El viaje a Zúrich

Comenzó el viernes, en la estación central de Danzig, después de haber aparecido la noticia el 13 y 14 de agosto en el Volkszeitung del jueves. Desde luego, la junta directiva local decidió inmediatamente organizar una solemne ceremonia fúnebre, que se celebró efectivamente el sábado en el Hogar del Tirador, con mucha asistencia, pero no se quiso enviar ningún delegado, sobre todo porque la camarada Lena Stubbe —que, unos años antes, había mantenido activos contactos con el presidente del Partido— se decidió de repente a emprender, por cuenta propia, el largo viaje; llevaba consigo una corona de laurel, costeada por la sección local, con una cinta blanca, en la que estaba escrito en letras rojas: «¡Adiós!» y «¡Viva la solidaridad!». Su equipaje se componía además, aparte de lo estrictamente necesario en una maleta de mimbre, de una hogaza de pan, un tarro lleno de menudillos de cerdo y una red de manzanas. Justamente a tiempo se firmó su pasaporte expresamente expedido.

Otto Friedrich Stubbe llevó a Lena a la estación. Le habló dominándose virilmente pero, sin embargo, profundamente conmovido, aunque sólo el día anterior le había desaconsejado el viaje a Zúrich, caro y totalmente ruinoso para los ahorros de Lena: «Habrá gente más que de sobra».


Aunque puedo dar aproximadamente la hora de salida del expreso del Berlín (poco después de las once) y, por otra parte, me acuerdo bien de agosto de 1913, la actualidad me resulta como incomprensible: hace pocos días el actual presidente del SPD ha presentado su dimisión como Canciller Federal sólo porque los comunistas habían metido en su oficina un espía. No se comprende, se maldice —«¡qué cerdos!»—, se telefonea a otros desconcertados, se sienta uno, porque dar vueltas no sirve de nada, se lamenta uno una y otra vez —«¡no puede ser!»—, y se escribe, para revivir el pasado, sobre Augusto Bebel: ¿cómo hubiera actuado él en un caso así? ¿Qué hubiera dicho sobre el problema del espía? ¿Se hubiera pronunciado a favor o en contra cuando, el 22 de abril de 1946, el KPD y el SPD de la zona de ocupación soviética de Alemania se unieron en el SED, en un congreso de unificación? En aquella ocasión solemne, un viejo camarada, con el aplauso del camarada socialdemócrata Grotewohl, entregó al camarada comunista Pieck el bastón que el propio Bebel torneó y con el que, en el turbulento congreso del Partido en Erfurt, en 1891, reclamó «¡silencio!».

Sin embargo, ese poder protector simbólico del bastón no fue suficiente para proteger a algunos socialdemócratas (poco después del congreso de unificación) de la prisión de Bautzen, ni tampoco ha podido impedir a los comunistas en el poder de la República Democrática Alemana espiarse a sí mismos y también a algún otro, incluido el sucesor de Bebel.

Eso, naturalmente, no se lo hubiera imaginado el maestro tornero cuando —por vocación profesional— se hizo a mano un bastón, a fin de dar fuerza a su autoridad en las disputas demasiado ruidosas sobre la verdadera vía hacia el socialismo. (¿O quizá se habrá retirado Willy porque el poder le asqueaba?)


Cuando Lena Stubbe llegó a Berlín a las 19.30 horas, a la estación de la Friedrichstrasse, tuvo que trasbordar al ferrocarril metropolitano, porque el expreso de Zúrich por Halle, Erfurt, Bebra, Fráncfort, Karlsruhe y Basilea salía a las 22.13 horas de la estación de Anhalt. Desde Schneidemühl había podido dormir en su rincón tranquilamente, tan llana era la Pomerania. En el andén, a lo largo del cual había muchos camaradas de otras secciones locales y circunscripciones del Partido, con coronas, se comió una manzana y luego, cuando, por suerte, encontró en su departamento un sitio junto a la ventana, se cortó unas rebanadas de pan integral y puso sobre ellas porciones de los menudillos del tarro. Para acompañarlo se bebió una de las cuatro botellas de cerveza barata que su Otto Friedrich, previsoramente, le había metido en el bolso de viaje.

El presidente, cuya actividad como escritor había resultado remuneradora, se había construido para la vejez una casa junto al lago de Zúrich, porque su única hija se había casado allí. Lena, cuando August Bebel murió a los setenta y tres años, tenía sesenta y cuatro. La camarada que se sentaba frente a ella podía estar a principios de sus cuarenta. Había tres caballeros más en el compartimiento, de los cuales sólo uno se dirigía a Zúrich por motivos socialistas. Este señor Michels, que vivía en Turín y era profesor de economía política y, aunque había caído en el compartimiento de Lena por casualidad, conocía a la otra viajera —la tuteaba—, inició poco después de la salida un discurso de tono tan radical que los otros dos caballeros, antes de bajarse en Halle se cambiaron de compartimiento, y uno de ellos, con gran regocijo de las mujeres, habló de la «pestilencia comunista».

