de la ciudad, me escribió Sophie a Graudenz, donde yo llevaba dieciséis años preso en la fortaleza, terminó el 29 de noviembre, aunque las tropas de ocupación se quedaron todavía cuatro semanas: por cuestión de honor. Por eso el cerco continuó. Sin embargo, a cambio de precios abusivos, se pasaba de contrabando por las avanzadillas prusianas de los montes Zigankos lo más necesario: jarabe, patatas, tocino y sémola de esteba. Las setas, por desgracia, se habían acabado. Sí, últimamente cocinaba otra vez para Rapp, aunque de mala gana. Después de la terrible carnicería —hasta hoy no se sabía por qué fue la pelea— se había despedido, bastante conmovida por tanta sangre («eran unos muchachos tan jóvenes») y se había ido a vivir a la Empalizada. Poco después le habían ardido al Francés todas las provisiones. Para decirlo exactamente, se le habían quemado 197 almacenes. Tenían un aspecto impresionante. Y todavía circulaba el rumor de que no había sido la artillería enemiga, sino patriotas los que habían prendido fuego a la isla del Almacén. También se sospechaba de ella, Sophie, pero sin pruebas. Evidentemente, Rapp no quería perderla (como cocinera). Otra vez cocinaba en los grandes banquetes. La negociación de las capitulaciones y las fiestas subsiguientes habían llenado la casa de oficiales rusos y prusianos. Amigos y enemigos estaban alegres, como si sólo para divertirse se hubieran intercambiado 12 640 granadas de obús, cohetes de Congreve y botes de metralla, y como si la mitad de la guarnición no hubiera sido arrebatada por epidemias o abatida por las balas. Sin embargo en las comilonas, como a menudo preparaba gelatina, quedaba en los hondos pucheros mucho caldo de cabeza de ternera con carne de huesos para los niños de la Empalizada. ¡Si por lo menos hubiera setas! Le hubiera servido a Rapp con mucho gusto un último pastel.

Luego Sophie me exhortaba a no perder la esperanza, porque inmediatamente después de la liberación haría una solicitud, escrita con sangre de su corazón: que la Reina, que sabía lo que era sufrir, concediese su gracia y liberase a su bien amado Fritz de la húmeda y fría fortaleza, donde desde hacía ya dieciséis años consumía su juventud y estaba arrepentido tiempo ha. Todo aquello había sido un error infantil. Se habían imaginado una libertad muy distinta…


Sin embargo, tuve que pasar aún muchos otoños de setas en aquel húmedo y frío agujero. (Entretanto, se me había olvidado por qué.) Y a Griselde Dubertin le dije: «Esta cabeza de ternera la he hecho en homenaje a Sophie Rotzoll y la he dejado gelatinarse por sí sola, sin añadirle gelatina». (¡Nonó! No quiero haber sido su conspirador Fritz y haber pasado en prisión toda mi vida.) A Ilsebill le dije: «Un caso realmente interesante, el de esa Sophie. Trabajaba con veneno de setas, como pudo demostrar el rodaballo». (Prefiero ser el gobernador Rapp, que sobrevivió a la cabeza de ternera rellena y mantuvo el orden hasta el fin.) En Griselde habló ahora la boticaria. Se explayó sobre venenos bacteriales, vegetales y animales, las denominadas toxinas: «Especialmente el veneno micótico llamado muscarina, que puede observarse, aunque en pequeñas dosis, en la falsa oronja…». (En cualquier caso, Rapp sobrevivió. Y el pastor Blech escribía: «El 2 de enero se marcharon, después de los polacos, los franceses, napolitanos, bávaros y westfalenses. Eran todavía 9000 hombres con 14 generales. Más de 1200 enfermos quedaron en la ciudad. Los oficiales conservaron sus espadas y su equipo. Los bávaros, westfalenses y otros alemanes rompieron filas ante la puerta de Oliva y pidieron que se les permitiera retornar a su patria, para servir contra el enemigo común, lo que les fue concedido…».) Y, lo mismo que ante el tribunal feminista, Griselde Dubertin dijo a Ilsebill (por encima de mi cabeza): «Fue el rodaballo quien traicionó a Sophie. La toxina amanítica de la oronja verde destruye el hígado, los riñones, los glóbulos rojos, paraliza el músculo cardíaco…».

