Nueve cocineras y más
La primera cocinera que hay en mí —porque sólo puedo hablar de las cocineras que hay en mí acurrucadas, luchando por salir— se llamaba Aya y tenía tres pechos. Era en la edad de piedra. Los hombres no pintábamos gran cosa, porque Aya había robado el fuego al Lobo del Cielo para nosotros, tres pedacitos de carbón al rojo, escondiéndolos en algún lado, quizá bajo la lengua. Luego, como sin darle importancia, había inventado el asador y nos había enseñado a distinguir lo crudo de lo cocido. El yugo de Aya era suave: las mujeres de la edad de piedra, después de haber amamantado a sus pequeños, daban el pecho a sus hombres de la edad de piedra hasta que éstos dejaban de patalear y de exudar ideas fijas y se quedaban tranquilos-amodorrados: útiles para toda clase de usos.
Y así nos hartábamos como un solo hombre. Nunca más, cuando luego empezó el futuro, hemos estado tan satisfechos. Siempre había mamoncetes y recibíamos continuamente las sobras. Nunca se nos decía: bueno está lo bueno o más sería abusar. No se nos ofrecía como sustitutivo ningún chupete tranquilizador. Siempre era hora de mamar.
Aya imponía a todas las madres una dieta de papilla de bellotas machacadas, huevos de esturión y glándulas especiales de anta hembra, y por eso a las mujeres de la edad de piedra les subía leche aunque no tuvieran bebés. Eso aseguraba la calma y ayudaba a pasar el tiempo. Alimentados tan puntualmente, aun desdentados seguíamos arremetiendo, lo que produjo cierto exceso de hombres; las mujeres morían antes porque se gastaban más rápidamente. Entre las horas de mamar teníamos poco que hacer: cazar, pescar y fabricar hachas de mano; y, cuando nos tocaba, según normas rigurosas, cubrir a las mujeres, que nos dominaban con su tutela.
Por lo demás, ya en la edad de piedra las madres decían a sus hijos: «Gogo»… y los hombres, cuando se ponían a ello, les decían: «Nene». Padres no había. Sólo imperaba el matriarcado.
Era una época agradablemente sin historia. Lástima que alguien, un hombre naturalmente, decidiera de pronto fundir el metal de las piedras y verterlo en moldes de arena. Para eso, bien lo sabe Dios, no había robado Aya el fuego. Sin embargo, por mucho que amenazó con quitarnos el pecho, no fue posible evitar la edad del bronce ni todas las recias cosas de hombres que vinieron luego, aunque sí retrasarlas un poco.
La segunda cocinera que hay en mí y que quiere salir con su nombre se llamaba Vigga y ya no tenía tres pechos. Era en la edad del hierro, pero Vigga, que nos prohibió dejar las marismas llenas de peces y hacer Historia con las hordas germanas que pasaban, seguía manteniéndonos en un estado de inmadurez. Sólo pudimos copiarles a los germanos su cerámica de bandas. Y tuvimos que recoger los cacharros de hierro que abandonaron en su prisa, porque Vigga reinaba cocinando, y quería ollas resistentes al fuego.
Para todos los hombres, que eran todos pescadores —porque los antas y los búfalos se habían hecho raros—, Vigga cocía merluzas, esturiones, luciopercas y salmones, y colocaba brecas, lampreas, albures de un dedo de largo y los pequeños y sabrosos arenques del Báltico en parrillas que ahora éramos suficientemente listos para forjar con la chatarra germánica. Al hervir las cabezas de merluza de ojos saltones hasta que se deshacían, obteniendo así un caldo espeso, Vigga inventó la sopa de pescado, en la que, como no conocíamos aún el mijo, echaba las semillas trituradas de las gramíneas de los pantanos. Probablemente en recuerdo de Aya que, por tradición, se había convertido en la diosa de los tres pechos, Vigga, que siempre estaba amamantando niños, lacteaba sus sopas de pescado con su propia leche.