En muchos sentidos, aquellos caballeros eran injustos con el señor Roberto Michels, porque aquel hombre, todavía joven, procedía de una familia de comerciantes del Rin. Era verdad que, tras un corto interludio como oficial prusiano, había tomado contacto rápidamente con los revolucionarios socialistas pero, disgustado por la socialdemocracia alemana y sus principios de orden, se había aproximado a los sindicalistas italianos y franceses. Influido por Sorel, el reformismo pequeñoburgués de los socis le repugnaba, aunque no sólo se sentía decepcionado por Bebel, hijo de un suboficial, sino también, por nostalgia de una auténtica autoridad, fascinado. Por eso iba Michels al entierro del presidente de un partido que él, en su marcha hacia delante, había dejado hacía tiempo atrás. Se consideraba muy a la izquierda de doña Rosa, que, por su parte, se consideraba en el ala izquierda del Partido. En Lena Stubbe, que le ofreció una manzana como a todos los del compartimiento, no vio nada; cómo hubiera podido comprender a aquella mujer de cabello blanco que, al arrancar el tren, se santiguó, y repitió ese pecado contra el espíritu de la Ilustración en cada estación.

El diálogo de los dos pasajeros más jóvenes se encendió ante la tesis de la huelga general como medio de lucha revolucionaria de las masas. Desde luego, Michels era partidario de la huelga general, pero reprochó a Rosa haber tenido miedo a rebasar los límites de la legalidad, haberse humillado ante Bebel, el «conocido político de mayorías» y no haberse atrevido a la escisión por la izquierda. «Tú y tus discursos democráticos. Las masas, como fuerza, son ciegas. Deben ser empujadas hacia adelante por una voluntad que las dirija. La voluntad del pueblo sólo quiere recibir siempre unos céntimos más y, de vez en cuando, una cerveza gratis. Vuestra socialdemocracia apesta a decadencia burguesa. Todo se reduce a hacer estatutos. Ya no hay sitio para una fuerza anarquista que, con escoba de hierro, barra el polvo de mil años y dé paso por fin a una libertad mucho mayor.»

También ella la quería, dijo Rosa. Sin embargo, la libertad no se podía ordenar por decreto. Tenía que crecer desde la base, aunque fuera con ayuda de la organización. «Desde luego, sin los compromisos actuales. Hay que echar a los Bernstein y los Kautsky. Ahora que el viejo ha muerto, quedarán en libertad fuerzas jóvenes. Tenemos que volver a encontrar la espontaneidad. En caso necesario, en contra del Partido.»

Así hablaron hasta Bebra. Cuando fuera empezaba a amanecer habló Lena: verdaderamente, le hubiera gustado dormir un poco. Pero tenía que hablar. Lo que decía la camarada Luxemburgo lo había leído ella también, más o menos, en los periódicos. Y en los papeles estaba bien. Con eso de la libertad de abajo arriba sólo podía estar de acuerdo. Y lo que aquí, tan brillantemente, exponía el camarada Michels —del que ella, por desgracia, no había leído nada— era tan hermoso, que hubiera podido ser dicho por su Otto Friedrich en la cervecería del Águila, cuando le daba su domingo radical. Sin embargo, la vida se vivía también el lunes y luego el resto de la semana. Eso lo decía siempre el camarada Bebel. Era una pena que él no ocupase ya la presidencia. ¿Qué ocurriría ahora, cuando nadie fuera capaz de encerrar en una frase razonable tanta verdad como había a izquierda y derecha? Porque el exceso de verdad era peligroso. Pronto, hablando, se perdía la unidad. Quizá la camarada Luxemburgo había pensado en eso. Y en cuanto al camarada Michels, que era un hombre tan leído y sabía dos palabras distintas para todo, debía tener cuidado de que sus discursos no lo llevaran demasiado a la izquierda, porque, si no, aparecería otra vez por la derecha. Ella había conocido a gente, como Karlchen Klawitter, a la que unos años más tarde no era posible reconocer. Sin embargo, lo que era real, por ejemplo la miseria, seguía siendo lo mismo.

Entonces Lena Stubbe ofreció otra vez sus manzanas, se echó el abrigo sobre la cara y se durmió, mientras el expreso se apresuraba a través de la mañana clara y se esforzaba por ser puntual, porque el maquinista y el fogonero, lo mismo que los distintos revisores, eran todos camaradas. Sabían muy bien a quién llevaban y a dónde, y que su tren regular, de estación en estación, se iba haciendo cada vez más histórico.

