Una mujer sencilla

Como dijo el rodaballo ante el tribunal feminista: «Aquella Lena Pipka, que de casada se llamó Stobbe y vuelta a casar Stubbe, fue y siguió siendo, siempre que estuvo en el centro de la historia regional, una mujer sencilla, aunque nada simple. Si ahora el Alto Tribunal, ante un público selecto, quiere examinar el caso de la vida de Lena Stubbe, mi participación en su destino proletario se revelará insignificante; porque desde la Gran Revolución, la Historia me situó ante tareas gigantescas, que excedían del ámbito regional: comenzó la época de la política mundial. Por todas partes casos discutidos. Libertad, Igualdad, etcétera Me llamaban en todas las costas. Sólo podía atender a la región báltica de una forma rutinaria. Elevado recientemente a Espíritu del Mundo, me vi en ocasiones abrumado como rodaballo (y como Principio): apenas tenía un momento para ocuparme de casos aislados, como el que aquí se trata, con la necesaria atención. Sin embargo, responderé con gusto a las expertas preguntas de la respetada acusación, tanto más cuanto que Lena Stubbe, en su sencillez, fue una mujer importante: su nombre no puede separarse de los orígenes del movimiento obrero socialista, aunque no se recuerde en ninguna parte y ninguna calle, avenida ni placita apartada haya sido bautizada con él».

Cuando la presidenta del tribunal leyó los datos de Lena Stubbe, nacida Pipka, la vida de ésta se desarrolló con una continuidad uniforme; porque aparte de la conversación que sostuvo en mayo de 1896 con Augusto Bebel, y de un viaje en tren a Zúrich, sólo su longevidad bíblica —murió a los noventa y tres años— parecía notable. Dos veces casada. Una hija del primer matrimonio. Tres hijas del segundo. Y, sin embargo, la historia del movimiento obrero coincide, como por casualidad, con sus fechas: en el año siguiente a la revolución del 48 nace en Kokoschken, distrito de Karthaus, tercera hija de un ladrillero; a los dieciséis años encuentra trabajo en la cocina popular de Danzig-Ohra, se casa un año más tarde con el forjador de anclas Friedrich Otto Stobbe, pronto es, como él, miembro de la Asociación General de Trabajadores Alemanes; se une, después del congreso de unificación de Eisenach, a los socialdemócratas; se queda viuda por primera vez en 1870, casi al empezar la guerra; dirige durante diez años la cocina popular de la calle de la Muralla; se casa, poco después de la promulgación de las leyes antisocialistas, con el forjador de anclas Otto Friedrich Stubbe; administra el fondo de huelgas cuando en el otoño de 1885 van a la huelga los astilleros de Klawitter; obtiene ingresos suplementarios sirviendo comidas los sábados; recibe en su casa pocos años después de la derogación de las leyes antisocialistas al presidente de su partido; no encuentra, sin embargo, editor para su Libro de cocina proletaria; hace un viaje a Zúrich en el verano de 1913 gastándose en él sus ahorros; enviuda por segunda vez al año siguiente, apenas comenzada la guerra; trabaja durante toda la guerra en varias cocinas populares; al terminar la guerra en la del Socorro Obrero, luego en una cocina de Cáritas, después en el Socorro de Invierno y después en la cocina de urgencia de la comunidad de la sinagoga, y por fin distribuye la sopa en la cocina del campo de concentración de Stutthof. No sólo se le murieron los maridos, sino también sus cuatro hijas.

Cuando la presidenta del tribunal feminista hubo leído los datos escuetos y rendido homenaje a Lena Stubbe como heroína pasiva, pero ejemplar para su época, se dirigió a todos los presentes en la sala del juicio para pedirles que se levantasen de sus asientos en honor a ella; también el rodaballo abandonó su lecho de arena y se mantuvo durante un minuto a flote mientras movía suavemente las aletas.