No, tampoco quiero haber sido Rapp. Preferiría seguir siendo el paternal amigo de Sophie: después de terminar la espantosa época de los franceses, ella volvió a cocinar para el pastor Blech; y lo hizo durante veinticinco años, hasta que el diácono murió de viejo. No fui Rapp (el traidor). Y después de que Sophie me sirvió (a mí, el buen pastor) gelatina de cabeza de ternera con lengua, mollejas y alcaparras de relleno, escribí, para conmemorar un día especial: «El 29 de marzo se estableció aquí la Audiencia Real territorial y municipal que, mediante un edicto, derogó la Ley de Napoleón».


Éramos tres comensales. Dos mujeres a mediados y finales de sus treinta, respectivamente, se sentaban frente a frente en los lados largos de la mesa, mientras que yo, apenas hube volcado la gelatina de la fuente en un plato plano, me quedé en uno de los lados estrechos. (Eso se llama triángulo.)

Después de que las dos, evaluándose mutuamente, hubieron sonreído e intercambiado las primeras palabras sobre mi cabeza, resultó evidente: me había sobreestimado (una vez más). Donde yo me sentaba no había al parecer nada, o sólo un agujero, o sólo algo ilustrativo que, sin duda, llevaba mi nombre, pero que, durante hora y media, se trató como caso típico, a veces con miramientos e indulgencia —«los años de guerra debieron de endurecerlo»— y a veces con rudeza: «¡En realidad, habría que incapacitarlo!». Siempre que habían expresado su acuerdo, el verde místico y el rojo falsa oronja armonizaban, Griselde e Ilsebill se rozaban con la punta de los dedos o cambiaban miradas como se cambian botones de nácar. Sin llamamiento expreso, comenzó a practicarse en la mesa, delicadamente, la solidaridad femenina. «Sabes, te comprendo muy bien. Lo que dices es exactamente lo que yo pienso. Me hace mucho bien hablar contigo, Griselde. Ay, Ilsebill, qué fuerte eres en tu embarazo.»

Con la gelatina, que fue elogiada, pero sin mencionar expresamente al cocinero, sólo había sidra y pan negro. Yo escanciaba, servía y me mantenía silencioso pensando en Sophie, en cuando, en su buhardilla del palacio de Allmond, había levantado a su héroe Napoleón un altar, para adorarlo igual que había adorado antes a la Razón universalmente iluminadora. (Sólo con dificultad podía sofocar el deseo de tener frente a mí a la Paasch, gruñona pero imparcial, o a la Witzlaff, con su labor de punto del derecho y del revés.)

Con una cabeza de ternero cortada por la mitad, la lengua de la ternera y las mollejas, también llamadas lechecillas o timo, había preparado mi gelatina, con otros ingredientes y una raíz especial. La verdad es que (del otoño anterior) me habían quedado en reserva dos jóvenes setas matamoscas secas, que había pulverizado en el mortero: musitando deseos mientras tanto; lanzando maldiciones y evadiéndome (por las escaleras de la Historia), dando regates: a mí no me achicáis, a mí no…


Después de haberme juzgado como si estuviera en rebeldía, las dos mujeres hablaron simultáneamente de la educación de los niños y de la mala calidad de sus respectivos lavavajillas. Ilsebill dijo que comprar el suyo había sido un error. Griselde dijo que, por principio, dudaba de toda educación. Yo seguí pensando en silencio en Sophie, que me quiso tanto y tanto a mí, a su Fritz, pues, después de la guerra de Liberación (no para mí) siguió presentando peticiones de gracia y, continuamente, me enviaba paquetitos con pan de especias en el que, para animarme, había mezclado seta matamoscas finamente molida.