Rosa Luxemburgo y Roberto Michels, sin embargo, se habían quedado un poco pensativos tras las palabras de Lena: ella había llamado a Rosa una vez «niña» y «rapaza». Sin embargo, porque el socialismo lo quiere y como por costumbre —aunque, por miramiento, a media voz—, tuvieron que seguir discutiendo cuestiones de principio durante una hora larga, hasta que les entró también el sueño.

Naturalmente, Rosa no quería (como hizo luego, con malas consecuencias) separarse del Partido. Naturalmente, el radical hijo de burgués no quería terminar, después de un recorrido excéntrico, en el campo de la reacción (no obstante, Roberto Michels, poco después de la Primera Guerra Mundial —que no tardaría— se convirtió en Italia, donde era profesor, en fascista convencido y radical hasta el fin). Con el expreso viajaba hacia Zúrich mucho futuro: Ebert y Scheidemann se sentaban en un compartimiento de primera clase, y también Plejanov, a quien Lenin calificaba ya entonces de revisionista, hacía ese viaje para hablar ante la tumba de Bebel en nombre de los camaradas rusos.


Desgraciadamente, no puede saberse todo de antemano. Bebel había apreciado realmente a aquel joven brillante, a pesar de todas sus burlas hacia los hijos de papá: su afición (liberal) a la ciencia, su (colorista) estilo. Y también para Brandt la fiabilidad y el humor inalterable del camarada Guillaume se habían convertido en un hábito tranquilizador. Los traidores tienen su encanto. Incluso resulta un poco halagador, porque tanto Michels como Guillaume, hasta después de su traición, supieron hablar siempre respetuosamente, el uno sobre Bebel, el otro sobre Brandt. Quien lea el artículo necrológico de Michels sobre Bebel reconocerá hasta en sus pasajes críticos cuánto debió de querer al viejo gruñón. Y si Guillaume nos deparase un día las Memorias de un traidor, indudablemente sabría distinguir muy sutilmente entre la causa de su empleador estatal y sus propios sentimientos privados. Al fin y al cabo, sólo se traiciona lo que se ama; aunque Lena Stubbe, que durante toda su vida sólo obedeció a la necesidad, fue unívoca hasta cuando amó.


A las 15.29 horas llegó el expreso puntualmente a la estación central de Zúrich. La Unión de Trabajadores había preparado alojamiento para los que venían. Como siempre, la organización funcionaba. Lena, que se había despedido de Rosa maternalmente —«¡Cuídate, rapaza! Y escribe algo inteligente sobre nosotras, las pobres mujeres»— y de Michels con una palmada amistosa, fue a dormir con la familia Loss. Con el café con leche le sirvieron una variedad suiza de patatas fritas que se llama röschti.

El padre Loss, que había desgastado sus suelas como cartero hasta el nopuedomás, contó cómo los camaradas de correos del país y los del Reich alemán habían colaborado en la época de las leyes antisocialistas, haciendo pasar la frontera de contrabando al periódico Socialdemokrat, impreso en Zúrich y prohibido en el Reich.

Lena Stubbe habló de la huelga del astillero de Klawitter y de cómo Bebel había sido su huésped en el Brabank. Sólo de pasada mencionó su libro de cocina proletaria, que no había encontrado editor; sin embargo, despertó el interés de la madre Loss, que tenía la edad de Lena.

Luego todos se fueron a la cama y fueron despertados por las campanas de Zúrich. Un hermoso día de verano daba la impresión de que el mundo entero relucía. El dinero iba a la iglesia. Dios protegía su secreto bancario. Todavía no se notaba que Bebel había muerto.

Fue en mayo cuando Willy presentó la dimisión. Yo me había dibujado a mí mismo durante todo el día seis, con plumas de gaviota: envejecido ya y gastado, pero, sin embargo, soplando plumas aún, lo mismo que de joven (en la época de los aeróstatos) y también antes, hasta donde me acuerdo (paleocristiano-prehistórico) había soplado y mantenido flotando en el aire, echado-corriendo, plumas (tres o cuatro al mismo tiempo), el plumón, los deseos, la felicidad. (También Willy. Su largo aliento admirado. De dónde lo sacaba. Desde el patio de la escuela de Lübeck.) Mis plumas —algunas eran suyas— se fatigan. Yacen casualmente como de costumbre. Fuera, lo sé, el poder hincha sus mejillas; sin embargo, no habrá plumas, ni sueños, que bailen para él.