Luego habló la fiscal. Reprochó al rodaballo que, en su función de asesor de la causa masculina, aunque ejercida cada vez más raramente, no hubiera impedido a Friedrich Otto Stobbe ni a Otto Friedrich Stubbe dar palizas a Lena cuando estaban borrachos. Era posible que incluso se lo hubiera aconsejado. Cabía imaginar cómo el espíritu masculino del siglo XIX había hablado por boca del rodaballo: sus pertinentes citas de Nietzsche, su teoría del amo-de-la-casa. Sus alusiones irónicas al sexo débil. Sus chistes didácticos. Conocida era la leyenda masculina de la supuesta necesidad de marcha de las mujeres.

Sieglinde Huntscha dijo: «También a mí, el otro día, un hombre intentó meterme ese cuento. El muy cerdo me dijo: “Lo que tú quieres es que te dé un par de bofetadas. Me doy perfecta cuenta de que es eso lo que quieres. Que te parta la boca. Quizá un ojo a la funerala, para poder enseñarlo. Pero no lo voy a hacer. Aunque sería lo que más te gustaría. Sólo quieres que me porte de una forma típicamente machista. Os hace falta para vuestras chorradas sobre la emancipación: un hombre que reparta bofetadas”. Y ese caballero —no quiero dar nombres— se sienta entre el público de esta sala y confía plenamente en el rodaballo: “Ése nos sacará del apuro. Sabe que las palizas eran y son necesarias. Siempre fue partidario de los argumentos contundentes. Se puede confiar en el rodaballo”. Y ese tipo se considera aún liberal».

Después de que el público se hubo desahogado con silbidos, mirando con hostilidad a los escasos hombres de la sala (entre ellos yo), el rodaballo habló, otra vez en su lecho de arena: «Ya sabe usted, distinguida acusadora, que los castigos corporales han sido siempre expresión de la debilidad masculina. Por muy decepcionantes que puedan ser de momento sus experiencias personales —he podido escuchar que un hombre, firmemente, se ha negado a pasar a las vías de hecho a que usted lo provocaba—, en aquel tiempo, en la época de Lena Stubbe, se maltrataba al sexo femenino con una falta desesperada de inhibiciones. En todas las clases sociales. Sin exceptuar la nobleza ni la burguesía. Sin embargo, las mujeres de los obreros recibían palizas más regularmente, a saber, cada viernes, porque la débil conciencia del proletariado no encontraba otra forma de autoafirmación en los días de paga. Hasta los trabajadores organizados, socialistas del partido, hacían sentir los viernes su pesada mano. Por eso no debe extrañar que Friedrich Otto Stobbe y Otto Friedrich Stubbe diesen palizas a su Lena, sobre todo porque los dos sólo exteriormente eran individuos decididos y agitadores elocuentes; en casa, en tirantes, eran más bien debiluchos. Lena, en cambio, aquella Lena puntualmente golpeada, fue siempre, hasta cuando sufría en silencio, la más fuerte. Hubiera sido capaz de desmoralizar a diez chicarrones. Aceptaba las palizas con la confusa idea de que, a menudo, la ternura del hombre no sabe contenerse. Nunca se defendió, por ejemplo con un atizador. Sabía que, después, su Friedrich Otto y su Otto Friedrich serían hombrecillos agotados, mortificados, compungidos, hasta llorones. Y si ese anónimo señor del público que recientemente le ha negado, distinguida Sra. Huntscha, una paliza, hubiera vivido en tiempos de Stobbe y Stubbe, seguramente hubiera golpeado también con mano dura. Conozco a ese señor y sus muestras de amor desmayadas».