Entonces les serví a Ilsebill y Griselde otra pequeña porción de gelatina temblorosa. Las dos estuvieron de acuerdo en que, a pesar de todas las insuficiencias de sus lavavajillas y por muy descaradamente que hubieran sido engañadas por la industria, de ningún modo volverían a lavar platos a mano. También quedó decidido: en principio, había que atenerse a la educación antiautoritaria. De todas formas, figuras auténticamente paternales no había ya. «¡Eso es verdad!» Ésa fue mi aportación, de la que nadie hizo caso.

Sólo había condimentado la gelatina de ternera con limón. Cocí a fuego moderado la cabeza partida sus buenas dos horas, la lengua una hora y media, y las mollejas sólo media hora. Únicamente al final, después de que la carne se había separado del hueso, había echado en pedazos la lengua y las mollejas y había añadido al caldo alcaparras, eneldo y jugo de limón, agregué el polvo de la seta matamoscas: una vieja receta siberiana que conocían también los conquistadores indoeuropeos de la India dravídica y los vikingos. (Por ejemplo, los varegos, poco después de la época de Mestuina, antes de atacar a los pruzzos en la Hagelsberg, bebían la orina de sus yeguas, después de mezclar setas matamoscas al pienso, lo que debió fomentar la creación de mitos en las mismas batallas; y también los Vedas indios fueron escritos bajo la influencia de la soma, la seta de la inmortalidad, porque la amanita matamoscas invita a viajar, absorbe el tiempo, quita toda inhibición, nos hace más reales de lo imaginable…)

Después de haber tratado a fondo de los lavavajillas en sí y de la pedagogía en general, fui yo otra vez el tema, aunque sin ser expresamente nombrado. Sólo repetían: otra vez ha. Siempre quiere. No comprende que. Se cree que sólo él. Se considera irresistible. Tiene que, él ha, a él le, su error es, lo que en el fondo le falta…

Se me concedió el talento como tara congénita (y circunstancia atenuante): «No puede evitarlo. Siempre se le ocurre algo. Aunque irónico y sin que venga mucho a cuento. Tendrías que oírle hablar de la Naturaleza. En realidad no tiene ni idea. La considera como una catástrofe. Y cuando algo va mal —hace unos días no había papel de retrete en casa— inmediatamente anuncia —típicamente masculino— que ha comenzado el apocalipsis».

Luego se habló de mi actividad política: de todo lo que se ha (o él ha) estropeado a pesar de (mis) sus buenas intenciones. Y lógicamente, porque yo (él) no puedo (puede) decidirme (decidirse) claramente: siempre por un lado —por otro. Mi (su) absurda aversión a las ideologías era ya para mí (él) una ideología. «Es una pena. Te da pena realmente, Griselde, cuando titubea y no sabe dónde ni cómo y busca evasivas desesperadamente, casi siempre históricas. Cuando, por ejemplo, yo digo “lavavajillas”, él dice, “sin embargo, en el siglo XIV…”.»

Después las dos se pusieron de acuerdo en que, por un lado por mi talento —«¡siempre tiene que hacer algo!»— y por otro por mis incursiones políticas —«¡siempre está fuera, de viaje!»— sus (mis) hijos lo habían pagado, siempre. Las dos comenzaron por vez primera (empezando a viajar lentamente a causa de la seta matamoscas) a pedirme cuentas retroactivas, al hacerme responsable de los arrapiezos ilegítimos del poeta barroco Opitz (las pensiones de alimentos no pagadas) y de la prole muerta de hambre de la cocinera de la servidumbre Amanda Woyke, en la época de la Guerra de los Siete Años. «No es de extrañar», dijo Griselde o Ilsebill, «que, como imagen masculina de referencia, fuera siempre claramente intercambiable. Por ejemplo, la monja Rusch sólo lo soportaba como visita, siempre que él tenía que huir de nuevo, en su cama o en su cocina».

