Vestidos indios
Embarazada del sexto mes, no quiso comprimir más su vientre, encorsetarlo, reducirlo a una forma ideal, dejó de oscurecer los espejos, de maltratar su constitución con pastillas y de encontrar, mientras buscaba las llaves del coche, motivos caprichosos de pelea. Como el niño, ahora bajo su ombligo, golpeaba también su protesta, Ilsebill comenzó a llevar su embarazo con más calma y a presentar su barrigón, dondequiera que lo llevase, como algo digno de ser admirado. Nada de saltos irresponsables. Sólo rara vez agujeros y un odio primitivamente espumeante hacia el macho. Hubo momentos de ojos apaciblemente bovinos. Ya preparaba la canastilla del bebé. Y después del salto de la fosa de agua, en que todo hubiera podido malograrse, se confeccionó, como vestidito de circunstancias, una túnica de color caca que yo califiqué de imposible.
Por eso fuimos a las boutiques de los indios, que en Hamburgo y en otras partes son baratas y están abarrotadas hasta el techo: calles de vestidos y avenidas de blusas. Había tanto donde elegir. Sólo hacía falta alargar la mano.
Ilsebill cogió, mejor dicho, arrebató de las perchas, cinco o siete de los vestidos anchos de talle y entallados bajo el pecho, de estilo más o menos Imperio, y se refugió con su botín en uno de los vestuarios, separados por cortinas. Luego, con pequeños intervalos, apareció cinco o siete veces, a la indiana, vestida de algodón o de seda: recamada, cubierta de espejuelos en torno al abultado pecho, de amarillo maíz o verde místico, o totalmente de rojo bandera.
Una representación para mí solo. Yo asentí, hice reflexiones, elogié lo que no me gustaba, puse reparos a lo que me hubiese gustado que llevase, representé bien mi papel y conseguí una victoria a medias cuando ella se decidió, si no por el amarillo maíz de amplias mangas y sólo por un minuto por el de seda verde místico, al cabo por el sencillo y fuerte, sólo bordado de rojo en torno al pecho y de un rojo claramente bandera. Un vestido hasta el suelo, de amplias mangas. Sus abundantes pliegues resultaban apropiados para un cuerpo en desarrollo: solemne y, sin embargo, informal. Una ganga a ochenta y cinco marcos con cincuenta, que no plantearía problemas hasta el octavo mes y que no sería necesario tirar después del nacimiento. Yo la veía ya otra vez esbelta, en sociedad, en fiestas, en congresos, de viaje.
«Eso está bien aquí en Occidente», dijo Ilsebill. «Quiero decir revolver, probarse, simplemente no comprar, decidir libremente, poder escoger.» Y sólo en un aparte expresó sus remordimientos: «Claro que esos trapos cuestan tan poco porque se trata también de una explotación. La mano de obra barata del Pakistán, la India, Hong Kong o donde sea». Eso me lo dijo a la cara, vestida de rojo bandera y acusadoramente. Por ser su marido, tengo que responder de todas las fechorías masculinas cometidas en épocas históricas o en la actualidad. «O si no, ¿quieres decirme lo que pagan por pieza los gordos patrones de esos sitios a las bordadoras? Sí. Mira esto. ¡Todo hecho a mano!»
Durante sus cinco o siete apariciones indias, yo me había quedado entre mujeres que revolvían, se probaban brevemente, rechazaban y elegían, de las cuales algunas estaban igualmente embarazadas o podían estarlo. En vasos, en cestos, en cajas de cartón de colores: cursilerías asiáticas. Yo, como durante unos segundos no me necesitaban, volví a caer en mi obsesiva idea de haber sido Vasco de Gama y haber descubierto la ruta hacia la India: de pronto la costa de Malabar —palmeras, por todas partes palmeras— está ahí, a nuestro alcance. Para probar, enviamos a un galeote a tierra, que regresa sano y salvo y cuenta maravillas. Y también Napoleón, en cuyo tiempo vivió Sophie Rotzoll, la más delicada de todas las cocineras, tuvo al parecer a la India en su mente militar. Sin embargo, cuando yo era todavía Vasco de Gama, lleno de inquietudes e interiormente rico en figuras…
La culpa era del olor a almizcle. De varias bandejitas se elevaba un humo agridulce. De alguna parte venía música, envuelta en guata, que lo abarataba todo aún más. Las vendedoras, aunque de tipo hamburgués, se movían como bailarinas del templo en su primer año de adiestramiento. Sólo hablaban en voz baja y sugestivamente: «El añil se lleva mucho también con ribete blanco». Nosotros seguimos fieles al rojo bandera.
Ilsebill dijo: «Ahora me siento muy distinta. No india, claro. Sólo distinta de algún modo».
Yo dije: «Eso tenemos que agradecérselo a Vasco de Gama y sus sucesores. No fue sólo la pimienta lo que él abarató».
Prometimos a las vendedoras volver en el octavo mes. «Sí», dijo la sufriente cajera de las sombras azules, «entonces tendremos también nuestra colección de verano. Verdaderas monadas».
Al pagar, eché un marco diez en el cerdito de la campaña «Pan para el Mundo». Fuera, a pesar del vacilante sol de marzo, hacía demasiado frío para el rojo bandera, cuya tonalidad saturada cambió a la luz del día: Ilsebill, dentro de su nueva adquisición de un rojo amanita matamoscas, se helaba. La ayudé a ponerse el abrigo.