Los hombres, destetados, estábamos bastante inquietos y como contagiados por la agitación germánica. Nos entró el deseo de aventuras. Trepábamos a los árboles altos, nos subíamos a las dunas, entornábamos los ojos y oteábamos el horizonte para ver si venía algo, alguna cosa nueva. Por eso —y porque no quería ser siempre el carbonero y buscador de turba de Vigga— me largué de allí con los godescos germánicos, como llamábamos a los godos. Sin embargo, no fui muy lejos. Se me hincharon los pies. O quizá di la vuelta a tiempo porque echaba de menos la sopa de pescado lacteada de Vigga.
Vigga me perdonó. Sabía que la Historia se olvida a las horas de comer. «Los germanos», dijo, «no quisieron hacer caso a sus mujeres y por eso acabaron mal en todas partes».
A propósito: para Vigga pulí un peine de espina de pez, porque un rodaballo parlante me dio ese inteligente consejo. Yo había pescado al pez plano en aguas poco profundas, todavía en tiempos de Aya, y lo había soltado otra vez. El rodaballo parlante es otra historia. Desde que me aconseja, la causa masculina ha hecho grandes progresos.
La tercera de las cocineras que hay en mí se llamaba Mestuina y seguía reinando allí donde Aya y Vigga nos habían mantenido en la infancia con su madreterna tutela, entre las marismas de la desembocadura del Vístula, al pie de los hayedos de las lomas bálticas, detrás de las dunas fijas o movedizas. Po morze —tierra situada ante el mar— y por eso sus vecinos los pruzzos llamaban al pueblo de pescadores de Mestuina, que ya plantaba raíces, «pomorscos».
Vivían en la Empalizada, llamada así por la cerca de mimbres trenzados que rodeaba el asentamiento y que lo defendía de las incursiones de los pruzzos. Mestuina, como cocinera, era también sacerdotisa. Llevó a su apogeo el culto de Aya. Y cuando quisieron bautizarnos, hizo que lo pagano cociera con lo cristiano hasta que se convirtió en católico.
Para Mestuina fui al mismo tiempo pastor, que le proporcionaba faldas de cordero, y obispo al que ella ponía la mesa. El collar de ámbar que se le rompió sobre el caldo de pescado mientras cocinaba lo había recogido yo trozo a trozo en la playa, perforado con un alambre al rojo y ensartado mientras recitaba encantamientos apropiados, y aquella sopa, hecha con cabezas de merluza, en la que se cocieron por completo unos siete pedazos de ámbar al romperse el collar, me la comí como obispo Adalberto, con lo que me puse arremetedor como un macho cabrío del establo de Asmodeo.
Luego canonizaron al obispo Adalberto de Praga que fui yo durante mi tempotránsito. Sin embargo, ahora hay que hablar de Mestuina, que, al asesinarme sin vacilar, realizó un trabajo típicamente masculino. Y el rodaballo me riñó cuando le conté el caso ocurrido en abril del 994: «¡Eso es una usurpación de funciones! Al fin y al cabo, os habéis convertido ya en medio guerreros. Ese homicidio era cosa de hombres. Claramente. No debéis dejaros arrebatar las soluciones finales. Por favor, nada de recaídas en la edad de piedra. Las mujeres deben ocuparse de la religión con más recogimiento. La cocina es suficiente dominio».
La cuarta cocinera que hay en mí es temible, por lo que deshacerse de ella resulta un placer. No era ya una mujer de pescador pomorsco blandamente reinante en la Empalizada, sino, desde que se fundó la ciudad, la mujer de un artesano: Dorotea, llamada de Montovia porque nació en Montovia, un pueblo del Vístula.
No quiero hablar mal de ella, aunque el consejo del rodaballo parlante de que, después de tanta tutela femenina sin historia, me ocupase en lo sucesivo de la causa masculina con sobrepresión viril y dejase a las mujeres, como privilegio secundario después de la cocina, no la Iglesia, sino la religión, tuvo en mi Dorotea un éxito goticoflamígero. Si digo que, aunque venerada por el pueblo como santa, fue más bien bruja y súcubo de Satán, no es mucho decir para una época en que, mientras la peste campaba por sus respetos, brujas y santas se consideraban una misma cosa.