Cuando las dos hubieron pasado revista a sus relaciones y a las de otras mujeres conmigo, en la actualidad y retrospectivamente, Ilsebill dijo: «Ése no cambia apenas». Y Griselde Dubertin, que me conoce desde hace más tiempo del que le gustaría a Ilsebill, dijo: «Nunca cambiará».

Eso es verdad. Son impresiones precoces. Quien ha aprendido alguna vez a tener miedo con una Dorotea de Montovia, quien se ha visto alguna vez rodeado por el calor de establo de Greta la Gorda, tendrá siempre miedo, buscará un calor que lo rodee, aunque sea en la cocina caótica de una organista, por lo demás muy bien templada.

También mi cabeza de ternera en gelatina la había cocinado, como consecuencia de una impresión precoz, imitando a aquella Sophie Rotzoll que, cuando a principios del verano de 1837 abandoné por fin la fortaleza de Graudenz, había preparado una para mí, a fin de fortalecerme. Todavía no tenía yo sesenta años, pero era ya un anciano. La Srta. Rotzoll, sin embargo, seguía siendo doncella desde muchos puntos de vista. Y lo mismo que Sophie, he condimentado mi gelatina con alcaparras, pepinillos y eneldo, la he sazonado con limón y con unos polvitos —ya se sabe lo que puede hacer la seta matamoscas—, le he dado un sentido profundo y un doble fondo: ahora te contemplas a ti mismo. Ahora te echas a tu lado, totalmente despierto. Ahora eres absorbido por Aya. Y a tu alrededor se curva, cálida y húmeda, la caverna…


¿Fue Ilsebill o Griselde la primera en hablar de mi complejo maternal? (¿O hablaban ya, como si hubieran sido invitadas a compartir la gelatina, malhumoradamente la Paasch, soñolientamente la Osslieb, impertinentemente la Huntscha, beodamente Ruth Simoneit?) En cualquier caso, Ilsebill dijo: «Desde luego, lo tiene. Y bien hermoso».

Después de que también Helga Paasch (con argumentos de la edad del hierro) hubo aireado ese aspecto de mi existencia, Griselde Dubertin, contradiciendo a la Witzlaff que había dicho «bueno, ¿y qué?», me juzgó de forma definitiva: «En cualquier caso, casi todo lo que a él se refiere puede atribuirse a una exagerada fijación materna. Miradlo: aunque tenga ya arrugas, sigue siendo un eterno niño de pecho».

Ulla Witzlaff, apoyada por la Osslieb y por Helga Paasch (¿no se sentaba también la Dra. Schönherr a la mesa?) hizo notar que mi innegable talento necesitaba esa dependencia. Bettina von Carnow citó a otros artistas igualmente acomplejados: «¡El gran Leonardo fue amamantado por una cabra!». Ruth Simoneit balbuceó: «¡Todas seguimos teniendo chupete!». Sin embargo, Ilsebill y Sieglinde Huntscha exclamaron: «¡No le han cortado el cordón umbilical! Sencillamente no se lo han cortado. ¡Hay que cortárselo! ¡Hay que cortarle de una vez el cordón umbilical!».

Y aquella Griselde Dubertin en la que yo, insensatamente, había buscado a mi Sophie, reveló en la mesa lo que yo, hacía poco (como un idiota) le había confiado: «¿Ése? Ése no va al psiquiatra. Me lo susurró la semana pasada de forma terminante. Verdaderamente furioso dijo: “¡A mí no me lleváis al diván! ¡Mi complejo materno lo exploto yo! Eso lo declaro por escrito, en mi testamento: moriré sin que me psicoanalicen. En mi lápida dirá: ¡Aquí yace con su complejo materno!”».