Las ceremonias fúnebres estaban anunciadas para el domingo por la tarde, a las dos. Como el camarada Loss pertenecía al comité organizador, Lena recibió un pase para el cementerio municipal de Sihlfeld, que recogió en la Unión de Trabajadores de la Stauffacherstrasse. Hasta el sábado se había permitido al público ver el cuerpo amortajado en la gran sala de la Casa del Pueblo. Después, el cadáver de Bebel fue llevado a casa de su hija viuda, en la Schönbergerstrasse. Allí se formó el cortejo. Delante, la banda Concordia. Seguían más de quinientos portadores de coronas, entre ellos Lena Stubbe, que no había querido entregar la suya. Detrás, el coche fúnebre, al que seguían muchos coches de flores, el coche con la familia de luto y dos coches más de inválidos. Los portadores de las banderas tradicionales precedían a las delegaciones de Alemania (con el grupo del Reichstag), Francia, Inglaterra, Austria, Suiza y otros grupos. Detrás de la banda Armonía seguían, en masa, las asociaciones políticas de Zúrich y sus alrededores. Cerraban la marcha las organizaciones sindicales. Hasta el Neue Zürcher Zeitung, siempre burlón con los asuntos del movimiento obrero, se asombró de aquella grandiosidad y no quiso comprender.

Por la Rämistrasse sobre el puente Kai, por la Thalstrasse, la Badener Strasse, se movía el cortejo fúnebre en dirección a Sihlfeld. Las iglesias permanecieron mudas, sólo el campanero de la iglesia de Santiago era, evidentemente un camarada. Miles de personas cubrían las aceras. Los hombres llevaban en su mayoría sombreros de paja planos, las mujeres, sombreros con flores artificiales. No todos los hombres se descubrieron al paso del coche fúnebre. Un año más tarde se fotografiaron sombreros de paja de la misma clase, cuando, por toda Europa, multitudes de muchas cabezas se reunieron para celebrar la declaración de guerra; aunque la Internacional Socialista, muy poco antes, había decidido en Basilea oponerse unánimemente a todas las guerras, y Bebel había terminado como siempre, con una incitación a la acción, su discurso pacifista contra la carrera de armamentos y la propaganda belicista universal: «¡Y ahora al trabajo. Ánimo y adelante!».

En el cementerio de Sihlfeld, Lena Stubbe sólo vio a la camarada Rosa un momento, pero varias veces al camarada Michels, que conocía bien a todas las delegaciones y se tuteaba con los franceses y los italianos. En el templete griego, del que no se hubiera sospechado que fuera un crematorio, Lena pudo depositar rápidamente su corona y, luego, escuchar palabras sueltas de los discursos. Hablaron el consejero nacional suizo Hermann Greulich, el austríaco Viktor Adler, el belga Vanderwelde, el diputado del Reichstag Legien, el ruso Plejanov. Por desgracia, Jean Jaurès no podo asistir por enfermedad. Sean citados también nombres que sólo después se hicieron famosos: Otto Braun, Karl Liebknecht, Otto Wels, Ebert, Scheidemann. Clara Zetkin habló en nombre de las mujeres socialistas de todos los países. Dijo que Bebel había «despertado a millones de mujeres». Dijo: «Nadie combatió con una cólera más santa que tú contra todas las injusticias y prejuicios que afligen a nuestro sexo…».

Su urna fue enterrada junto a la urna de su mujer Julie. Como Augusto Bebel lo había querido así en su testamento, el coro masculino de Grütli cantó para terminar la canción de Hutten, de Gottfried Keller: «Gracias te sean dadas, sombra luminosa…».


Lena, como había hecho un largo viaje, se quedó tres días con sus anfitriones. Sin embargo, las montañas sólo las vio de lejos: con föhn, desde la orilla del lago de Zúrich. Para Frieda Lewandowski, su vecina del Brabank, compró una esquila de vaca. Sólo el último día se puso triste y todo le pareció extraño.

Cuando la camarada Loss la llevó a la estación, le dio un pan redondo, un pedazo de queso de Appenzell y un pequeño cántaro de vinillo de Herrliberg. En el expreso de Berlín, Lena se sentó entre extraños. Sin embargo, pronto sacó un diario de su bolso de viaje. Encontró sus lentes en una bolsa de seda negra, entre el resto del dinero, el pasaporte, algunas horquillas y el tubito de bicarbonato. Anotó las recetas que la camarada Loss utilizaba para cocinar, como: pasteles de cebolla o buñuelos de queso fritos o hígado en lonchitas con röschti o sopa de harina tostada. Así se aproximó otra vez Lena a su Otto Friedrich, al que pronto, porque la guerra cobraría su tributo, iba a sobrevivir.

El rodaballo
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