Débil cuando estaba junto a ella o, a su sombra, le hacía muecas, pegado a ella, con el cordón umbilical sin cortar y siempre huyendo a campo traviesa; débil, aunque también rebelde contra su cuerpo; rico en disculpas cuando me sorprendían; generoso a su costa en todo tiempo, en deuda con ella, siempre seguro de que ella lo arreglaría todo cuando la situación fuera desesperada, otra vez desesperada; débil como ella me quería, como ella me hacía y consideraba apropiado para su amor, aunque ella no era dominante sino que se inclinaba, fuerte, ante el hombre débil; caritativamente tutelar, siempre se anticipaba a mis faltas: ella hacía conmigo lo que quería, me ayudaba a ponerme los pantalones y a quitarme los zapatos, sabía siempre dónde me había quedado tirado, en qué atolladero me había atascado otra vez, y mis sórdidas historias de faldas —las mujeres, incluidas las de la vecindad, estaban sencillamente locas por mí— las echaba en su sopa barboteando: «Pero Otto. Tú sabes que no laces aposta. Me las prometido tantas veces. Sería tan bonito. Pero está bien, está bien. Me pregunto…».

Sólo cuando achuché y besuqueé un poco en la cocina a Lisbeth, su hija mayor (la de Stobbe), que tenía apenas quince años, Lena, que entraba con la bayeta en la mano, se puso furiosa lo mismo que ahora Ilsebill se cabrea por teléfono cuando yo (harto de ella) he hecho otra escapada: «Haz el favor de no volver a hacerme esto. Tienes que dejarte de una vez de tonterías. Largarte así. Cuándo serás una persona adulta. ¿Ah, sí? ¿Con una asistenta social de Wedding? ¿Y vocal de un tribunal? ¿Erika? No me hagas reír. Sólo un fin de semana. Un viajecito a París. Debería darte vergüenza. Ahora mismo. No, coge el próximo avión. Te recogeré en Hamburgo». Y Lena me escribió con su hermosa letra cuidada, cuando me escapé con una camarera del Hotel Kaiserhof a Berlín, donde se nos acabaron los cuartos: «Querido Otto, te mando un billete de vuelta. Prefiero no mandarte dinero. Vuelve y duerme un poco. Luego hablaremos. Y te prepararé lo que siempre te ha venido bien: sopa con albóndigas. Y no hagas tonterías. Ya sabes. Coge el tren del mediodía a las doce y tres. Te recogeré».

Así pasaba ella sobre mis orejas como yo pasaba sobre su regazo. Tan fuerte era ella aguantando como débil era yo, que tenía que afirmarme mediante palizas y no estaba, como hoy, seguro de mí mismo: ya pueden mi Ilsebill o Sieglinde Huntscha provocarme lo que quieran con sus consignas de mujer liberada, para que, izquierda-derecha, tenga que darles en el morro. Prefiero liarme un cigarrillo y decir: «Que no, Siggi. Ni hablar. No te voy a dar ninguna leche. Eso es lo que tú quisieras. Para que luego funcionase mejor en la cama. Y pudieras decir que soy “típicamente machista”. Eso se lo cuentas al rodaballo. A ése le gustan los aforismos de hoja de calendario».


Por la instalación acústica del tribunal feminista, que desde hacía una semana conocía ya del caso Lena Stubbe, de su logro especial, el Libro de cocina proletaria, y de la brutalidad de sus dos maridos, el rodaballo dijo: «Así pues, Alto Tribunal, eso era lo que había. Lena dominaba. Sus maridos se limitaban a patalear. Los dos con sus sempiternas historias de faldas. La impotencia arrastrada de una cama a otra. Por el contrario, el amor inagotable de Lena se parecía a la gran olla de sopa, nunca vacía, de su cocina-cuarto de estar, porque Lena, pensando tutelarmente en tiempos más difíciles, no dejaba que el caldo de vaca, que preparaba cociendo huesos baratos, se acabase nunca ni se quedase frío. En cambio su Friedrich Otto y su Otto Friedrich vivían a lo grande, derrochando hasta que no quedaba nada: nueces vacías tan sólo, pichaflojas los dos, buenos sólo para dar vivas. Tampoco yo podía aconsejar nada.