Todas las de la mesa se rieron de mí. Ilsebill lo encontró muy típico. La Witzlaff se sonrió, porque ella sabía más cosas. La Dubertin dijo: «Que haga lo que quiera». Y la Dra. Schönherr que, estoy seguro, comía ahora también con apetito de mi cabeza de ternera especial, dijo en nombre de todas (porque también la Osslieb y la Witzlaff asintieron con la cabeza): «Lo de siempre. En el fondo, sigue siendo un niño».


Entonces hablé yo. Debió de ser el diablo quien me aconsejaba, en forma de amanita matamoscas, porque de repente rompí el silencio que se me había impuesto y dije, más a la Dra. Schönherr que a Griselde Dubertin, aunque me dirigía a la Witzlaff pero mirando a mi Ilsebill (y buscando con el pie izquierdo a Ruth Simoneit pero recibiendo respuesta de la Osslieb): «En realidad, querida Ilsebill, esa Sophie a la que tengo que agradecer nuestra cabeza de ternera en gelatina nunca renunció. Un año tras otro, en cuanto recibía autorización, se dirigía a Graudenz para hablar con su Fritz: él tenía que resistir. Le enviaba pan de jengibre y especias, con cartitas dentro. Presentaba peticiones de gracia a la reina Luisa. Se ponía de rodillas, todo por él, hasta que por fin quedó libre. Y después me cuidó, con mucho amor, y fue conmigo a coger setas, lo mismo que en nuestros años mozos, cuando yo tenía aún una Idea…».

Las demasiadas mujeres de la mesa no escuchaban, desde luego. Riéndose aún de mí —«su infantilismo es, a pesar de todo, encantador»— se confirmaron mutuamente en su opinión: que siempre se estaba haciendo ilusiones que, por temor a afrontar los conflictos, seguía con sus conflictos; que, por eso, sus ruidos gástricos estaban otra vez aumentando; que siempre aplazaba las cosas, las aplazaba siempre; que el pobre, una vez más, se había pasado (concretamente con Griselde); que no quería perder nada, a ninguna de ellas (tampoco a Ruth Simoneit), sino conservarlas a todas, incluida Helga Paasch, lo mismo que a su colección de vasos de cristal; que era un hombre imposible y típicamente machista.

Entonces bebieron como hermanas a mi salud y elogiaron, mencionando esta vez al cocinero, mi gelatina: realmente era algo muy especial.

Therese Osslieb prometió incluir en el menú de su restaurante, para enriquecer un poco el culto a Amanda centrado en la patata, la cabeza de ternera en gelatina «Homenaje a Sophie». Entonces Ilsebill preguntó a las vocales reunidas del tribunal feminista por las últimas novedades del caso Rotzoll: «Él sólo cuenta lo que le afecta. Vosotras me podríais informar un poco de lo que pasa por dentro. Me gustaría enterarme mejor. Dime, Griselde: ¿se llevará esta vez el rodaballo su merecido?».


Aunque tiene hijos de su marido, del que vive separada a la distancia de un barrio para vivir en relaciones rápidamente cambiantes con otros hombres, le queda algo de virginal, por lo que me sentí impulsado a buscar en ella a Sophie; no a la infantil (seria bajo su sombrero en forma de seta), sino a la ligeramente arrugada doncella cocinera, de vuelta a la casa parroquial: a principios de sus treinta estaba Sophie y perturbada por los acontecimientos vividos en la época de los franceses, de forma que, a menudo, miraba asustada, como si viera siempre algo atroz, lo mismo que la farmacéutica y vocal del tribunal feminista Griselde Dubertin, que también (por alguna razón íntima) se ha quedado aterrorizada; por eso perdía a menudo el hilo cuando comenzó a alimentar las necesidades de información de Ilsebill con datos contradictorios, lo que hacía que Helga Paasch y Ruth Simoneit la interrumpieran.