Por muy típica que haya podido ser Dorotea para el siglo XIV, sólo contribuyó parcialmente a la cocina de aquellos tiempos tan dados a comer hasta reventar, pues el dominio de Dorotea consistió en extender a todo el año la cocina cuaresmal; sin excluir San Martín y San Juan, la Candelaria ni las grandes solemnidades. En sus pucheros no veía la grasa cereal alguno. El mijo lo remojaba siempre con agua y jamás con leche. Cuando cocía lentejas y arvejos, ningún huesecillo debía deparar su poquitín de tuétano. Sólo admitía el pescado, que hervía con nabos, puerros, acederas y tusilago. De sus condimentos se hablará más adelante. De cómo tenía apariciones e hizo un Corazón de Jesús de pasta de pan. De la penitencia que le gustaba y de cómo ablandaba los guisantes con sus rodillas penitenciales. De lo que ansiaba y de lo que aumentó su belleza. De lo que me aconsejó el rodaballo, aunque yo no tenía remedio ya: me arruinó la muy bruja.
Margareta Rusch, también llamada Greta la Gorda, es la quinta cocinera acurrucada en mí. Como ella no se ha reído ninguna: de una forma tan total. Mientras desplumaba entre sus gruesas rodillas un ganso caliente aún del sacrificio, todavía chorreante, hasta quedar sentada en una nube de plumas, ahogaba con sus risotadas al Papa y a Lutero. Se reía del Sacro Imperio Romano y de la nación teutónica, de la Corona polaca y los gremios en discordia, de los señores hanseáticos y el abad de Oliva, de los palurdos locales y los caballeros piojosos, de todos los que, encalzonados, ajubonados, acogullados o enlatados, levantaban el estandarte de la verdadera fe; se reía de su siglo.
Mientras ella reía desde las profundidades de su estómago y desplumaba uno por uno los once gansos, yo, su pinche de cocina y blanco de sus cucharas, hacía flotar el plumón soplando; eso supe hacerlo siempre: soplar plumas y mantener flotando las flotantes plumas.
La desplumadora cocinera era, como abadesa de Santa Brígida, una de esas monjas correteadoras que cogían todo lo que les venía bien para su camastro. A mí, frailecillo franciscano, me había recogido durante el oficio de vísperas en la Santísima Trinidad. Greta la Gorda era una mujer tan espaciosa que muchos señores se perdían en ella. Los hijos de los patricios le servían de entremés: tiernas puntas de espárrago. Al abad de Oliva lo cebó hasta matarlo. Al predicador Hegge, al parecer, le arrancó de un mordisco el cojón izquierdo. Fue entonces cuando nos fuimos con el patricio Ferber, que quería seguir siendo católico y no renunciar a las lenguas de cordero picantes con pochas de Margret. Luego nos dedicamos otra vez a servir a los protestantes y, los días de fiesta, cocinábamos por turno para los gremios. Cuando el rey Batory sitió la ciudad, nos sentimos más seguros fuera de las murallas, cocinando a la polaca. Con Greta la Gorda dormí caliente. Con ella encontré la paz. Ella me tuvo bajo llave. Fue la grasa protectora.
Greta la Gorda, me dijo el rodaballo, era una mujer que a él, que tenía la boca ancha, le gustaba: ella dejaba que los hombres se ocupasen de sus importantísimas querellas sobre el trigo, los derechos portuarios, los gremios y la fe y mientras ellos, de forma cada vez más complicada, se entredegollaban, se entrefusilaban o interpretaban las Escrituras cortando pelos en cuatro, se reía sanamente de tanto entretenimiento asesino. «Si ella hubiese querido», dijo el rodaballo, «hubiera podido recuperar el trono de Aya en cualquier momento».