»Todo lo más, con ayuda de la historia del momento, pude echar una mano a la buena de Lena, aprovechando una guerra o la otra; cuando se desencadenó en 1870 contra los franceses, Friedrich Otto Stobbe, un buen mozo de barba rizada, se dirigió al Báltico en el Neufähr oriental y gritó: “¡Guerra! Rodaballo, lo sabes ya, lo sabes. ¡Guerra! Por fin ha empezado. Se acabaron los calcetines de lana-patatas fritas-costureros-cosas de mujeres. Han salido el primero y el segundo regimientos de húsares del Rey. Y también la artillería de campaña de la Prusia occidental. Sólo el quinto regimiento de granaderos continúa acuartelado. ¿Qué debo hacer, rodaballo? ¿Seguir siendo sólo forjador de anclas y calentar a mi Lena? ¿No será eso todo? ¿No será eso la vida? Todavía soy joven”.

»Entonces le aconsejé que se fuera con el quinto de granaderos, con lo que, rápidamente —después de dos o tres proezas— murió una muerte de soldado en Mars-la-Tour.

»Y cuando en el 14 comenzó al mismo tiempo en varios frentes la Primera Guerra Mundial —esa obra maestra de la virilidad europea—, Otto Friedrich Stubbe, que con sus cincuenta y cuatro años se consideraba todavía a sí mismo un hombre vigoroso, llegó corriendo al malecón de Neufahrwasser y gritó sobre el Báltico: “¡Rodaballo! ¡Vienen los rusos! Invaden ya la Masuria. Asesinan e incendian. La patria está en peligro. Necesitan todos los brazos viriles. ¿Para qué sirvo aquí? Un viejo maestro forjador de anclas. Han llamado a la reserva territorial. Los socialistas no debemos quedarnos al margen. El Emperador no entiende de partidos. ¿Debo ir, rodaballo, debo ir? ¿Debo ir a luchar con los rusos?”.

»Y también a él —¡oh, Alto Tribunal!— lo animé. En Tannenberg, donde bajo Hindenburg vencieron las armas alemanas, encontró como consecuencia la muerte por su patria. Dos hombres como se debe ser.

»Ay, Alto Tribunal, qué harto estaba ya entonces de la causa masculina. Qué aburrido de esa mentalidad imperturbablemente progresista. ¿Qué podía hacer yo cuando cualquier insensatez masculina tenía inmediatamente complicaciones internacionales? Actuando más para desaconsejar que para aconsejar, me daba cuenta al mismo tiempo de que la potencia viril en la cama era cada vez menor y, en el campo histórico, sólo se manifestaba en formas monstruosas. Por eso intenté establecer contactos bienintencionados cuando, a comienzos de siglo, por primera vez, las mujeres —lady Pankhurst y sus hijas— se echaron a la calle. Por desgracia, inútilmente. Las sufragistas me rechazaron. Mi oferta fue prematura. Hacía falta tiempo. La locura masculina no había llegado a su apogeo. Su eficiencia iba a aumentar. Sólo podía mantenerme a la expectativa. Sin embargo, a este Alto Tribunal no se le escapará que, por lo menos, conseguí liberar a nuestra Lena Stubbe de unos hombres cada vez más inútiles. Después de la heroica muerte de su segundo marido, fue una mujer emancipada: en el invierno de guerra del 17, Lena Stubbe, mientras distribuía la sopa de berza en la cocina popular de la calle de la Muralla, alzó la voz contra los empréstitos de guerra y su posición, en todas las otras cuestiones, estuvo también muy a la izquierda.»

¿Es verdad, rodaballo? ¿Me enviaste por eso dos veces al fuego? ¿Estaba yo entonces ya sentenciado? ¿Empezó ya entonces tu viraje, tu traición?