Se hablaba del venenoso inocibe lobulado y de la oronja verde. Unas veces decían: el asesinato político con ayuda de toxina debería rechazarse de plano como expresión de la emancipación femenina; otras veces se recomendaba el plato de setas de efectos políticos, precisamente como instrumento de autoliberación feminista. «Pero tendría que funcionar mejor que en el caso de la Rotzoll», criticó Sieglinde Huntscha. Ruth Simoneit rugió: «¡Yo soy partidaria del homicidio! ¡Sin contemplaciones! ¡Y rápido!».

Cuando la Paasch dijo que, en realidad, aquella Sophie había sido una pava que sólo había pensado en su Fritz, Griselde me miró fijamente, como si me viera en uniforme de gobernador. Gritó: «¡Eso sólo se arregla con veneno! Si yo tuviera un Fritz encarcelado, actuaría de forma igualmente micológica. ¡Pero sin cometer errores!». Luego se lamentó: por muy evidente que fuera que esa Sophie había sido una esclava, sus actos habían estado al servicio de la Libertad. Ni siquiera el rodaballo podía negarlo. Por lo demás, éste aceptaba todas las culpas. «¡El muy canalla!» Para evitar algo peor, había dicho, hizo fracasar al círculo jacobino de la calle de los Bolseros. «¡El muy traidor!» Instigado por él, el pastor Blech informó a los esbirros municipales.

«Bueno», metió baza la Paasch, «es que no puede soportar que los niños jueguen a la revolución».

Es posible que Bettina von Carnow quisiera consolarla: «Después de todo, la buena de Sophie, al cabo de cuarenta años de fidelidad, consiguió a su Fritz».

Antes de que Griselde pudiera pasar a las vías de hecho, la Witzlaff apaciguó el incipiente tumulto: «No hay nada que reprocharles a Sophie y a Fritz. Los dos viejecitos, cuando se dirigían con paso vacilante a buscar setas, debieron de ser una pareja conmovedora».


Tú siempre me cogías del brazo. Pero aquellos no eran ya nuestros tiempos. Desde luego, había setas que parecían crecer exclusivamente para nosotros, pero la Idea, nuestra Idea, había desaparecido o tenía otro nombre, no se alzaba ya sobre un pie, sino que más bien cabalgaba: ahora se hablaba del Espíritu del Mundo a caballo. A él nunca nos lo encontramos en los bosques. Sólo, siempre, a nosotros mismos. Por eso cogíamos amanitas matamoscas. Son setas especiales. Producen visiones. Pagan atrasos de tiempo. Hay que cortarlas en rodajas, con piel y escamas, secarlas y convertirlas en un polvo que se echa en las sopas, las pastas y las gelatinas. O bien no se convierten en polvo, sino que se guardan pedazos del tamaño de la uña y correosos como el cuero, se coge uno de vez en cuando por las mañanas o hacia la noche, y se mastica seta matamoscas hasta que surgen visiones y el tiempo paga sus atrasos, hasta que, otra vez niños, volvemos a ir con Sophie a coger setas a lo profundo y tenemos una Idea.

La vieja Srta. Rotzoll y yo vivíamos de setas recogidas, desecadas, pulverizadas y adobadas en vinagre. Junto a la Puerta de los Buhoneros, donde Sophie, de niña, había vendido acedías, nos permitían montar nuestro puesto dos veces por semana. Las setas de los caballeros ensartadas y las múrgulas secas tenían compradores todo el año. Con cretonas, que había dejado como herencia la abuela de Sophie, yo hacía saquitos (en Graudenz había aprendido a coser) en los que los boletos y los níscalos, secos, mantenían su cotización. Sin embargo, desde principios del verano hasta noviembre los compradores vaciaban nuestros cestos llenos de setas comestibles y para sopa. Financieramente nos iba muy bien, sobre todo porque, fresca o seca, siempre teníamos mercancía. Nuestra clientela —estudiantes, tenientes de los húsares de la guardia y liberales aspirantes a funcionarios— tenía ganas de viajar y estaba obsesionada, al estilo Imperio, por la evasión. Naturalmente, había también personas ya viejas que, como Sophie y como yo, querían cobrarse sus atrasos de tiempo en visiones y, por eso, se llevaban setas matamoscas, que también tienen su belleza.