La sexta cocinera que hay en mí —se empujan y son, con sus nombres, nueve y más— desplumaba también gansos, pero sin reírse. Un ganso cebado con avena cuando los suecos, con la pólvora en los talones, se largaron. Cuando volvieron los suecos (puntualmente para San Martín), del resto de los gansos sólo quedaba un cuenco de sangre revuelta para ligar, en salsa negra picante, los menudillos cocidos —pescuezo, corazón, estómago, las alas— con apio, perejil, zanahoria y nabo y pedacitos de pera.
Detrás mismo del establo, bajo el manzano en el que luego se columpiaban las cabezas con los picos apuntando al cielo, Agnes desplumaba los gansos cantando sus cancioncillas: palabras dispersas para adormecer, que rimaban la desgracia de la ocupación sueca y que, como el plumón de los gansos, flotaban en el aire todo un día de noviembre. ¡Oh, valle de lágrimas!
Esto ocurría cuando Agnes era todavía infantil y cachuba. Para cuando se convirtió en ciudadana y cocinó para Möller, el pintor municipal, los suecos se habían ido con su Gustavo Adolfo a otra parte. En cambio, cuatro años después de Lützen, agriado por la larga guerra, llegó a Danzig el poeta y diplomático Martin Opitz.
«Agnes», dijo el rodaballo parlante —aunque no estoy seguro de si interrogué al sabihondo pez en calidad de pintor Möller o de poeta Opitz—, «vuestra Agnes», dijo, «es una de esas mujeres que sólo pueden amar de una forma total: ama a aquel para quien cocina; y como cocina para los dos, mimando alternativamente el hígado hinchado del uno y la vesícula acibarada del otro, tenéis que sentaros a su mesa y oír rechinar su cama en un amor compartido como decís vosotros, o duplicado, como digo yo».
Al pintor Möller le dio una niña, a mí, sin embargo, cuando yo estaba en los sudores de la peste, me rellenó mullidamente de pluma de ganso la almohada mortuoria. Así de buena era ella. Con todo, nunca logré dedicar un poema a su bondad. Sólo adulaciones principescas y lacrimosas alegorías. Ninguna rima sonora para los caldos de gallina, mollejas de ternera, sémolas de esteba y otros platos de régimen de Agnes. Eso habrá que remediarlo.
La séptima cocinera que hay en mí se llamaba Amanda Woyke y, cuando las oigo cotorrear a todas ellas y a sus hijas, comparando los precios entre las distintas épocas, la distingo con especial claridad. Nunca podría decir rotundamente: así, así era exactamente Agnes, porque Agnes era siempre de una melancolía distinta y, en cualquier caso, se la veía dividida entre Möller y Opitz, sin embargo, me resulta fácil describir el aspecto de Amanda: tenía cara de patata. Mejor dicho: la hermosura de la patata era en su rostro una fiesta diaria. No era sólo el aspecto bulboso de Amanda; también toda su piel tenía ese lustre y resplandor terroso de felicidad al alcance de la mano, que se observa amortiguadamente en la patata almacenada. Y como la patata es, ante todo, una gran forma redonda, los ojos de Amanda se hacían pequeños y, al no estar realzados por cejas frondosas, quedaban rodeados de abultada carne. Y también su boca, no teñida por ningún rojo carnoso sino por la arenosa tierra cachuba, era una humorada de la Naturaleza: dos belfos siempre dispuestos a pronunciar palabras como bulbo, nabo y rutabaga. Ser besado por Amanda era recibir un sonoro beso de la tierra, quiero decir de ese suelo patatero que ha hecho famosa a la Cachubia; un beso que no era fugaz sino que llenaba, lo mismo que llenan las patatas cocidas con piel.