Cuando yo, después del aplazamiento del tribunal —había que obtener informes periciales sobre la cocina proletaria en el siglo XIX— fui a beberme una cerveza (estrictamente en privado) con Sieglinde Huntscha y ella luego (como de costumbre) me hizo subir los cuatro pisos de su buhardilla, hablamos primero sobre el tribunal en general y pusimos verdes luego a la Dra. Schönherr y a todas las vocales, hasta que Siggi habló francamente y empezó a provocarme: «¿Sabes? También tú tienes algo de Stobbe o de Stubbe. Te gustaría pero no te atreves. A sacudir estopa, quiero decir. A hincharnos la cara a mí o a tu Ilsebill. Y también la pequeña Nöttke parecía ayer bastante llorosa. Seguro que fuiste tú. ¿No es verdad? Para hacerte el macho. Una y dos. Para meter a las mujeres en cintura. ¡Venga! Pégame. Lo necesito. Lo necesito. Pégame de una vez y no te hagas de rogar».

Pero yo me negué a pegarle (por principio). No quería ser nunca más Stobbe ni Stubbe. «Oye, Siggi. Eso se acabó. Puede funcionar igual sin necesidad de. Lo que tú quieres es que reaccione otra vez de forma típica. No te hace falta. No nos hace falta.»

Funcionaba bien entre nosotros sin necesidad de. De forma estrictamente privada y tiernamente distraída. (Y lo de Erika Nöttke lo puse en claro: «Es más bien una relación paternal. Llora por motivos muy distintos. Está siempre abrumada, etcétera. También por el tribunal. Lo que le pasa es que es demasiado joven para eso, te lo digo yo, demasiado joven».)

Siggi dijo luego, sin veneno en el colmillo: «Quizá lo deseas a pesar de todo. Todavía. Sólo porque te fuerzas a ser razonable no se te va la mano. Pero yo tampoco sé muy bien lo que quiero. Acaríciame. ¡Venga! Acaríciame deprisa».

Entonces (como siempre) tomamos un taxi hasta Steglitz. Me dejó entrar, con su llave, en el antiguo cine. Sin embargo, esta vez quiso estar presente mientras hablaba con el rodaballo. A él no le importó. Animado, abandonó su lecho de arena e hizo una demostración de juego de aletas. Se alegró del cambio y le dirigió a Siggi cumplidos pasados de moda. Luego hablamos de mi tempotránsito con Lena Stubbe. Me recordó algunas deprimentes historias de faldas, que todavía hoy me resultaban penosas. Luego se refirió a lo que, ante el tribunal, sólo había pasado a las actas como insinuación: mis zarpas en la caja de huelgas y la sopa de soga y clavo de Lena. Le prometí escribir sobre ello. De pronto dijo: «A propósito del libro. ¿Se llama definitivamente El rodaballo? Insisto en ese título. Y también usted, Sieglinde —si puedo llamarla así— debería ocuparse de que, en interés del tribunal feminista, conservase ese sencillo título. Nos acercamos lentamente al final de la gran liquidación y ajuste de cuentas histórico. Hijo mío, ha llegado el momento de que, en un capítulo especial, hagas balance. Después de describir la muerte de Lena Stubbe, deberías hacer que todas murieran una vez más en sus respectivos tempotránsitos: Aya, Vigga, Mestuina, la goticoflamígera Dorotea, espantosamente tu Greta la Gorda. Horriblemente murió Agnes, serenamente Amanda, absorta en sí misma Sophie…». Entonces me dio consejos literarios. Me dijo que debía escribir primero detalladamente sobre «Soga y clavo», y luego sobre «La visita de Bebel». «Sin embargo, no lo olvides, hijo: nunca te compliques. No te pierdas en teorías socialistas. Siempre, aunque se trate del revisionismo, sé sencillo. Lo mismo que Lena Stubbe. No fue ninguna Clara Zetkin. Fue una mujer sencilla.»