Entonces, Griselde Dubertin (y las otras vocales), mientras los tres (y, sin embargo, en numerosa compañía) comíamos mi cabeza de ternera en gelatina, informaron de la marcha cotidiana del tribunal feminista. Se chismorreó sobre las tensiones internas entre los distintos grupos de mujeres. Se puso verde al partido rodaballesco y se insinuó una creciente connivencia entre el acusado rodaballo y la fiscal Sieglinde Huntscha, quizá una conspiración. Otra vez andaba alborotado el cotarro. Se discutió (entre Griselde y la Osslieb) la afirmación del rodaballo: Sophie Rotzoll y su amigo Friedrich Bartholdy habrían sido, desde su juventud y todavía en su edad provecta, aficionados a la amanita matamoscas. Más aún, Sophie habría dirigido un lucrativo negocio de seta matamoscas en polvo: hasta por correo y con intermediarios.

Ese punto había provocado un tumulto ante el tribunal feminista. La especie, lanzada por el rodaballo, de una «Sophie flipada» había sido confirmada por un peritaje especial sobre «los efectos estimulantes de la falsa oronja»; y sólo la oposición de la Dra. Schönherr, presidenta del tribunal, había podido impedir la lectura pública de ese dictamen, solicitado por la acusación. «¡La Schönherr tenía toda la razón!», dijo Griselde. «A lo mejor se hubiera puesto de moda viajar con setas matamoscas. La prensa burguesa está deseando siempre que metamos la pata. Y de una cosa estoy segura: también Sophie hubiera estado en contra.»


En eso estuvieron todas de acuerdo y, de pronto, me convertí en centro de su interés: yo no habría sido ni el Fritz de Sophie, ni el pastor Blech ni Rapp el gobernador: yo —«¡ese mierda!»— habría sido más bien el padre de Sophie, un traficante ambulante de aguardiente que estafaba a los pobres aldeanos cachubos y, como de pasada, le había hecho un bombo a la hija menor de Amanda Woyke. «¡Un mangante!» El malo era siempre yo. «¡Odioso! ¡Canalla! ¡Piojoso! ¡Inútil!» La Dubertin gritó: «¡Hay que ajustarle las cuentas! ¡Hay que ajustar las cuentas de una vez a todos los granujas!».

Las mujeres adoptaban ya actitudes amenazadoras. Me estaba entrando ya miedo. Ya era imposible toda huida. Ya me sentía acorralado, listo para el descuartizamiento. Un cosquilleo entre las piernas. (¿No había dicho la Simoneit: «¡Con el cuchillo de la cocina, zas!».) Entonces me salvó la seta matamoscas.

Nuestra cena para tres, gracias a aquel ingrediente especial, había adquirido entretanto otras dimensiones. Me parecía como si, con la Paasch, la Osslieb y la Witzlaff se sentasen a la mesa, no sólo todo el partido rodaballesco y, con la Schönherr, la autoridad personificada del tribunal feminista; también Agnes Kurbiella y Amanda Woyke, la monja Rusch, Santa Dorotea y Sophie Rotzoll se habían escapado de sus tempotránsitos. La malhumorada Vigga estaba frente a la Paasch. Mi Mestuina consolaba a Ruth Simoneit. Todas tenían su doble en todas. Cómo se había ampliado mi mesa. Y mi cabeza de ternera en gelatina se multiplicaba milagrosamente en muchos cuencos: nunca se acababa. La conversación absorbía el tiempo. A las risotadas de la monja Rusch se mezclaban las risas de la Witzlaff. Y en alguna parte, no, omnipresente, estaba Aya, el principio tripectoral; lo mismo que la Dra. Schönherr lo tutelaba todo. Ella cuidó de que no me pasara nada malo. No dejó que surgieran peleas entre las mujeres, aunque donde la Huntscha se sentaba junto a Dorotea se seguía oyendo un alarmante crepitar. Hacía sólo un momento, Sophie o Griselde habían querido agredir, si no a mí, sí a la dulce Agnes y a la pobre Bettina von Carnow. ¿No veía huellas de arañazos? ¿No había mechones de pelo rubios, de color turba, rizados, ondulados, entre los platos de gelatina medio vacíos? (La Witzlaff y, con ella, la monja Rusch se pusieron de pie para protegerme, hechas una furia.)