Cuando Mestuina sonreía, brillaban las ramas de los sauces en marzo; la sonrisa de Dorotea de Montovia hacía que los mocos de los chavales se convirtieran en carámbanos; la sonrisa de mi Agnes estaba llena de nostalgia de muerte y me hizo agradable morir; sin embargo, cuando Amanda me sonreía, se podía seguir contando la historia de la victoria de la patata sobre el mijo, enroscada como sus mondas de patata: porque, cuando sus historias se hacían frondosas, pelaba siempre patatas como si devanase. Al ser cocinera de la servidumbre de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana, tenía que cocinar a diario para unos setenta criados y criadas, jornaleros, siervos y ancianos.
«Habría que levantarle un monumento», dijo el rodaballo, «porque la introducción de la patata en Prusia después de la segunda partición de Polonia, cuando el hambre reinaba por doquier y la bellota se cotizaba en el mercado, no sería imaginable sin Amanda. Aunque sólo era una mujer, hizo Historia. Asombroso, ¿no? ¡Asombroso!».
La octava cocinera en mí quería a toda costa ser hombre y, de acuerdo con su tiempo revolucionario, luchar en las barricadas con pecho esforzado; sin embargo, Sophie Rotzoll fue durante toda su vida una doncella cerrada bajo siete llaves, aunque los hombres (y por tanto yo) la abordaron. Sólo amó al estudiante tartamudo Friedrich Bartholdy, condenado a muerte por sus actividades jacobinas. Diecisiete años tenía él y Sophie catorce: por ello, la gracia de la reina Luisa de Prusia rebajó su dura pena a cadena perpetua. Sólo cuarenta años más tarde, cuando ya era vieja dama o, mejor, señorita de edad, volvió a ver Sophie a su Fritz, puesto en libertad por enfermo en la fortaleza de Graudenz. Cabeza de ternera en vinagre de hierbas, tripa de cerdo con cantarelas, liebre a la pimienta en vino tinto: cuántas cosas le cocinó, cómo procuró estimularlo, qué fines más altos se propuso para él y para la Humanidad; Bartholdy no quería saber nada, sólo quería fumar con fruición su pequeña pipa.
Yo la conocí bien. Ya de joven, en todos los bosques que rodeaban Zuckau, fui a buscar setas con Sophie. Ella sabía los nombres de todas: la armilaria, el patullardo venenoso, los agáricos, que en los suelos de agujas de pino suelen formar círculos mágicos. El robellón crecía aislado. El falo impúdico cobraba un sentido. Aunque Sophie se había atiborrado de libros revolucionarios hasta adquirir una irreparable miopía, a las setas las conocía a primera vista.
Más tarde, cuando cocinaba para el pastor Blech, párroco de Santa María, y más tarde aún, cuando, primero entusiasmada y luego conspirando, se ocupó de la cocina del general Rapp, gobernador de Napoleón, fui sucesivamente Blech, el pastor al que abandonó, y Rapp, el gobernador al que quiso destituir mediante un plato de setas especiales.
Sophie arrastraba a la gente. En el sótano, en todas las escaleras y en la cocina cantaba: «Trois jeunes tambours!». Su voz iba siempre en vanguardia: sablazo-latigazo-sed de libertad-beso mortal. Era como si Dorotea de Montovia quisiera descargar terrenalmente su celestial sobrecarga. «Desde Sophie», dijo el rodaballo parlante, «la cocina anda desquiciada. La Revolución sigue». (Y también mi Ilsebill tiene la misma mirada desafiante.)
La novena cocinera que hay en mí nació cuando Sophie Rotzoll, la octava, murió en el otoño del 49. Casi podría pensarse que Sophie quiso entregar a Lena Stubbe la bandera de la Revolución; y tampoco puede descartarse que Lena, casada joven con un forjador de anclas que cayó ante París en la guerra del 70-71, de joven viuda, mientras repartía en silencio la sopa boba al frente de una cocina popular, alimentase para su cuchara esperanzas socialistas. Sin embargo, la voz de Lena no arrastraba. Lena no era una agitadora. Nunca podía entusiasmarse realmente. Por mucha cultura bélica que tuviera, siempre estuvo envuelta en una praxis gris.