A veces va tarde al restaurante de la estación, abierto todavía, a comerse una costilla en gelatina. No es seguro, sin embargo, si entrará Margret, Amanda Woyke o Lena por la puerta giratoria. No quiere ser ya cocinera, probar sopas, hacer albóndigas ni hacer estremecerse a los arenques, cabeza con cola, en la sartén, ni tener que decidir cada vez el último ingrediente. No quiere inducir más a los invitados —noble, mendigo, campesino, pastor— a elogios y comparaciones. No quiere adular ya paladares. Y tampoco quiere obligar a los niños a comer espinacas verdes. Quiere castigar su propio gusto. No cocinar ya para ningún hombre, dejar que el fogón se enfríe; quiere alejarse de sí misma, cuando se acurruca en mí o, expresada por mí, se convierte en Historia. Sus recetas fechadas: liebre a la pimienta y menudillos de ganso, abadejo con eneldo y corazón de ternera en cerveza negra, la sopa de patata de Amanda, los riñones de cerdo de Lena con salsa de mostaza; todo eso no puede conseguirse ya, es de otra época. Quiere pedir disculpas a una costilla en gelatina y su frescura química (como si careciera de paladar), en un restaurante de estación abierto hasta tarde.

¿Lena, Amanda, Greta la Gorda? Se sienta con su abrigo, demasiado estrecho, y corta un pedazo tras otro. Llaman a los trenes de medianoche. (Mensajes del Rin, de Hesse, de Suabia.) Ya sea en los restaurantes de estación de Bielefeld, Colonia, Stuttgart, Kiel o Fráncfort: le hace un gesto al camarero, que lentamente, como si quisiera estirarle a ella su siglo, viene entre las mesas vacías y, finalmente (soy yo), está ahí.

Otra costilla en gelatina, sin ensaladilla de patatas, pan ni cerveza. (¿Podría ser la monja Rusch hábilmente disfrazada?) Preguntado, le digo cuáles son los medios de conservación empleados. Ella corta un pedazo, lo pincha y se lo traga, como si tuviera que pagar alguna culpa o llenar un agujero o destruir a alguien (¿todavía el abad Jeschke?) que se hubiese camuflado como costilla preparada al estilo de los buenos restaurantes de estación abiertos hasta tarde.

No estoy seguro de si estoy sirviendo a Amanda o a Lena. Sólo a Dorotea la reconocería con horror. A veces, mientras sirvo, lanzo palabras-cebo, como «Dulce Jesús» o «soga y clavo». Pero ella sigue cortando sin escuchar. Cuando Lena o Amanda comen en nuestro restaurante y encargan su cena, soy muy sensible: cobro conciencia de la corriente de aire que hace abiertas a todos los vientos e intemporales todas las salas de espera con restaurante. Ella se sienta sola. Una mujer sencilla, que ha vivido mucho (y a mí, repetidas veces).

Le traigo a Lena una tercera costilla, temblorosa en su gelatina —no nos falta nada—, y doy rodeos entre las mesas vacías llenas de manchas, a fin de que ella, totalmente fuera de mí, tenga tiempo de verme venir, de verme venir dando siempre nuevos rodeos. (Cuando éramos jóvenes y, mordiéndolas, hacíamos crujir las manzanas. Cuando ella, sin decir palabra, me dejó marcharme con el quinto regimiento de granaderos. Cuando se produjo la huelga en Klawitter. Cuando me sorprendió con Lisbeth en la cocina. Cuando yo, cada viernes, con el suavizador de la navaja barbera. Cuando colgaba del clavo y los conejos, de miedo…)

Antes de que tengamos que cerrar —porque también los restaurantes de las estaciones cierran— ella querrá llevarse una cuarta costilla en gelatina sin nada, envuelta en una servilleta de papel: ¿adónde? Cuando ella, con su abrigo demasiado estrecho —qué redonda es su espalda— se marcha y se desvanece en la puerta giratoria, me pregunto por qué no me da nunca propina. ¿Podría ser que Lena me respetase, a pesar de todo lo que pasó y de lo que pasará aún?

El rodaballo
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