Sin embargo, luego, después de haber derramado alguna lagrimita, triunfó el mandamiento de la solidaridad femenina. Como buenas hermanas, parlotearon sobre el precio de las patatas en esta época o aquélla. Se habló plañideramente del alto precio del arenque de Escania y de la escasez, cada vez mayor, del mijo. Y ejercitaron su ingenio conmigo, el buen padre de familia, el zoquete y proveedor, el eterno fanfarrón. Y de repente hubo un órgano, mejor, un armonio de cocina-cuarto de estar junto a la mesa. Y la Witzlaff accionaba todos los registros, mientras la monja Rusch, con Agnes y Sophie, cantaba «Bienvenido Rey de los Cielos». Mi Mestuina regalaba a todo el mundo colgajos de ámbar. Y también el rodaballo estaba como presente. Chapoteando en el fregadero, junto al lavavajillas. Ya gangoseaba sus aforismos de hoja de calendario: «En suma, señoras: antes de que, en plazo breve, la administración femenina sustituya al dominio masculino…».

El tiempo pagaba sus atrasos. Se suministraban visiones a domicilio. Aya se inclinó. Y yo, el hombre, la pieza preciosa y única, fui absorbido por su tutela. Recostado en el regazo de mi Ilsebill embarazada, chupaba de su amplio pecho: satisfecho, en paz, ausente, feliz, con menos deseos que nunca…


Sin embargo, cuando la seta matamoscas nos retiró sus efectos, cuando ninguna felicidad quiso ya amanecer, cuando, cada uno desde distintos tempotránsitos, volvimos a caer en la chata actualidad, cuando nos congelamos en la realidad sin sueños ya de reserva, de la gelatina no quedaba nada. Mi Ilsebill (de rojo) estaba otra vez de mal humor y sólo le apetecía un baño caliente. Griselde Dubertin (de verde) miraba de una forma severamente virginal. Ya hablaban otra vez como si yo no fuera nadie, sin hacerme caso, por encima de mi cabeza y, sin embargo, refiriéndose a mí al decir: «Todo eso se lo inventa. Se engaña de medio a medio. Quiere meternos a todas en la misma gelatina. Tenemos que atarlo corto. Hay que darle un escarmiento. Tiene que pagar, tiene que pagarlas todas juntas. Sin excusas. En plazos mensuales».

Cuando quise levantar la mesa y me esforcé por mostrarme conciliador pronunciando un pequeño discurso —«Ha sido un verdadero placer para mí cocinar mi cabeza de ternera en gelatina especial para vosotras, queridas hermanas de este siglo o de otro…»—, Ilsebill me interrumpió fríamente: «Si cocinar te divierte tanto, puedes recoger también los platos».

De manera que recogí los platos. Eran más de tres. Cuchillos y tenedores, más de una docena. Muchas escudillas. Y trece vasos, en los que todavía chapoteaba la sidra. Griselde me echó dos o tres manos. El lavavajillas estaba lleno hasta arriba. (Por lo demás, morí antes que Sophie, en el revolucionario año 48, sin comprender de qué libertad se trataba esta vez.)

El rodaballo
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