Cuando Lena Stubbe contrajo matrimonio por segunda vez era ya mujer madura, y yo (forjador de anclas como su primer marido), aunque diez añitos más joven que ella, tampoco era ya ningún niño, aunque sí, lo confieso, un borracho.
Ella administraba el fondo de huelgas y procuraba protegerlo de mis garras. Soportaba mis golpes y me consolaba cuando, después de haberle sacudido estopa otra vez, me agarraba contrito a los tirantes de mi propio pantalón. Lena me sobrevivió, porque en 1914, cuando fui enviado a la Prusia oriental con el último llamamiento a filas, se encontró viuda por segunda vez.
Desde entonces sólo repartió sopas: de cebada, de col, de guisante o de patata. En cocinas populares, casas de beneficencia, en cocinas de campaña durante la gripe del 17 y después en el Socorro Obrero y, cuando llegaron los nazis con su auxilio de invierno y sus domingos de plato único, siguió, ya vetusta, manejando activamente el cucharón.
De muchacho —otra vez presente y curioso— pude ver a Lena. Su cabello blanco, partido por la mitad. Su estilo especial de repartir la sopa. Una mujer seria, casi una profesional de la compasión. El rodaballo opina que, en realidad, Lena Stubbe fue apolítica, si se prescinde de su Libro de cocina proletaria que, después de derogada la legislación antisocialista de Bismarck, existía en manuscrito, pero no encontró editor.
«Ve usted», dijo el rodaballo, «eso hubiera podido mentalizar a la gente y crear algo nuevo. Es verdad que había entonces innumerables libros de cocina casera burguesa, pero faltaba el proletario. Por eso la clase obrera tuvo que cocinar sin medios y, sin embargo, a la burguesa. Antes de inventar una décima y hasta una undécima cocinera, tendría usted que citar los papeles póstumos de Lena Stubbe. Al fin y al cabo, es usted socialdemócrata».
La décima y la undécima cocinera en mí son todavía borrosas, porque las he conocido demasiado de cerca. Sólo sus nombres figuran en una hoja de papel, por lo demás blanca. A Billy (que en realidad se llamaba Sibylle) la perdí en los años sesenta un día de la Ascensión, que en Berlín y en otros sitios se celebra ruidosamente como Día del Padre; con María, que trabaja en la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk (antes astilleros Schichau de Danzig), estoy emparentado.
Lo reconozco: Billy y María me apremian. Sin embargo, como el rodaballo me aconseja el orden cronológico y como estoy simultáneamente ocupado por tantas cocineras, permítaseme de momento —sobre todo teniendo en cuenta que mi actual Ilsebill me atosiga bastante— ocuparme más, porque los tengo más a mano, de los tres pechos de Aya, la cocinera neolítica, que de aquel Día del Padre que, en junio de 1963, se celebró en el Grunewald y los bosques de Tegel, en Spandau, Britz y a orillas del Wannsee, como cosa exclusivamente de hombres. A quien está estreñido por tanto pasado y quisiera aliviarse de una vez, le corre prisa contar lo del collar de ámbar de Mestuina, aunque le debiera resultar más próxima la rebelión de los trabajadores de los astilleros de los puertos polacos, sobre la que informaron todos los periódicos en diciembre de 1970.
Viejas noticias. La historia del mijo. ¿Qué comía el siervo de la gleba de lo que le quedaba? ¿Con qué menús cebaba Greta la Gorda a los abades de los conventos, preparándolos para la matanza? ¿Qué ocurrió cuando cayó el precio de la pimienta? La sopa de beneficencia de Rumford. De cómo la amanita estuvo a punto de entrar en política. De cuándo se inventó el embutido de guisantes y, de esa forma, se robusteció el ejército prusiano. Por qué querían comer los proletarios a la burguesa. Qué quiere decir: morderse los puños de hambre. «Sin embargo», dijo el rodaballo doctamente con su boca torcida, «quizá pudiéramos aprender de la Historia qué papel desempeñaron las mujeres, por ejemplo en el triunfo de la patata».